Apóyanos

Irrevocable, absoluto, total. Fragmentos

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Por WILLIAM NEUMANN

(…)

Chávez anunció que tenía cáncer en 2011. Los detalles de su enfermedad y el tratamiento médico que recibió en Cuba siguen siendo un misterio. No quiso decir qué tipo de cáncer sufría ni en qué parte exacta del cuerpo se lo habían encontrado. Pero las elecciones presidenciales estaban programadas para el año siguiente, así que en enero de 2012 Chávez anunció que se había curado y se preparó para la campaña. Las elecciones presidenciales debían celebrarse en diciembre, pero ese año se cambiaron para octubre. Chávez no tenía mucho tiempo para llegar a la meta. Los precios del petróleo estaban altos y el gobierno aumentó el gasto presupuestario. Construyó miles de apartamentos y casas, y Chávez apareció en programas semanales de televisión, como programas de concursos, en los que el mandatario entregaba a familias agradecidas las llaves de sus nuevos hogares. Se gastaron millones en importar lavadoras y secadoras, televisores y carros, que se regalaban o vendían a precios subsidiados. Se anunciaron también nuevos proyectos de obras públicas y se apresuraron para mostrar los avances de los que ya estaban en marcha.

Uno de esos proyectos era una línea de tren elevado en una gran barriada pobre de Caracas llamada Petare. Las obras llevaban años en marcha. Ahora las cuadrillas empezaron a trabajar veinticuatro horas por día. Petare, con sus decenas de miles de familias pobres, por mucho tiempo había sido una base de apoyo importante para Chávez. Pero en 2008 un candidato opositor a la alcaldía obtuvo mayoría de votos en Petare. El resultado hizo saltar las alarmas del chavismo: había que hacer algo para apuntalar esa base.

El proyecto, llamado Cabletrén Bolivariano, tenía que ver más con la política que con el transporte. Habría tres estaciones en el trayecto de aproximadamente un kilómetro. En teoría, el Cabletrén formaría parte de una gran red de transporte interconectado e iba a enlazarse con una nueva línea de metro y un nuevo tren suburbano. Pero los demás proyectos nunca se construyeron y el Cabletrén Bolivariano se convirtió en un tren a ninguna parte, que no conectaba nada con nada (1).

Su construcción estaba a cargo de Odebrecht, la gigantesca empresa brasileña de ingeniería, y de Doppelmayr, una empresa austriaca especializada en trenes por cable. Cuando se acercaba el día de las elecciones, los funcionarios del gobierno informaron a los contratistas que Chávez quería organizar un evento para hacer gala del Cabletrén Bolivariano. ¿Podría montarse en el tren en su recorrido inaugural? ¿O hacer un viaje de prueba?

Los contratistas respondieron que era una bonita idea, pero que todavía no estaban tan avanzados. Ya habían instalado las estructuras elevadas y las vías, se podían ver las columnas de concreto impolutas sobre el barrio. Pero el sistema de tracción necesario para mover el tren —el cable o guaya, los motores, las ruedas de toro y el resto de la maquinaria— no estaba instalado. Tampoco el sistema informático, para controlar los trenes automáticos. Ni siquiera tenía conexión eléctrica.

En otras palabras, estaban las vías, pero no había forma de hacer que un tren circulara por ellas.

Los funcionarios escucharon esta explicación y repitieron: el presidente quiere montarse en el tren.

En una reunión en agosto, Haiman El Troudi, ministro de Transporte Terrestre, se impuso. Jorge González, un ingeniero español que trabajaba para Doppelmayr, le había explicado por qué no se podía hacer funcionar el tren y El Troudi lo interrumpió:

“¡Ningún ingeniero europeo le va decir al pueblo de Venezuela qué es lo que se puede o no se puede hacer!” (2).

(…)

La primera tarea fue ensamblar un tren. Con una grúa, subieron las piezas a la vía: las ruedas, el chasis, la carrocería, los asientos y los accesorios. Gran parte del trabajo tuvo que hacerse de noche porque la grúa bloqueaba el tráfico en una autopista importante junto al trayecto del Cabletrén.

Esa era la parte fácil. Hacer que el tren se moviera era el verdadero reto.

