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Prólogo a Casas muertas

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Por JESÚS SANOJA HERNÁNDEZ

Oscar Guaramato, enigmático personaje y primo de Miguel Otero Silva, lo entrevistó el 26 de octubre de 1978. Cumplía entonces setenta años y, entre las revelaciones acerca de la suerte editorial de sus novelas, destacó ésta: Casas muertas, publicada en 1955, había sido impresa, hasta 1977, veintitrés veces. Ciertamente, allí estaban las de Losada, con cubierta de Rafael Alberti, y Pasa, con ilustración de Ramón Martín Durban. Estaba la de Gallimard, traducida por René Durand, como estaba la de Praga con epílogo de Neruda y la de Seix Barral. O la búlgara y la sueca, o la italiana y la estoniana, o la polaca y la chilena, o la ecuatoriana y la brasileña y la peruana, mientras en su Venezuela Tiempo Nuevo y Monte Ávila acrecentaban las ediciones.

Diez años antes, cuando aún no entraba Miguel Otero Silva a los 60, Carlos Fuentes le escribió para solicitarle la biografía de Juan Vicente Gómez, que formaría parte de un volumen donde Carpentier escribiría de la Gerardo Machado, Monterroso la de Somoza, Vargas Llosa la de Sánchez Cerro, Donoso la de Melgarejo, Edwards la de Balmaceda, García Márquez la de Mosquera, Roa Bastos la de Francia, Martínez Moreno la de Rosas y Claribel Alegría la de Maximiliano Martínez.

La respuesta de MOS significó una retractación, pues él había aceptado antes el desafío y por eso fue incluido entre “los trece caifanes que van a lanzar un libro con los dictadores latinoamericanos como materia prima”. Argumentaba que por haber sufrido la dictadura gomecista no era el más llamado “para urdir cosas de ficción o simplemente de literatura sobre la vida del general Juan Vicente Gómez”. Y para llenar el vacío proponía a Adriano González León, quien “acaba de ganar limpiamente el Seix Barral, tiene talento y méritos para figurar en el elenco del ‘boom’ y, por añadidura, la cronología no le permitió conocer personalmente a Juan Vicente Gómez”.

En otros párrafos había confesado la verdad. Trabajaba a tiempo completo en otra novela e iba apenas por la página 40 y no deseaba “interrumpir la sprintada” nada menos que de Cuando quiero llorar no lloro, audaz experimento que lo liberó definitivamente de las herencias regionalistas o criollistas.

MOS, iniciado en la narrativa con Fiebre, en 1939, especie de relación realista/ficcional de la generación del 28, y desde entonces hasta 1954, cuando emprendió la escritura de Casas muertas, parecía como ganado por el periodismo y perdido para la literatura. La publicación de Casas muertas por Losada, 1955, resultó así un reencuentro que, desde entonces, lo volcaría plenamente a la novelística.

Se ha catalogado a Casas muertas como la segunda parte de una trilogía que comenzó con Fiebre y concluyó con Oficina No 1. La sucesión de las etapas cronológicas o la reaparición de algunos personajes fundamentan tal apreciación. Fiebre cubre el período 1928, desde los sucesos preparativos de la Semana del Estudiante, en febrero, hasta el envío de estudiantes rebeldes a Palenque, en el Guárico, cerca de Ortiz, pasando por la montonera, 1929, en la cual el autor, en la realidad, participó. Y Casas muertas, limitada a un pueblo-isla, según Fernando Aínsa, además de transcurrir en ese bienio, por la vía del recuerdo ocupa zonas del pasado, extendiéndose hasta 1890, y penetra en los primeros tiempos del petróleo en Anzoátegui, hacia donde emigraron personajes como Carmen Rosa, tan importante en el argumento de Oficina No 1, cuyo término cronológico es 1940.

Pedro A. Bello es uno de los críticos que han clasificado como trilogía a Fiebre, Casas Muertas y Oficina No 1, porque

“comparten entre sí técnicas, sucesos y personajes que traspasan, se prestan y continúan de una obra a otra el subciclo. Esto las emparenta estrechamente entre sí, pero quizá lo que más las fusiona es que todas aluden a la Venezuela que inicia su contemporaneidad con el atraso económico y cultural que trajo el gomecismo a una inmensa población tanto urbana como rural (…) Los personajes que pasan de una novela a otra (como por ejemplo, los estudiantes presos que viajan en un autobús amarillo que se detiene frente a la bodega “La Espuela de Plata” en Casas muertas, aparecen con anterioridad en Fiebre; Carmen Rosa abandona a Ortiz para irse a vivir a El Tigre, que es el ambiente recreado en Oficina No 1), se corresponden a los pobladores de esa Venezuela premoderna”.

