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Lichtenberg, universo en expansión

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Por NELSON RIVERA

De los escritos de Lichtenberg podemos servirnos 

como de la más prodigiosa varita mágica: a dónde 

él gasta una broma hay un problema escondido 

Goethe

I.

En cuanto nació sus padres estimaron que no sobreviviría. La cabeza era enorme y el cuerpo no más que un puñado de huesos delgadísimos. Entonces apuraron su bautismo. George Christoph Lichtenberg vino al mundo bajo la presunción de que, muy probablemente, viviría solo unos días o semanas. No más.

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Fue el décimo séptimo o décimo octavo hijo de Johann Conrad Lichteberg, párroco protestante, y de Katharina Henriette Lichtenberg, mujer dotada abrumadora energía. Nació el 1 de julio de 1742. Muy pronto fue evidente: no tenía la talla de otros niños; en su espalda crecía la curvatura de la escoliosis; se enfermaba con alarmante frecuencia. Su capacidad para respirar era limitada.

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Hasta que cumplió los 10 años, apenas salía de su hogar. Fue educado en casa. En la familia había funcionarios, juristas, teólogos y eruditos, libros que se leían y circulaban. Se producían conversaciones que el niño escuchaba. Se hablaba de Dios, de las leyes, las ciencias y los nuevos conocimientos. Los visitantes traían novedades. El pequeño parecía jugar con los libros. Pero no era exactamente así: leía, a pesar de lo que escapaba a su comprensión.

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Cuando tenía 3 años su padre falleció. Se empobrecieron rápidamente. Katharina Lichtenberg luchaba con todo lo que tenía a mano para salir adelante. Georg recibía ayudas y becas, con las que pudo ir a la escuela.

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Finalmente, en 1763 ingresa en la Universidad de Gotinga. Tiene 21 años y una formación insólita —otra desproporción— para su edad. Sus intereses son diversos. En los cuatro años que permanece allí hace trabajos para aliviar su apurada economía. Estudia Matemáticas, Lengua, Ciencias Naturales, Literatura Inglesa (resulta un anglófilo, como su padre), Filosofía, Historia de Estados Unidos, Diplomacia, Arquitectura Civil y Militar. En ese momento, la insuperable Biblioteca de la Universidad de Gotinga, que había sido fundada tres décadas antes —1734—, se convierte para él en una especie de segunda residencia.

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En el joven religioso —y también supersticioso—, se conforma y expande una creciente racionalidad. Tiene un ansioso interés por las ciencias. En las aulas y en la biblioteca de Gotinga, y también en las clases de Abraham Gotthelf Kästner —matemático, autor de una monumental historia de las matemáticas, astrónomo (un cráter de la luna lleva su nombre), y autor de filosos epigramas—, Lichtenberg se convirtió en físico experimental, le dio forma a su deseo de ejercer la docencia. Se descubrió infatigable en el deseo de pensarlo todo. Sin pausas. Pensar, incluso, sobre el hecho de pensar. Sobre las maniobras del pensar.

II.

El joven de cabeza protuberante, pequeño y jorobado, deslumbra, aunque todavía no ha exhibido su potencial. En sus trincheras —el hogar, los libros, las aulas, la biblioteca, son sus trincheras— Lichtenberg desarrolla una mente proclive a la crítica. Analiza. Opina. Observa. Desarma las frases que escucha, a ver qué hay en ellas. A sus compañeros les gusta escuchar sus comentarios veloces, penetrantes. Hay una inconformidad, algo que se revuelve en su interior. Le gusta polemizar. Tensar sus argumentos. Por poco salta a la arena y debate. Estudia. Sabe cosas. Muchas cosas.

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Tiene 23 años cuando consigna sus primeros apuntes en el Cuaderno A, que recoge sus breves, desde 1765 a 1770. ¿Fue una idea sobrevenida, un rayo que lo activó? ¿Lo decidió en un instante? No lo sabemos. Pero que haya encabezado con una letra A en el primero de sus cuadernos sugiere que sabía que la práctica de anotar se prolongaría en el tiempo. Que las primeras anotaciones eran eso: las primeras de muchas.