La línea tenía tres estaciones. El equipo de Doppelmayr colocó el tren en un extremo de la línea, en una estación llamada Petare II. En el otro extremo de la línea, a más o menos un kilómetro de distancia, instalaron un cabrestante eléctrico. A continuación, tendieron un cable o guaya delgada a lo largo de las vías entre las dos estaciones. Un extremo de ese cable lo unieron al tren que habían ensamblado. El otro, lo metieron en el cabrestante. El plan era hacer avanzar el tren muy lentamente y rezar para que nada saliera mal.

La gran incógnita era si el cable provisional sería tan fuerte como para mover el tren sin romperse. La estación de Petare II estaba cuesta abajo respecto a las otras dos estaciones. Esto era importante. El tren no tenía frenos (en condiciones normales estaría sujeto al cable de tracción que mueve el tren y también lo frena). Cuesta arriba, podían jalar el tren y controlar su velocidad con el cabrestante. Pero si el cable se llegara a romper, el tren iría cuesta abajo, de regreso a la estación de Petare II, y a medida que bajara ganaría velocidad. No habría forma de detenerlo. Por eso importaba la topografía. La subida desde Petare II hasta la estación intermedia de la línea, donde Chávez vería el simulacro, era modesta. Pero desde la estación central hasta el otro extremo de la línea, donde estaba el cabrestante, la subida era más pronunciada. Y una subida más pronunciada suponía más tensión para el cable.

(…)

Esta operación les tomó casi todo el mes de septiembre. Tuvieron que instalar generadores de energía para los equipos. Tuvieron que acicalar la estación que visitaría Chávez y colgar pancartas para ocultar las zonas inacabadas. Además, los andenes tenían puertas de cristal automáticas que se abrían para permitir a los pasajeros subir y bajar del tren. En esta ocasión se accionarían a mano. El tren tenía que detenerse en el punto exacto para estar alineado con las puertas. Tuvieron que practicar varias veces para hacerlo bien.

Las elecciones estaban previstas para el 7 de octubre.

El día fijado para que Chávez visitara el proyecto del tren era el 29 de septiembre.

* * *

(…)

Las cámaras del Canal 8 mostraron a Chávez acercándose a un grupo de cientos de simpatizantes reunidos cerca de la entrada de la estación. Muchos de ellos llevaban camisetas y gorras rojas. Algunos sostenían globos de aluminio amarillos, azules y rojos en forma de corazón que representaban el lema de la campaña de Chávez: “Chávez, corazón del pueblo”. Coreaban: “¡Uh-ah, Chávez no se va”. Mientras Boris narraba a los televidentes, Chávez se acercó a la barrera de seguridad que retenía a la multitud. Estrechó manos, besó a una niña en la mejilla y sostuvo en alto a un bebé. Boris dijo que quería puntualizar algo importante. Aunque no formaba parte del plan, continuó Boris, Chávez había decidido de improviso hablar a la gente feliz que había acudido a verlo. “Para nadie es un secreto —dijo Boris a su audiencia— que cada vez que el presidente tiene la oportunidad de compartir con la gente lo hace, ya que quizás es el mecanismo más directo, claro y expedito para conocer la verdadera opinión del pueblo sobre las situaciones que atraviesa en su vida”.

Al cabo de unos minutos, Chávez se señaló la muñeca para indicar que se le había acabado el tiempo. Se despidió de la multitud y subió unas escaleras hasta la estación elevada.

Maduro, que entonces era ministro de Relaciones Exteriores, y El Troudi, ministro de Transporte, lo esperaban en la estación. La cámara mostró a Chávez y a sus ministros y luego retrocedió a un plano general. Allá, a lo lejos, se veía al tren salir de la estación Petare II y dirigirse por las vías, muy lento, hacia el presidente.

