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El placer de elogiar la Academia (o quien pierde la historia pierde la guerra)

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Me complace insistir, otra vez, en estas ideas y hechos. Mientras el régimen castrista, responsable de los crímenes, carencias, infortunios y exilios de millones de cubanos, se empeña en borrar, adulterar y negar los derroteros de la nación isleña, en cambio, lo mejor de nuestra intelectualidad en la diáspora, desde hace más de medio siglo, se viene esforzando por abrazar la historia como una especie de tabla de salvación. Una imagen que, sin lugar a dudas, nos persigue. O que quizás perseguimos los cubanos, aunque algunos no lo perciban así.

Fuera de Cuba varias organizaciones se han atrevido a enfrentarse a la dictadura de la desmemoria, la manipulación histórica y la represión intelectual, que son armas —de otro fuego— muy útiles para los arquitectos, los publicistas y los gendarmes del socialismo real, y que como sabemos tienen un alcance que trasciende a la llamada «Revolución cubana», e incluso a Latinoamérica. Más de uno de sus fantasmas siguen recorriendo el mundo.

Una de estas instituciones de resistencia es la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio (AHCE). Para quienes integramos este grupo, es evidente que la investigación, el rescate, la conservación y la difusión de la historia (no su caricatura, terrible y de mal gusto) de Cuba y sus exilios: es un reto irremediable, una deuda con el futuro. Una obsesión a veces. Por suerte.

A pesar de nuestra condición de exiliados, incomprendida por no pocos, podemos sentirnos afortunados de este nervio cardinal —de mérito, no de multitudes— de la sociedad civil cubana en el exilio que es la AHCE. ¿Acaso no es el exilio el único espacio donde persiste una real sociedad civil cubana? En la isla, bajo la bota totalitaria, aún solo palpamos proyectos, intentos (vitales en la resistencia), anhelos, espejismos de sociedad civil. Aquí la hemos apuntalado, rearmado y edificado con vehemencia y paciencia de exiliados, que son vehemencias y paciencias muy particulares (debería entenderse).

Desde su fundación, la AHCE se ha propuesto salvar la historia de Cuba. Me gusta indagar en esta imagen: salvar la historia para salvar un país. Un trabajo que, usando una frase popular en la isla, «se las trae». Contra viento y marea, la AHCE lo ha ido consiguiendo, echándole mano, muy inteligentemente, a diferentes manifestaciones y géneros alineados (y a veces alienados) con este fin: desde la historia pura y dura hasta la literatura, la dramaturgia, el periodismo, la fotografía, la radio, el documental o el audiovisual en general. Autores de varias generaciones, es decir, de varios exilios, confluyen en esta singular Academia.

Así, de esta manera en que fluye la AHCE, y otras instituciones que le han precedido, se ha venido contando la verdadera historia nuestra, con una voluntad increíble, a veces subvalorada, sobre todo tratándose de una historia tan fragmentada, censurada y marcada por el temor del olvido. Es llamativo como, al asumir conscientemente su condición de exiliados, en no pocos cubanos ha crecido o despertado la sed de conocimiento por su historia. La ACHE es un ejemplo.

En ocasiones ocurre lo contrario, pero convertirse en exiliado, lejos de impulsar el olvido o el desapego de la raíz cultural, puede influir en otras ideas como la salvación y la esperanza, no solo ya con respeto a la situación socioeconómica y política de la isla bajo el castrismo, sino también, o sobre todo, en cuanto al descubrimiento de una motivación por la exploración histórica, en mayor o menor medida, como una forma de proyección y abrazo identitarios. No es lo mismo entenderse como un emigrante que como un exiliado. Mas allá de los hechos y la moral, se trata de conceptos donde interviene la capacidad interpretativa de la realidad que cada quien posee, la formación o deformación cultural, el nivel de compromiso y los intereses personales.

La pelea entre el rescate de la historia y su distorsión totalitaria del castrismo y sus acólitos ha sido demasiado larga y, siendo realista, su final, por mucho que se aliente en lo contrario, aún no es un signo cercano. De cualquier modo, la AHCE puede sentirse satisfecha de su existencia y resultados. Sus publicaciones, entre ellas el importante Anuario Cubano-Americano, así como las conferencias de sus miembros, son hechos a celebrar. Eso sí, urge a la Academia y el exilio promover muchísimo mas todos estos esfuerzos. Esta es hoy quizás la única carencia.