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Dice la anotación inaugural: “El gran artificio de tomar pequeñas desviaciones de la verdad por la verdad misma, sobre el cual descansa todo el cálculo diferencial, es al mismo tiempo la base de nuestros pensamientos ingeniosos, en los que a menudo todo se vendría abajo si tomáramos esas desviaciones con rigor filosófico”.

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La segunda: “Nuestro entendimiento no puede abordar la cuestión de si en las ciencias y las artes es posible algo a lo que llamemos lo mejor. Quizá ese punto está infinitamente lejos, sin contar con que a cada aproximación lo tenemos menos ante nosotros”.

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En la prosa de las primeras notas hay algo obtuso: la espesura del que lucha por llevar a la escritura sus pensamientos. Ese Lichtenberg todavía joven está preocupado por el conocimiento. Se pregunta por la capacidad humana de conocer. Por la posibilidad de que el ser humano se engañe mientras observa. En el fondo, la inquietud que lo anima es la de los límites de la cognición y la ciencia. Habla de cuestiones como abstracción, lenguaje, alma y otras categorías generales.

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Sin embargo, muy pronto Lichtenberg comienza a descubrir el inmenso campo de posibilidades que le ofrece la pieza breve. El pequeño formato se adapta con facilidad a su rapidez y al impulso que lo conduce a saltar de un tema a otro.

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Y —ocurre ante los ojos del lector— aprende a sacarle buen provecho: en la anotación número 5 ya se desliza un toque de humor, cuando formula una comparación entre Pitágoras y Keller. En la 9 deja sentir el pulso del irónico, sello de su espíritu. Las anotaciones de la primera época tienen entre 5 y 20 líneas. Al llegar al número 31, una frase de 12 palabras. En la 35, cuela esta pregunta: “¿Cómo puedo aprovechar mejor esta cosa o el momento presente?”.

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A medida que avanza, la paleta de temas se ensancha: la 42 habla de alimentos. En la 45 aparece, incontestable, el primer chispazo del que será un interés recurrente: las conductas humanas: “He visto en todas partes que la fuerte ambición y la desconfianza caminan juntas”.

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También se ensanchan la apelación a los sentidos: habla de los pensamientos, pero también de lo que escucha, de lo que sueña, de lo que ve, de la propia experiencia, como en la anotación número 49: “Cuando a veces he tomado mucho café y me sobresalto por todo, podría advertir con exactitud que me sobresalto antes de oír el ruido, y que por tanto, por así decirlo, oímos más con otras herramientas que con los oídos”.

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No son aforismos, aunque así hayan sido presentados a lo largo de dos siglos, en más de 70 lenguas. Son breves de distinta extensión —apuntes—: algunos no son más que insinuaciones, frases anotadas para recordar una idea que desarrollaría más adelante (por ejemplo, “Libertad de prensa y de moler café”), otros se presentan como ensayos breves —hay unos pocos que oscilan entre 500 y 600 palabras—. Los hay como plásticas manifestaciones de su irónica belicosidad (“Utilizar el meritómetro, dividirlo en grados, 100 quizás, y medir así los méritos”), o los que resultan reveladores de su vida personal: “Vivir en fratrimonio”. También los que atestiguan su gusto por los juegos de palabras: “Filantropinas, igual que filipinas”. O los que simplemente consignan un hecho: “El señor Lessing en mi casa”. Los que dan cuenta de su cultura religiosa: “Se escriben pocas líneas como algunas del Salmo 4. Cuánto no se esconderá en las palabras: ‘Hablad con vuestros corazones en vuestro lecho; sacrificad la justicia y tened esperanza en el Señor’. ¡Una religión entera!”. O los que son sofisticadas flechas de su sarcasmo: “Jena y Gomorra”. En ciertas etapas abundan los comentarios científicos, fórmulas de distintos fenómenos de la naturaleza, constataciones provenientes de sus observaciones, citas de autores, transcripción de algunos versos.