(…)

La cámara volvió a Chávez. Sostenía un micrófono. Ordenó que comenzara la cadena nacional. Sonaron algunos acordes del himno nacional y, a continuación, el tricolor nacional recorrió la pantalla. Chávez dijo que interrumpía la programación habitual para llevar el acontecimiento en directo a toda la nación. De repente, todo el que estuviera viendo la televisión (excepto en algunas emisoras de cable), o escuchando la radio, veía o escuchaba a Chávez. Dijo que estaba allí para iniciar las pruebas del Cabletrén Bolivariano. “Estas son obras del gobierno socialista —dijo— para que el pueblo viva cada día mejor, porque esa es la idea, darle, como dijo Cristo, a Dios lo que es de Dios, al César lo que es del César y al pueblo lo que es del pueblo”.

(…)

Chávez sujetaba el micrófono con la mano derecha. En la izquierda llevaba un walkie-talkie. Dijo que era un Motorola. Hubo una salida en falso y hubo que ajustar el volumen del radio. Entonces Chávez dio la orden. “Operador Jorge, operador Jorge… —dijo—, inicie usted el movimiento del Cabletrén Bolivariano de Petare”.

Chávez era como un niño con un tren nuevo el día de Navidad.

—¡Allá viene el tren! —gritó—. ¡Ji ji¡ ¡Uuuuh!

Sin embargo, el tren avanzaba tan despacio que era difícil saber si se movía.

—Pero ¿se está moviendo? —preguntó Chávez.

El Troudi le dijo a Chávez que el tren avanzaba despacio porque era una prueba.

Chávez se volvió hacia la multitud que estaba en la calle. Había altavoces instalados para que pudieran oírlo. Transmitió la información: “Se está moviendo, claro, viene poco a poco porque estamos probándolo”. Era como un juego de teléfono con altavoces.

Chávez preguntó a El Troudi cuándo se abriría el tren al público. El Troudi le dijo que las pruebas continuarían dos meses más y que el tren empezaría a transportar pasajeros el 10 de diciembre. (Esto, por supuesto, no era cierto. El Troudi había estado presente en las reuniones en las que se discutió el proyecto y en las que se dejó claro que el tren no estaba a punto de terminarse).

Chávez se volvió hacia la multitud de espectadores: “¡El 10 de diciembre entra en operación completa! —dijo—. ¿Cuándo pensaron ustedes que Petare tendría un tren? Eso solo es posible en…”, hizo una pausa para que la multitud terminara la frase. Era una llamada y respuesta a la que estaban acostumbrados. En la señal de televisión no se oía la respuesta de la multitud, pero Chávez la dijo: “¡Socialismo!”. Y dijo más: “El reino de Dios en la tierra, el reino de Cristo en la tierra…”. Su voz se alzó excitada: “¡Ahí viene el bicho, compadre!”. Se refería al tren, no al reino de Dios. Todavía no.

El tren se arrastraba hacia ellos. “Mira cómo baila, viene bailando bolero, pero dentro de poco estará bailando merengue”.

(…)

Al acercarse el tren, Chávez se dio cuenta de que no lo conducía nadie y preguntó que cómo funcionaba. El Troudi le dijo que el tren era automático, que no había un maquinista adentro. Chávez se volvió de nuevo hacia la multitud de la calle. “¡No hay conductor!”, gritó. El presidente se rió. Realmente la estaba pasando muy bien. Pareció dirigirse a una mujer entre la multitud: “Oye, mira, no tiene conductor, no tiene chofer, ¿estás viendo, negra?”.

(…)

Chávez estaba encantado con el tren sin conductor. Con el recuerdo de la broma. Con el sol. Con la multitud. Se rió y dijo: “Pero este no es Drácula, este es el tren de Petare que no tiene chofer”. Le volvió a preguntar al ministro: “Ajá, ¿y cómo anda si no tiene chofer?”. El ministro respondió: “Es automático”. “¡Automático! —gritó Chávez a la multitud—. ¡Pura modernidad!”.

¡Qué país! ¡Qué momento para estar vivo! Ayer un satélite. ¡Hoy un tren automático!

El tren se detuvo en la estación. Las puertas se abrieron y Chávez se montó. También lo hizo su séquito. Maduro, El Troudi y otros funcionarios del gobierno y el equipo de seguridad de Chávez; también un equipo de televisión, un fotógrafo y personas que trabajaban en el proyecto del Cabletrén. Chávez echó un vistazo al tren. Todo estaba reluciente y nuevo. Los asientos de plástico de los laterales eran rojos, el color de la revolución. Los asientos del final eran azules, el color de la esperanza. Las ventanas estaban impecables.