A diferencia de Fiebre, que revienta en la capital de la república estremecida por la explosión estudiantil antigomecista, o de Oficina No 1, que lo hace en un pueblo en formación adonde acuden migrantes atraídos por el boom petrolero, Casas muertas se sitúa en un pueblo – isla donde, al decir de Aínsa, “el personaje colectivo priva sobre el individual” y “donde el azar puede ser el único agente de cambio”.

O como afirmó el propio MOS en “Prueba oral de un novelista”, tras advertir que todas sus novelas eran literatura de denuncia:

Fiebre es una denuncia del sistema y del terror gomecistas, Casas muertas es la denuncia del mal morir de una ciudad aniquilada por el paludismo, el gamonalismo y las guerras civiles; Oficina No 1 es la denuncia del mal nacer de una ciudad al rescoldo de la explotación minera imperialista”.

Cada vez que releo a Fiebre siento aquel ardor que a los jóvenes de 1948 nos dominaba cuando, bajo su influencia, comenzamos desde la Universidad Central (¡la misma casona de San Francisco de 1928!) la lucha contra la dictadura militar. Cada vez que releo Casas muertas viene a mi memoria un reportaje gráfico de Ahora sobre el pueblo en ruinas, 1936, revisado con asombro en la Biblioteca Nacional, o mi paso, a lo largo de los viejos caminos, por Palenque (apenas una casa que servía de sucio paradero) y Ortiz, sobreviviente triste, y Parapara de Ortiz, pueblo éste impresionantemente solitario. Y más allá El Tigre, tan próspero como desordenado. Ruralidad en los llanos de Guárico, campamento petrolero en la Oficina No 1 enclavada en la mesa de Guanipa.

Evelyne Luchini, de la Sorbonne-Nouvelle, al estudiar la expresión de la identidad nacional en la obra de MOS, sostiene que en Casas muertas 

“sólo Carmen Rosa afirma su identidad de manera positiva. Cartaya reivindica su ateísmo y afirma la necesidad de la guerra civil. A Berenice no le queda sino dar clases a unos niños hambrientos y palúdicos. Los campesinos están entregados a la muerte, ya no tienen identidad, y tratan en vano de revivir, a través de un pasado que se extingue. En Ortiz domina la resignación y la aceptación fatalista de la muerte y de las calamidades naturales y humanas”.

Por su parte, Carlos Pacheco, al citar un trabajo de Aínsa en Imagen acerca de la opresión del espacio en Casas muertas, contrasta “el regionalismo depurado y poetizado” de esta novela con “la estructura narrativa de enfoques rápidos y múltiples sobre los diversos personajes” de Oficina No 1, y “la ruptura de la línea narrativa que incorpora discursos mentales o transcripciones de reportes noticiosos radiofónicos”, indicios ambos de la técnica experimental de MOS.

Algo de novedad había, sin embargo, en aquel regreso de MOS a la novelística, en 1955, señalado entre otros por Márquez Rodríguez. En Casas muertas usó la técnica policial, con el relato que arranca con el entierro de Sebastián para prácticamente terminar con ese mismo episodio, sólo que la circularidad no llega a ser perfecta por la inclusión del capítulo XII, donde la acción prosigue:

“El capítulo XII –observa Márquez Rodríguez– es tan importante dentro de la trama argumental como dentro de la estructura técnica, que es su título, Casas muertas, lo que le da nombre a toda la novela (…) Y es tal la fuerza impulsiva de la acción que continúa en ese capítulo XII que la misma ha de proyectarse más allá del relato, hasta dar asunto a una nueva novela, Oficina No 1, que, como se sabe, es continuación de Casas muertas”.

Todavía Márquez Rodríguez anota una innovación técnica en Casas muertas, casi sin antecedentes en Venezuela: el doble plano narrativo, “dispuesto de tal modo que la acción novelesca propiamente, centrada en torno de la vida de Carmen Rosa, corre paralela, mediante el oportuno empleo del contrapunto, combinada con el recurso del flash-back, con la vida de los demás personajes”.

Por razones de espacio, me eximo de citar otros juicios críticos acerca de Casas muertas y el resto de la obra de MOS, entre ellos dos tesis presentadas en universidades de España e innumerables enfoques de ensayistas venezolanos, pero no puedo eludir el cierre de este prólogo con palabras del propio MOS, cuya obsesión era entremezclar la realidad con la ficción:

“Les advierto que realizo para cada novela un trabajo preparatorio de indagaciones y apuntes que me sirve para construir el escenario y dar vida a los personajes (…) Para la preparación de Casas muertas me fui a Ortiz, que para entonces estaba al borde del derrumbe total, busqué a los sobrevivientes de la época terrible, que eran muy escasos, y ellos me contaron cómo eran en esa época los árboles y los pájaros, qué se comía, cómo se vestían, qué canciones cantaban, y yo comencé a llenar cuadernos con sus confidencias. Entre esos interrogatorios estuvo una vieja maestra de escuela”.