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Escribirá breves los siguientes 35 años, hasta los días en que la muerte se aproximaba. Guiado por un impulso casi incontrolado, sumó alrededor de 8 mil anotaciones (los cuadernos se interrumpen en la letra L): el universo Lichtenberg, universo en constante expansión, en el que se suceden sin distribución temática, sin establecer secuencias, ni eludir aquellas anotaciones que hoy podrían publicarse como un microrrelato: “Si todo el mundo quedara petrificado a las tres de la tarde”. Tampoco le hizo el quite a la cuestión de su deformación física: “Su cuerpo está creado de tal modo que hasta un mal dibujante a oscuras lo dibujaría mejor, y si estuviera en su poder modificarlo, le daría a algunas partes menos relieve”.

III.

Finaliza sus estudios en 1767. De inmediato debe afrontar el asunto de sus ingresos. Da clases, toma encargos como editor. Ese mismo año aparecen sus dos obras iniciales: Historia natural de los malos escritores, principalmente los alemanes y Del provecho que las Matemáticas pueden aportar a un hombre culto.

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En 1770 se produce un encuentro providencial: viaja a Londres, acompañando a dos jóvenes alumnos, que regresan a su país. En marzo conoce a Jorge III, quien tiene afición por la astronomía (le han construido un observatorio astronómico para que pueda observar a Venus). Lichtenberg lo cautiva con su conversación. No solo es Rey de Inglaterra, también príncipe elector de Hannover. Con esa atribución en sus manos, ordena que Lichtenberg sea designado profesor extraordinario de la Universidad de Gotinga. La vida de Lichtenberg se acelera.

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Le encargan localizar la posición de varias ciudades en la superficie terrestre (localización astronómica). Va de aquí para allá. Recibe encargos científicos y editoriales. Se relaciona con sus colegas más destacados. Se encuentra con Jorge III en varias ocasiones: éste le regala libros y dinero para que pueda continuar con sus investigaciones. Le agasajan. Otorgan distinciones. Va al teatro, a museos, a cenas con aristócratas, al Parlamento. Le invitan a ver experimentos en curso y ejecuciones de criminales. Recorre parques. Lo invitan. Le preguntan por sus opiniones.

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De regreso a Gotinga avanza en sus investigaciones. A menudo, Lichtenberg, a pesar de su gusto por la conversación afilada y las reuniones con gente informada, se encierra a investigar, leer y a escribir artículos, especialmente de carácter científico (como el dedicado al fundamental asunto de la electricidad positiva y negativa).

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A partir de 1777 y hasta 1799 —22 años consecutivos—, toma la responsabilidad de editar el popular Calendario de Bolsillo de Gotinga (con ese trabajo pagaba la renta del lugar donde vivía). Lichtenberg los escribe en su totalidad: narraciones curiosas, breves artículos didácticos de carácter científico, microrrelatos humorísticos, efemérides, citas de variada procedencia, cortas biografías de escritores y artistas, descubrimientos recientes, y más: cada entrega, una pequeña muestra del espíritu polifacético de Lichtenberg. Él mismo se asombra de la cantidad de horas seguidas que pasa sin levantar la cabeza del volumen de turno.

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También en 1777 (tiene 35 años), Lichtenberg se enamora perdidamente de una florista de 12 años de edad. Tres años más tarde, cuando Maria Dorotea Stechardt tiene 15 años, se muda a una casa y la lleva a vivir con él. La decisión tiene costos sociales: amigos y relacionados se alejan. Desde su propia familia le cuestionan. Lichtenberg se dedica a formarla: le enseña a leer, la educa, pasa las tardes leyéndole, le cuenta de sus viajes, de lo que ha visto en otras ciudades y países. Sin embargo, la felicidad del escritor duraría solo dos años, cuando ya habían decidido tener hijos: Stechard, a sus 20 años, se enferma y muere en agosto de 1782. Lichtenberg se hunde en un dolor irremediable.