Chávez dijo: “Cierren las puertas, que vamos a rodar”.

En ese momento el telespectador percibe cierta confusión. En la televisión se pudo ver cómo El Troudi parecía echar a varias personas del tren. Maduro dijo algo que no se pudo discernir, pero que al parecer era un intento de persuadir a Chávez para que no hiciera el viaje en el tren. Chávez respondió: “No, Nicolás, yo no me pierdo un recorrido aquí” (era el mismo argumento que, unas semanas antes, El Troudi había esgrimido ante los técnicos de Doppelmayr: es el tren de Chávez y se va a montar si quiere).

Nadie parece habérselo dicho al presidente, y desde luego nadie se lo dijo a los telespectadores en casa, pero había un problema. Con tanta gente a bordo, el tren pesaba mucho más de lo que pesaba cuando hacía su recorrido entre estaciones.

Las puertas se cerraron. Chávez seguía en el aire, seguía hablando. En todo el país, la gente miraba la televisión o escuchaba la radio. No eran conscientes de la desgarradora incertidumbre que se apoderaba del pequeño grupo de personas que estaban al tanto, en la plataforma de la estación, en el tren y en la sala de máquinas situada debajo de la estación, al final de la línea.

El cable había funcionado sin romperse para remolcar un tren vacío, pero ¿aguantaría con un tren lleno? ¿Y aguantaría remolcando un tren más pesado en una pendiente más pronunciada? ¿Y si el cable se rompía y el tren, con Chávez a bordo, sin frenos, se descarrilaba cuesta abajo…?

“Me preocupó su seguridad”, me dijo mucho después una persona que estaba en la plataforma y sabía lo que pasaba. Otra, que estaba en la sala de máquinas con los técnicos que manejaban el cabrestante, me dijo: “Fue una locura. Estábamos todos preocupados de que la guaya se rompiera”.

Chávez, sin embargo, parecía no darse cuenta del pánico que crecía a su alrededor. Hablaba para llenar el tiempo en el aire, esperando el viaje en tren que le habían prometido. Dijo que el nuevo tren supondría un aumento del consumo eléctrico, por lo que el país debía avanzar en sus planes para construir más capacidad de generación. Reflexionó sobre cómo mejoraría la vida de la gente. “Obras de la Revolución —dijo Chávez—, obras son amores, una revolución que cumple con el pueblo”. Chávez se situó en la parte delantera del tren, mirando las vías hacia la estación más lejana. Al parecer, habían expulsado a los que llevaban las cámaras de televisión, así que ahora se lo veía desde fuera, por la ventanilla del tren. Al fin el tren empezó a moverse. A trepar despacio. En dirección a la siguiente estación. “¡Qué maravilla!”, dijo Chávez. Le gustaba estar por encima de los ranchos de Petare. “Parece que vamos en un avión”. Entonces el tren se detuvo. Se había alejado solo unos metros de la estación. El viaje entero duró sesenta y siete segundos.

Se oía un cruce de voces ininteligibles alrededor de Chávez y una orden crepitando en la radio. Entonces Chávez dijo: “Vamos a devolvernos. Ya hicimos un corto recorrido”.

Pero el tren aún no se movía. No iba para adelante ni para atrás. Un cabrestante solo puede jalar. El propietario invisible del carro de Drácula podía empujar, pero el cabrestante no. Para devolver el tren a su punto de partida habían instalado un segundo cabrestante, en el otro extremo de la línea, en Petare II. También un cable delgado lo conectaba al tren. Ahora hubo una pausa, mientras se activaba el segundo cabrestante para mover el tren para atrás. Mientras el tren estaba detenido entre la ida y la vuelta y manos invisibles se afanaban con la maquinaria, hubo una conversación filosófica a bordo del Cabletrén Bolivariano que se transmitió a toda la nación. El Troudi, ministro de Transporte, le dijo a Chávez que el Cabletrén ahorraría tiempo a la gente al acortar sus desplazamientos. “Eso es muy importante”, dijo Chávez. Los telespectadores veían el exterior del tren, la estación y a la multitud en la calle mientras escuchaban las voces sin cuerpo que estaban dentro. El tren ahora retrocedía muy lentamente. No hacía ningún ruido: un silencioso y costoso tubo de metal con el comandante adentro. “Como decía Carlos Marx, el hombre no puede terminar siendo un desecho del tiempo. En el capitalismo, el humano termina siendo un esclavo del tiempo, un esclavo del trabajo”. Esto le pareció a Chávez un buen momento para que Maduro se sumara a la conversación. “¿Ah, Nicolás? —preguntó—. ¿Qué opinas tú?”.

