Cuando un europeo, habitualmente español y de izquierda, tumbado en su sofá viscoelástico del primer mundo, sube a sus redes sociales una velita, o un je suis Palestina, o un «siempre contigo pueblo saharaui», cuando escribe en X, Twitter, o como se llame, una frase cursi copiada de los manuales de Paulo Coelho, cada vez que acicala su conciencia con un pacifismo de la señorita pepis, cada vez que vende amor barato cuando su ego no cabe en un armario de dos cuerpos, siento que Occidente no tiene remedio, que disfrutamos de una civilización que se va al garete, porque los que luchan contra ella son más sinceros y no juegan a tener un alma hippie mientras se ponen filtros en su perfil de Facebook o pitan con impaciencia en una calle de una gran ciudad al tunecino que se juega la vida en una bici de saldo llevándonos un pedido de globo a casa. Qué cómodo es pedir respeto a los derechos humanos cuando no vives en un país rodeado de enemigos que lo mejor que quieren hacer contigo es lanzarte al mar Muerto.
Ese activista de la paz de hoy es el mismo que hace casi 20 años, cuando el zarpazo terrorista de similar origen dejó en la cuneta a 192 inocentes en Atocha, echó la culpa a su gobierno y lo llegó a justificar con que algo habríamos hecho apoyando a Bush. Ese activista que es capaz de quitarse el cráneo para secundar las soflamas huecas del progresismo no quiere saber lo que está entre manos: su seguridad y la de todos. Qué es eso cuando puedes arreglar el mundo desde tu celular de 1.000 euros, cuando puedes llamar genocida a un político sin que tus enemigos te lancen un misil mientras tomas unas birras con los colegas, qué es eso de la protección de nuestros países cuando te levantas cada día donde no silban las balas y el ruido más estruendoso que escuchas es el que provocan los chavales del botellón debajo de tu casa.
Ese mismo fraternal progre que manda adhesiones virtuales, que secunda las cadenas de cibermensajes o firma comunicados masivos junto a líderes mundiales que viajan en business, ese hipócrita de salón que coloca flores en Internet mientras degusta una pizza a los tres quesos, el que solo ve víctimas si las ha causado Israel, es el mismo que vomita insultos como proyectiles contra cualquiera que ose defender la razón, contra quien siente compasión por todas las víctimas, sean de donde sean, y desprecia a sus verdugos, tengan la nacionalidad que tengan.
Estos días abundan los samaritanos que habitualmente odian al compañero de oficina o al facha con el que se cruzan en el portal, pero entienden al terrorista de Hamás, salvo que le tuvieran alquilado en la puerta de al lado de su casa. Viven de proclamas trasnochadas e hipócritas, de eslóganes que caben en un imán de nevera, cuando lo que está en juego son nuestros valores, nuestro sistema de bienestar, ese progreso que nos ha colocado en el lado del mundo donde los hospitales no son bombardeados, ni los pueblos arrasados, ni los bebés decapitados. Mujeres que dicen defender los derechos de las mujeres y se alinean con regímenes donde a las que quieren ser como ellas las lapidan por quitarse el velo.
Esa es la sociedad egofatua que tenemos, harta de colesterol y vacía de moral, la que canta raps pacifistas mientras Europa cierra aeropuertos y manda a sus Ejércitos a las calles a blindarnos de una amenaza creciente. Los malos se aprovechan de que las democracias se defienden con las manos atadas, porque antes que nada –por fortuna– hay que preservar la libertad y los derechos humanos que disfrutamos; ellos, en sus autocracias, no tienen límites en sus atrocidades.
Nadie como el coronel encarnado por Jack Nicholson en la película Algunos hombres buenos ha retratado ese cinismo woke, cuando recordaba que para defendernos del odio no basta con no odiar: «Tú te acuestas –le decía al abogado bien pensante interpretado por Tom Cruise– bajo la manta de libertad que yo te proporciono y luego cuestionas el modo en que te protejo».
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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