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Durante esos cinco años, la reputación de Lichtenberg se ha consolidado y expandido. Dicta conferencias en salones abarrotados. Construye en su casa un novedoso pararrayos —el primero de Gotinga—, adaptación del invento de Benjamín Franklin. Trabaja en el diseño y experimentos con pequeños globos aerostáticos. La fama de sus clases de física se difunde por universidades de buena parte de Europa. Recibe honores aquí y allá. Publica. Polemiza. Trabaja como editor de las obras de científicos de su tiempo. Le visitan hombres famosos: Weiland en 1779; el duque Carl August, príncipe de Weimar en 1782; Goethe en 1783; el físico italiano Alejandro Volta en 1784. De ese año data el inicio de una serie de cinco textos sobre los aguafuertes del pintor inglés William Hogarth (1697-1764). Reunidos y acompañados por las obras de Hogarth se han constituido en una de las joyas bibliográficas de la Ilustración: Explicación detallada de los grabados de bronce de Hogarth, en el que las abigarradas escenas de los grabados satíricos del pintor inglés le sirven para ejercer sus dotes de observador y crítico social.

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En 1783 toma como empleada doméstica a Margarete Elizabeth Kellner. Tiene 15 años. No tardarán en establecerse como pareja, oculta durante los primeros tiempos. Ella será la madre de los hijos de Lichtenberg, los que fallecieron y los que sobrevivieron. Con ella se casará cuando comenzó a sentir que la muerte se aproximaba.

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A partir de 1789, Lichtenberg comienza a sentir que las precariedades de su cuerpo lo acechan: tiene dificultades para respirar. En el Cuaderno F, que inicia ese año, en medio de una sucesión de anotaciones de ambición científica, escribe: “¿Por qué un pulmón que supura da tan poca advertencia y una úlcera en una uña tanta?”. Días después, esta brevísima y reveladora: “En alas de los pulmones”.

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No se oculta su hipocondría. La conoce, le sigue los pasos, escribe sobre ella: “Sin duda, si atendemos a los cuerpos hay tantos enfermos reales como imaginarios; si atendemos al entendimiento hay tantos, si no muchos más, sanos imaginarios que verdaderos”. Otro, más adelante: “A veces no estoy en condiciones de decir si estoy enfermo o sano”.

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En la última década de su vida, la mente de Lichtenberg no deja de operar. Produce algunas de sus anotaciones más sugestivas (“Aquiles, el argumento principal de toda secta”). Lidia para asegurar la manutención de su familia. Reza con fervor (“El Nuevo Testamento es el mejor manual de ayuda práctica que jamás se haya escrito”). Cada tanto pasa largos días y hasta semanas en cama, hasta que se recupera. Piensa en la muerte: “Me duele siempre que muere un hombre de talento, porque el mundo los necesita más que el cielo”.

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Su última anotación, la número 707 del Cuaderno L: “En la noche del 9 al 10 de febrero del 99 soñé que en un viaje comía en una posada, en realidad, un puesto callejero, en el que se jugaba a los dados. Frente a mí se sentaba un joven bien vestido, de aspecto un tanto dudoso, que se tomaba la sopa sin prestar atención a los circundantes, pero siempre tiraba al aire una de cada dos cucharadas, la atrapaba en el aire y se la tragaba tranquilamente. Lo que hace ese sueño especialmente curioso para mí es que hice mi observación habitual de que esas no podían ser inventadas, que había que verlas. (A ningún novelista se le ocurriría tal cosa). Y aun así yo las había inventado en ese momento. En el juego de dados se sentaba una mujer alta y enjuta, y bordaba. Pregunté qué se podía ganar. Ella dijo: “Nada”, y, cuando le pregunté si se podía perder algo, ella dijo: “No”. Lo tomé por un juego muy importante”.

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Lichtenberg murió dos semanas después de la última anotación que hizo: el 24 de febrero de 1999. La viuda tenía 31 años. Los seis hijos que le sobrevivieron eran todos menores. Su fallecimiento conmovió a Gotinga. La movilización y concurrencia a su sepelio quedaron fijadas por varios cronistas. Uno de ellos escribió: “Gotinga perdió su mejor alma”.