Parecía haber sorprendido a Maduro, como a un alumno que mira por la ventana cuando el maestro pregunta algo.

—Es tiempo para la vida, presidente, y una vida… —buscó a tientas algunas palabras nuevas, pero solo encontró las viejas— con tiempo.

—¿Qué significa eso? —dijo Chávez.

—Bueno, una vida con un nuevo tiempo, pues… —hizo una pausa—. Una nueva época… —buscó algo que complaciera al maestro— de felicidad.

Chávez se echó a reír. Se podía oír riendo a alguien más, quizás a Maduro. Era absurdo, llenaban el tiempo, mataban el tiempo, hablando sobre un tren que debía ahorrar tiempo a la gente mientras se deslizaba muy lento hacia atrás, colgado al final del cable delgado, a la deriva, un yoyo en cámara lenta guindado de una cuerda.

—Un nuevo ciclo —dijo Chávez—. Es una nueva vida de verdad, es una nueva vida, es una nueva Venezuela la que está naciendo. Estos son frutos de una siembra.

El tren se detuvo por fin y Chávez bajó. Tenía la cara hinchada y cansada y caminaba con rigidez.

(…)

En la ceremonia de inauguración, en 2013, Maduro dijo que el dinero para construir el Cabletrén había salido de “la renta petrolera que ingresa a nuestra patria”. Esas riquezas, dijo, antes terminaban en las cuentas bancarias de la burguesía parasitaria que había saqueado el país. Ahora, concluyó, las riquezas de la nación van al pueblo.

Odebrecht, la empresa brasileña que fue la contratista principal del proyecto, pronto se vería envuelta en un enorme escándalo de corrupción que se extendió a toda América Latina. En 2016, la empresa se declaró culpable ante un tribunal federal de Nueva York de haber pagado 788 millones de dólares en sobornos y comisiones ilegales para obtener contratos en doce países (3). Esto incluía 98 millones de dólares en sobornos en Venezuela. Además, el jefe de Odebrecht en Venezuela, Euzenando Prazeres de Azevedo, declaró a los investigadores brasileños que la empresa había canalizado millones de dólares en contribuciones secretas de campaña a políticos del gobierno y de la oposición en Venezuela, entre los que incluyó 35 millones de dólares a la campaña presidencial de Maduro en 2013 (4).

¿De dónde salió todo ese dinero para sobornos, comisiones ilegales y contribuciones? Reuters informó que el gobierno venezolano adjudicó a Odebrecht al menos treinta y dos proyectos por valor de 40.000 millones de dólares (5). Los contratos proporcionaron el dinero para los sobornos. En palabras de Maduro, procedía de la renta petrolera, las riquezas de la nación.

* * *

¿Qué ocurría aquel día de septiembre de 2012, cuando un Chávez enfermo dio un paseo de sesenta y siete segundos en su Cabletrén Bolivariano? ¿Sabía Chávez que todo era una farsa o también lo engañaban? Andrés Izarra, ministro de Información, estaba allí, pero me dijo que desconocía el subterfugio. Su único trabajo aquel día era asegurarse de que no hubiera contratiempos con la transmisión televisiva. No como en Aló, presidente, donde estaba al mando y sabía lo que era mentira y lo que era verdad. Cuando se tejen ficciones dentro de ficciones, hasta los tejedores de ficciones pueden acabar perdidos, atrapados en el laberinto de espejos que han creado.

