Leí hace poco que algunas bibliotecas públicas de Dinamarca disponen de un curioso servicio que permite al visitante entrevistar a exiliados. En vez de pedir un libro, se puede escoger conversar durante media con uno de estos «libros vivos» disponibles, gente etiquetada como «desempleado», «loco» o «refugiado» cuya experiencia se considera lo bastante interesante o aleccionadora como para elevarla a la categoría de bibliografía ambulante.
En alguna carta, Stendhal dejó dicho que cualquier hombre tiene el poder de hacer un buen libro si se limita a contar «la simple historia de su vida». Pero esta máxima redobla su pertinencia cuando se trata de las vidas de quienes han tenido que abandonar su lugar de origen o han sido expulsada de éste por causas que escapan a su voluntad.
Irse se vuelve entonces una especie de decisión última, ambigua: uno abandona para rearmar una vida en otro lugar y adaptar la propia identidad a las nuevas circunstancias. Ese proceso ya es en sí mismo una especie de narración, como si antes de empacar necesitáramos también ordenar las piezas de un drama interior, hacer un esfuerzo semejante al de la literatura por conferir realidad y continuidad a un espacio en blanco.
Me he preguntado, al leer la noticia de la biblioteca danesa, qué tendría que decir hoy un emigrante cubano a alguno de esos eventuales «lectores» que lo entrevisten en busca de trama. Qué contar y qué no, hasta qué punto ese ejercicio de autoficción «en vivo» podría resumir una experiencia colectiva o una condición anfibia. He concluido que en ese relato no habría últimamente muchas buenas noticias.
País de sucesivos exilios, Cuba es también el escenario de periódicas crisis de identidad, que han propiciado largas y densas fabulaciones. Desde que a finales de los años treinta del siglo pasado, en su Coloquio con Juan Ramón Jiménez, José Lezama Lima aseguró que lo que caracterizaba a los cubanos era el sentimiento de lontananza, es decir, esa experiencia de lejanía que se produce con la mirada puesta en el horizonte marítimo, la isla ha encadenado numerosas refundaciones y no menos numerosos desencantos. Contrapunto de marea y resaca, la historia reciente del país no podría ser contada sin el factor migratorio, un éxodo que en los últimos años se ha vuelto también la expresión de un profundo desencanto nacional.
No se trata sólo de que hace décadas los cubanos decidieron, como se dice, «votar con los pies». Ese gesto, que llegaría hasta la crisis del Mariel en 1980, aún podía ser visto como una forma de protesta contra la exigida pertenencia revolucionaria. Pero hoy la política cubana, reducida al ejercicio de una casta en el poder y a un Estado incapaz de garantizar unos niveles elementales de vida, ha hecho del éxodo un acto elemental de supervivencia, radicalmente separado de cualquier ideología.
Más que un modelo de autoficción aleccionadora ante los ojos de Occidente, la experiencia cubana ocupa cada vez más espacio fuera de las bibliotecas y los órdenes del mundo democrático. Su narrativa es, esencialmente, una inmensa picaresca. A ese cuerpo político cada vez más degradado, a ese Estado fallido en sus elementales garantías básicas, le corresponde una migración cada vez más dispersa, «normalizada» como recurso de sobrevivencia. Más que un síntoma de la crisis en proceso, «fuga de cerebros» o evidencia de una pérdida del control totalitario, el nuevo exilio representa un impulso elemental de futuro que renuncia no sólo al relato revolucionario sino también al relato nacionalista que lo ha sustentado desde antes de 1959. Lo más triste es que esa ‘difidencia’ arrastra consigo, no sólo un inmenso número de fracasos personales sino la renuncia a cualquier posibilidad de pertenencia política. En resumen, Cuba es hoy una gigantesca Expatria, donde convergen tensiones migratorias que desbordan la idea tradicional de exilio.
Nuestra última ola migratoria (la más grande en seis décadas, que triplica las magnitudes de éxodos anteriores) tiene un costado español al que vale la pena atender. La aprobación en octubre de 2022 de la Ley de Memoria Democrática, también conocida como «Ley de Nietos» permitió ampliar el número de cubanos con derecho a optar por la nacionalidad española. La mayoría se acogió a esta posibilidad por razones que tienen poco que ver con la memoria o la democracia: en la práctica, este derecho se tradujo en la posibilidad de obtener un pasaporte que permitía emigrar sin trabas, y no sólo hacia la «Madre Patria».
Muchos de los beneficiados de la ley usaron el recién adquirido pasaporte español para llegar a Estados Unidos, así que la primera implicación de esa nueva demografía exiliada nos ha llegado de rebote hace poco: el gobierno norteamericano decidió extender las limitaciones de entrada a Estados Unidos a los cubanos con doble nacionalidad: ya no basta con el permiso ESTA, todos los cubanos residentes en Europa, incluso los que llevamos décadas sin pisar la isla, debemos solicitar un visado turístico (más caro y de gestión mucho más engorrosa). Evidentemente, el número de cubanos que usaba el pasaporte español para emigrar ilegalmente a Estados Unidos había crecido exponencialmente en el último año por la irresponsable concesión de una nacionalidad usada como «puente al Paraíso».
Están, también, los numerosos hispano-cubanos que siguen en la isla, muchos de los cuales dependen de algún tipo de ayuda oficial del Estado español. Las últimas cifras electorales revelaron que la isla es el cuarto país con mayor número de residentes españoles en el extranjero: más de 152.000 personas, la mayoría regularizadas por la ley antes mencionada, todos con derecho al voto. Es una cantidad enorme, desproporcionada, que supera en población a diversas provincias españolas (más del doble de los votantes empadronados en Soria, por ejemplo). Sobre el interés real de estos hispano-cubanos por la política española, baste decir que en la última convocatoria electoral el voto presencial no alcanzó siquiera 1% de los empadronados.
La situación cubana, esa alargada desesperanza frente a los distintos avatares del autoritarismo, ha sido vista en España con ciertas simpatías culturales que por lo general empañan una comprensión política de fondo. Y lo que en los consulados y cancillerías suelen llamarse «intereses económicos» han resultado, a la larga, la excusa perfecta para no reconocer un fiasco que ya dura demasiadas décadas. Es hora de que España abandone la óptica colonial del «problema cubano» y empiece a pensar en una política genuinamente democrática, que abra los ojos al fracaso político de la Revolución y sus verdaderas consecuencias.
Artículo publicado en el diario ABC de España
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