De allí salió “la señorita Berenice”. Y de otras conversaciones salieron, por ejemplo, los “tres curas”. Pero Carmen Rosa y Sebastián fueron hijos de la ficción.

Prólogo. Casas muertas de Miguel Otero Silva. Guía de lectura de Carolina Alvarez. Caracas: Los libros de El Nacional, 2000.


En busca del tesoro perdido

Jesús Sanoja Hernández

Cuando quiero llorar no lloro culimina el ciclo novelesco de Otero Silva cuyo desarrollo histórico-ficcional se sitúa entre 1928 y 1966. Integrado por cinco obras, con arranque en Fiebre (el drama de la generación del 28) y desenlace trágico en la que tomó como título el verso célebre de Darío (el drama de los jóvenes de los 60), el quinteto comprende, entre punta y cabo, Casas muertas (tránsito del llano en ruinas al llano promisorio), Oficina N° 1 (el estallido petrolero en Oriente y el nacimiento de El Tigre) y La muerte de Honorio (cinco personajes emblemáticos de la lucha antidictatorial, encarcelados en Ciudad Bolívar).

Para MOS, la novela de la triple violencia juvenil constituyó un desafío que él asumió con vuelcos en lenguaje, estructura y ambientes, así revelará que tales innovaciones eran como remate de las intentadas desde Casas muertas (técnica policial en el relato) hasta La muerte de Honorio (doble discurso de cada uno de los personajes). Contrariando al autor, me atrevo a afirmar, porque conocí su voluntad de renovación a raíz del impacto del boom, que en Cuando quiero llorar no lloro alcanzó la madurez narrativa, expresada en los diferentes niveles lingüísticos, la alternancia de realismo, parodia, humor y poesía, la diversidad o triplicidad de enfoques sociológicos, la búsqueda de las raíces de la violencia y  finalmente, el juego de tiempos históricos decisivos (Roma imperial y surgimiento del cristianismo, sociedad capitalista e insurgencia comunista). La publicación de esta novela despertó en su momento, como ninguna de sus anteriores, comentarios favorables desde diferentes enfoques, según la especialidad del crítico: Crema con su peculiar teoría estética:

Gómez Grillo como estudioso de la delincuencia y sus motivaciones sociopolíticas: Rhazes Hernández López, desde atalaya musical; Orlando Araujo, Márquez Rodríguez, Lovera De Sola, Chocrón, Elisa Lerner y, entre muchísimos más, Oswaldo Larrazábal.

A pesar de haber atacado sin complejo un tema que le era contemporáneo, MOS lo hizo pasada ya la raya sexagenaria, y de allí en adelante incursionó en escenarios de remota ubicación temporal y espacial, pues con Lope de Aguirre, príncipe de la libertad, otra novela de retos narrativos, retrocedió al siglo XVI y saltó a ambientes como los del Cuzco y la Amazonia. No se trataba ya de un recurso traslaticio, como el que acometió en el prólogo singularísimo de Cuando quiero llorar no lloro, sino de un real emplazamiento novelesco, con absoluta correspondencia entre el personaje y su circunstancia.

El segundo atrevimiento de MOS, después de su ciclo venezolano y contemporáneo, La piedra que era Cristo, se situó más allá de más nunca, en los tiempos en que la persona-personaje emergió como profeta o como predicador de verdades reveladas. Allí unió biblia con historia, libros sagrados con textos desacralizados, para recibir acogida de uno y otro bando, del socialista y del cristiano, aunque sometida a prueba, en cuanto a la visión de Jesús como persona-personaje, por Manuel Caballero.

Cuando la moda consistía en la construcción de novelas épicas o trágicas a través de protagonistas omnipotentes -dictador o patriarca, como arquetipo latinoamericano- MOS no se atrevió a pisar ese terreno y propuso que en Venezuela lo hicieran otros, incluidos los de la nueva promoción narrativa, como González León. El país anterior al 28 es pura referencia en el mapa novelesco de MOS, con Fiebre en el punto de partida. Ese terreno vacío pensó llenarlo con una biografía novelada de Gustavo Machado, empresa que se quedó a mitad o a tercio de camino. Otro proyecto, acerca del cual guardaba secreto, se fue con él a la tumba.

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