Y sin embargo Chávez se burló de Maduro: “Yo no me pierdo un recorrido aquí”. Sacó a colación el chiste del carro de Drácula: un carro averiado sin conductor al que empujaban por detrás. ¿Estaba jugando con sus manipuladores? ¿O solo era un hombre enfermo que intentaba sobrevivir a otro largo día? La campaña lo había agotado. Tenía cáncer de nuevo, si es que alguna vez se curó. ¿Qué era espectáculo y qué realidad? ¿Para qué alertar de la farsa al comandante esta vez, cuando lo habían engañado antes tantas veces? Cuando El Troudi le dijo a Chávez que el tren iba a comenzar a funcionar en diciembre y Chávez lo repitió, ¿lo engañaban o él participaba en el engaño?

Los trabajadores de Doppelmayr, que trabajaron día y noche para arreglar el tren de Chávez con las guayas y los cabrestantes, tenían un nombre para el simulacro. Lo llamaban el show.

Era el show de Venezuela que se desarrollaba en directo, por televisión, en cadena nacional.

(…)

Caracas. Es 4 de octubre de 2012. Chávez tiene hoy el mitin de cierre de su campaña para la reelección. Está enfermo. Se le nota. Nadie en el gobierno lo admite, no se habla de ello, pero el hombre se está muriendo. Tiene la cara hinchada y parece abotargado, tal vez por efecto de la medicación contra el cáncer que pretende haber vencido. Una inmensa multitud, vestida de rojo, acude a lo que parece intuir que puede ser el último acto de Chávez. La gente viene de toda Caracas o es transportada en autobús desde otros estados. Llegan al centro de la ciudad por decenas de miles, llenan la avenida Bolívar y las calles cercanas. Hay un enorme escenario con una amplia pasarela que sobresale entre la multitud.

Hoy, 4 de octubre, es también la fiesta de San Francisco de Asís. Y en este día la tradición dicta que llueva en Caracas. Pero no una lluvia cualquiera. Es el día de lo que se conoce como el Cordonazo de San Francisco. Se dice que ese día, cada año, el cielo se abre y desata un torrente sobre la tierra. Cordonazo hace referencia al cordón, una cuerda o soga que un monje lleva como cinturón alrededor de su hábito. Se cuenta que el día de su fiesta, San Francisco se quita el cordón y azota la tierra con él, castigando a los malvados con rayos y centellas, truenos y lluvia torrencial. En una versión más benéfica, sacude las nubes para liberar la lluvia.

Ya llueve cuando Chávez sube al escenario a primera hora de la tarde, una lluvia cálida y bienvenida en un día caluroso. Se dirige a la multitud para cantar el himno nacional. Va vestido de oscuro, una sorprendente variación del rojo habitual.

La puesta en escena es brillante. Está solo en el escenario, una figura solitaria vestida de oscuro, rodeada y elevada por encima de las masas de rojo que la adoran. Sostiene un micrófono inalámbrico. A veces lo agarra con las dos manos como si rezara. Su voz retumba en el centro de Caracas a través de altavoces gigantes.

Una enorme pancarta de campaña proclama: “Juntos por siempre”.

—¿Quién es el candidato de la vida? —pregunta Chávez a la multitud.

—¡Chávez! —responden.

Chávez maneja a la multitud como un maestro. Lo aclaman, agitan banderas. Les canta y ellos cantan con él. Está en juego nada menos que la vida de Venezuela, les dice. Juntos alcanzan una especie de éxtasis.

La lluvia cae con más fuerza. Parece deleitarse con el agua; le resbala por la cara, empapa su ropa. La multitud —la gente, su gente— también está empapada.

—Hemos sido bañados por el agua bendita del Cordonazo de San Francisco —dice—. Con esta lluvia de San Francisco nos consideramos bendecidos por la mano de Dios, de Cristo Redentor.

Todo es un preludio de su victoria electoral tres días después.

—¡Gana Chávez el 7 de octubre! ¡Gana la patria! —grita.

Cuando termina, le entrega el micrófono a un asistente y continúa, bajo la lluvia, bebiendo la adulación de las masas. Baila y corre por el escenario, demostrando su vigor, su inmortalidad.

(…)


*Todo se puede poner peor. William Neuman. Editorial Dahbar. Venezuela, 2023.

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