Este sábado 7 de octubre la institución realizó su segundo congreso en la biblioteca pública de Hialeah, John Fitzgerald Kennedy (JFK), con una selección de conferencias, tan amenas como diversas, aplaudidas por el público y elogiadas por sus dos fundadores claves: los doctores Octavio de la Suarée, actual presidente; y Eduardo Lolo, expresidente y actual secretario. Dos pilares.

La excelencia, la especialización y la pasión por la historia se impusieron en un sólido bloque que cito íntegramente: “La sabia dubitación de Máximo Gómez”, de J. Marat-Peres; “La República que perdimos”, de Pedro Corzo; “La diplomacia en la República de Cuba”, de Guillermo A. Belt; “El aporte de los israelitas a la República de Cuba”, de Raúl Moncarz, con Ivy Torres Morales; “La Habana: las condiciones que la convirtieron en el centro de la industria musical del Caribe durante la República”, de Antonio Gómez Sotolongo; “La Patrona de Cuba y la Cuba de la Patrona”, de Julio Estorino; “Los servicios de salud en La Habana republicana”, de Federico R. Justiniani; “La polémica Chibás-Sánchez Arango: preludio de la debacle republicana”, de Octavio de la Suarée; “El beisbol cubano no escapó de la destrucción de la República”, de Jorge Morejón; “Fracasos de la República, la aparición de Fidel Castro y el ocaso de la democracia en Cuba”, de Manuel Gayol Mecías; y “La Constitución de 1940: obra cumbre de la República”, de Néstor Carbonell Cortina.

Vale acotar que estas charlas y ponencias, gracias al amigo documentalista Wenceslao Cruz, pueden consultarse en un video trasmitido en vivo desde YouTube.

Reitero una realidad que describí hace 4 años. Disfrutar de estos y otros discursos de la AHCE, que acentúan la necesidad de conocer nuestra historia, donde el exilio, el éxodo imparable, sigue siendo una constante: es asistir de manera especial a la representación del sugestivo crisol que somos. El exilio, aunque nos marca, nos concede una libertad que nos impide ser uniformes. Pensar y actuar con libertad excita no sólo el mejor entendimiento del presente, sino también del pasado. Otra gran suerte.

Sabemos —y quienes no lo sepan, ojalá al menos lo intuyan— que un país sin historia no es en realidad un país, sino una masa amontonada sin porvenir, un fracaso sostenido. Como lo sigue siendo el entristecido carnaval de la isla. Aún en los períodos más sombríos, la historia siempre podrá salvarnos de la pesadumbre, del caos vulgar y delirante, de ese abismo que es el apartamiento o el silencio de la historia.

En la desidia —nunca lo olvidemos— crece fácilmente la posibilidad —tan peligrosa— del olvido. Y a esta Academia, heterogénea y atinada, nacida de esa carga pesada que es el exilio: no le queda otro remedio que luchar contra los demonios del olvido. Hurgar, cuestionar y hallar respuestas. Registrar, razonar, compartir. Bienvenidos y bienaventurados, sean estos amigos celadores del apasionado compromiso con la historia. Una ciencia variopinta, tan inexcusable como la respiración. Una faena de resistencia que, recordando a Dulce María Loynaz: “A semejanza de los monjes medievales, es también una labor difícil, paciente y casi anónima”.

No se acaba de entender, por obvias razones sangrientas, pero las guerras culturales son tan graves como las clásicas guerras militares. Hoy el genocidio cultural enfoca sus misiles en la destrucción de la historia occidental para destruir con facilidad las esencias de Occidente. Tal como hizo el castrismo, no solo Fidel Castro, con la floreciente, aunque lógicamente imperfecta, República de Cuba.

Me permito insistir, otra vez, en esta última línea, que trasciende a la AHCE y es vital en cualquier tiempo: quien pierde la historia, corre el gran riesgo de perder la guerra.

 

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