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Breve tratado del consuelo

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Delphine Horvilleur publicó Vivir con nuestros muertos el año pasado

En enero de 2015, un ataque terrorista del integrismo islámico acabó en París con la vida de 12 personas, entre redactores e ilustradores del semanario satírico Charlie Hebdo. Otros 11 inocentes resultaron heridos.

Una de las víctimas mortales de la masacre fue la psicoanalista y escritora Elsa Cayat,  quien estaba a cargo de una las columnas más celebradas de la revista, «Charlie Divan», crónica humorística quincenal en torno a temas no siempre psicoanalíticos.

“Una mujer erudita, antirreligiosa, judía sefardí, psicoanalista francesa, militante feminista, madre cariñosa, amiga sin reservas, alma cultivada y bocazas”. Así la describe Delphine Horvilleur en su libro Vivir con nuestros muertos (Libros del Asteroide, 2022). Cayat es una de las 12 muertes, diré más bien vidas, conmemoradas por la Horvilleur en este libro de solo 190 páginas, subtitulado sin rodeos como “pequeño tratado del consuelo”. Volveré con Elsa Cayat, un poco más abajo.

Nacida en Nancy, en 1974, Horvilleur estudió medicina en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Costeó en parte sus estudios trabajando como modelo, antes de decidirse por ejercer el periodismo en Israel para medios de su Francia natal. Su inclinación a la filosofía y las tradiciones judaicas la llevaron a hacer estudios talmúdicos en Nueva York. Fue allí donde en 2008 recibió su ordenación rabínica.

No abundan las rabinas. Antes de la Horvilleur, la única de quien tenía yo noticia era la protagonista de Yentl, el muchacho de la Yeshivá,  un hermoso cuento de Isaac Bashevis Singer. Según la contratapa de su libro, Delphine Horvillleur ha sido la tercera francesa en conseguir hacerse rabina. Justo terminaba de leer su libro profundo y cautivante sobre el oficio de acompañar el dolor de los deudos —un libro, sin embargo, nada lúgubre sobre la muerte y los saldos emocionales que agobian a los sobrevivientes— cuando Hamás lanzó su ataque contra Israel.

Arropante y angustiosa como es para todos esta nueva irrupción de la guerra en Oriente Medio, el libro de la Horvilleur no ha cesado de aguijarme desde que lo cerré.

El estudio de la anatomía, la biología celular y la embriogénesis abonaron en la rabina la convicción de que lo que se niega a morir  “se vuelve tumoral”; el exceso de vida, afirma, nos condena. No llegó a hacerse médica ni investigadora celular, pero afirma que las ciencias de la vida le infundieron la idea de  que en la muerte puede haber lugar para los vivos a condición de ampliar ese lugar mediante la fuerza de sus historias.

En sus oficios fúnebres la rabina se convierte no solo en narradora de las vidas que despide sino en su minuciosa comentarista, en su intérprete a menudo despiadada: es así como atiende el dolor de los deudos, ceñida al principio de que los ritos del duelo deben permitir a los que se quedan atravesar la prueba de la supervivencia, algo que por definición no está en manos del muerto.

Doce de estas historias, todas bien averiguadas por su autora —en  modo alguno son elegías complacientes—, componen el libro que solo en Francia alcanzó un tiraje que sobrepasó los 200.000 ejemplares; en otras lenguas, va por el mismo camino. Una de sus historias es, justamente, la de Elsa Cayat, la psicoanalista asesinada en el asalto a Charlie Hebdo.

En la ceremonia que tuvo lugar en el cementerio de Montparnasse un semana después del atentado, la hermana de Elsa presentó a la Horvilleur al grupo íntimo formado por la familia creyente y el equipo de Charlie, la revista antirreligiosa. “Les presento a Delphine —les dijo—, nuestra rabina. Pero ¡no se preocupen! que es una rabina laica”.

Esa expresión sorprendió inicialmente a Delphine, pero más tarde la acogió con entusiasmo porque, según ella, nombra una verdad profunda. “La laicidad francesa —razona— no opone la fe al descreimiento.

“No separa a los que creen que Dios vela por nosotros y a los que creen con la misma intensidad que Dios ha muerto o es una invención. No tiene nada que ver con eso. No se basa ni en la convicción de que el cielo está vacío ni en la de que está habitado, sino en la defensa de una tierra nunca repleta, en la conciencia de que siempre hay lugar para una creencia que no es la nuestra. Impide que una fe o una pertenencia acaparen todo el espacio.[…] Ser rabina laica significa que mis creencias jamás podrán ser hegemónicas ni en el seno de la nación francesa  ni en el de  la tradición judía”.

En 1995 Itzhak Rabin, el exprimer ministro de Israel fue asesinado a tiros en Tel Aviv por un fanático de la ultraderecha israelí. La tragedia ocurrió inmediatamente después de un gran mitin en apoyo a las iniciativas de paz que Rabin impulsaba decididamente desde los promisorios acuerdos de Oslo suscritos por él con el líder palestino Yasir Arafat en 1993.

Delphine, nieta de supervivientes del Holocausto que ejercía en Israel el periodismo y vivía, aunque mal avenida, con un oficial del ejército, acudió a aquel mitin funesto. Su relato, escrito en 2020, es quizá la más poderosa de todas las historias que recoge su libro.

“Han transcurrido veinticinco años desde el magnicidio. Aquella noche comprendí que mi sionismo y el del asesino de Rabin tenían tan poco que ver que seguramente no podían seguir llevando el mismo nombre”. Poco después se separó de aquel hombre y abandonó el país. Hoy afirma que Rabin fue asesinado por  un “sionismo de propietarios, un nacionalismo mesiánico” y que su vínculo con Israel está en las antípodas de toda idea de propiedad.

Actualmente ve crecer a sus hijos en Francia y se aferra, más que nunca, a una noción judía ancestral: la de la resurrección de los muertos. “Quiero esperar que exista un posible regreso a la vida de los hombres, de sus amores o de sus ideas. Me gustaría ser testigo de ello, en vida”.

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