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La vida de Lichtenberg es la de un hombre que conquistó un estatuto, una autoridad. Vivió rodeado de cierta aura, de cierta fama. Cuenta Rüdiger Safranski, en su morosa biografía de Goethe, que, entre los expertos a los que el sabio consultó su teoría de los colores, estaba Lichtenberg, a quien envió un texto sobre sombras de color. “Lichtenberg le contestó en un tono reverente e ingenioso. Dejó entrever que consideraba a Goethe un empirista ingenuo (…). Lichtenberg alabó las observaciones de Goethe, pero describió otras observaciones y otros resultados, y le aconsejó libros de consulta. Goethe tenía en alta estima a Lichtenberg y por el momento le perdonó sus reservas frente a su teoría de los colores (…). Pero cuando más tarde Lichtenberg, en su manual de óptica, no citó ni una vez las investigaciones de Goethe, éste rompió toda relación con él”.

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Ese episodio es revelador: tiene el mismo sello —rigor, firmeza, un modo preciso de pronunciarse ante la realidad— que ha hecho de los ‘aforismos’ una obra tan duradera, a pesar de que en ella hay varios centenares de notas de orden científico que, más de dos siglos después, han perdido su vigencia.

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A Lichtenberg lo han elogiado pensadores de vara alta: Lessing, Nietzsche, Schopenhauer, Canetti, Gómez Dávila y otros. Lo han hecho con argumentos. Se le ha comparado con Montaigne, en un ejercicio un tanto forzado. Y a pesar de que “la gran influencia de Lichtenberg” es una especie de tópico que se reproduce de reseña en reseña, es muy probable que, en realidad, su irradiación acumulada en el tiempo sea más extendida y profunda de lo que puede verificarse a primera vista.

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La pregunta de si puede sostenerse —creerse— que esas 8.000 anotaciones estaban dirigidas a sí mismo pertenece al género de lo que no tiene respuesta. Sabemos que fue un abanderado de la Ilustración. Sabemos que se pasó la vida persiguiendo las pequeñas y las grandes cosas para poner luz sobre ellas. Sabemos que elementos de su intimidad se asoman en algunas de las notas. Pero no sabemos si Lichtenberg quería que fuésemos testigos de todo ello. Lo que sí sabemos, como le ocurrió a Günter Grass, es que una frase del insumergible pensador de Gotinga (“Dime, ¿hay algún país fuera de Alemania en el que se aprenda a arrugar la nariz antes que a sonarse”) cambió el rumbo de su pensamiento.

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Quizá para los lectores del siglo XXI, escuchar a Lichtenberg pueda resultarnos extravagante o improbable. Sin embargo, no guardo duda de esto: hay en ese mar de 8.000 anotaciones muchas, muchísimas, que nos muestran los hechos con peculiar luminosidad. En Lichtenberg hay una reivindicación de la distancia: la distancia del observador, asumida como el punto de partida del entendimiento; la distancia como punto de partida desde el que leer la hondura de los pequeños asuntos de la experiencia; la distancia como el más corto recorrido desde el que afrontar la inconmensurabilidad del mundo.


*Aforismos. Georg Christoph Lichtenberg. Edición: Feliciano Pérez Varas. Traducción:  Manuel Montesinos Caperos. Ediciones Cátedra, Grupo Anaya, España, 2009.

*Cuadernos. Volúmenes I, II, III, IV y V. Georg Christoph Lichtenberg. Introducción: Jaime Fernández. Traducción: Carlos Fortea. Hermida Editores. 2015, 2016, 2017, 2019 y 2020, respectivamente. España.

*Goethe. La vida como obra de arte. Rúdiger Safranski. Traducción: Raúl Gabás. Editorial Tusquets. España, 2015.

*Artículos y opiniones (1955-1971). Günter Grass. Traducción: Carlos Fortea. Editorial Galaxia Gutenberg. España, 2004.

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