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Mayo del 68: nihilismo, maoísmo y nuevo conformismo

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El filósofo y sociólogo Jean-Pierre Le Goff tenía 20 años cuando se lanzó a las barricadas en Caen durante el Mayo del 68. Ahora acaba de publicar un libro titulado Mes années folles. Révolte et nihilisme du peuple adolescent après Mai 68 en el que, desde su privilegiada posición de protagonista, analiza Mayo del 68 y su posteridad, donde ve una ruptura civilizatoria fundamental. Reproducimos aquí unos breves pero significativos extractos de esta obra:

El nacimiento del pueblo adolescente

La hipótesis que atraviesa este libro es que esta revolución no es solo una especie de remake irrisorio de revueltas y revoluciones pasadas a las que puede referirse, sino que tiene una consistencia propia, ante todo cultural, y que está ligada a la emergencia de un nuevo actor histórico: el «pueblo adolescente». Por muy importantes que fueran la huelga general y las luchas populares de Mayo del 68, no fueron el elemento fundamentalmente nuevo de una revolución que afectó de formas varias a la juventud intelectual en toda una serie de países, dependiendo de la propia historia de cada uno de los países en cuestión.

Como lo comprendió claramente Edgar Morin ya en su momento, en Francia la «Comuna estudiante» fue una «especie de 1789 sesentayochista». Esta revolución de la segunda mitad del siglo XX inauguró una nueva era en la historia de las sociedades democráticas. No solo desafió el autoritarismo, el moralismo, las burocracias y las jerarquías esclerotizadas, sino que también trastocó el tejido educativo y social. Estableció la adolescencia como nuevo modelo social de comportamiento y rompió con la transmisión entre generaciones.

La influencia del surrealismo

«La Marsellesa», que «fue en su tiempo un símbolo de vida», se había convertido para ellos [los surrealistas] en el «canto de los gusanos». Escupieron sobre los tres colores de la bandera francesa y no dudaron en escribir que, si se veían obligados a ir de nuevo a la guerra, lucharían bajo el «glorioso casco puntiagudo alemán». «Nosotros somos los que siempre echaremos una mano al enemigo», declaró Aragon. Fue suficiente para enfurecer a los militares, a los antiguos combatientes, a los representantes del Estado y de la Iglesia… y a la inmensa mayoría de los franceses. A los surrealistas no les importaba; estaban encantados con las reacciones que podían suscitar, lo veían como una forma de darse a conocer y de relanzar sus provocaciones. Aquello fue también inspiración para los situacionistas y los estudiantes más radicales de 1968. El poema Front rouge de Aragon, que me mostró mi amigo Paul Yonnet, era un modelo en su género (…) Aragon atacaba con rabia jubilosa el conformismo y la burguesía satisfecha («Asisto al aplastamiento de un mundo en desuso / asisto embriagado al aporreo de los burgueses»). (…)

Estábamos fascinados por la audacia provocadora de Aragon, que no dudó en escribir: «Todavía hay armeros en la ciudad / coches a las puertas de los burgueses / doblad las farolas como tallos de paja / haced bailar el vals a los quioscos, los bancos, las fuentes de Wallace / Disparad a los policías / Camaradas / Disparad a los policías».

Aragon continuaba pidiendo fuego no solo contra los dirigentes políticos de derechas, sino también contra Léon Blum y los «osos sabios de la socialdemocracia», al tiempo que cantaba la gloria del comunismo y de la Unión Soviética. ¿Qué nos importaban estas caricaturas? La rebeldía y el lirismo devastador de Aragon se impusieron.

Fascinación por la violencia

A la luz de la historia, también hay que admitirlo: la revolución no tenía nada de pacifista, y los opresores no abandonaban el poder fácilmente. Como dijo Engels con un argumento estremecedor: «¿Habría podido mantenerse la Comuna de París más de un día si no hubiera utilizado la autoridad de un pueblo en armas contra la burguesía?»

La respuesta era obviamente negativa. El argumento de Engels contra los antiautoritarios, retomado por Lenin, era incontestable: «¿Han visto alguna vez estos señores una revolución? (…) Es un acto por el cual una parte de la población impone su voluntad a la otra parte por medio de fusiles, bayonetas y cañones, medios autoritarios donde los haya». En estas condiciones, la violencia era inevitable y parecía lógico y necesario «utilizar temporalmente los instrumentos, medios y procedimientos del poder del Estado contra los explotadores».

Así pues, contrariamente a lo que se podría creer espontáneamente, dictadura y democracia no se excluían mutuamente, sino que se combinaban en un nuevo tipo de dictadura que era al mismo tiempo una forma superior de democracia… Merecía la pena reflexionar sobre ello. Este tipo de dialéctica, en la que coexistían opuestos, era desconcertante, pero tenía la apariencia de un pensamiento complejo y coherente. Descubrí ingenuamente los meandros de una doctrina que iba más allá del sentido común.

El maoísmo, religión de sustitución

Con su interpretación global del mundo, sus dogmas y su escolástica, su determinación de los valores y de la buena conducta, el maoísmo tenía todas las características de una nueva «religión secular», como Raymond Aron definió el comunismo. Los decepcionados con el estalinismo y los cristianos de izquierda que habían perdido la fe podían encontrar en el maoísmo una religión de sustitución.

A decir verdad, como Alain Besançon ha demostrado claramente, esta «religión» era de un tipo especial. A diferencia de las religiones tradicionales, el maoísmo, al igual que el leninismo, implicaba la creencia en una ideología que se presentaba como una ciencia cuyo conocimiento proporcionaba la salvación individual y colectiva. Esta ideología global tenía la ventaja de disipar las dudas y los interrogantes, dando acceso a una nueva comprensión del mundo que estaba fuera del alcance del común de los mortales. Armado con semejante ideología, el comunista tenía una respuesta para todo.

Después de Mayo del 68, yo estaba todavía lejos de sospechar cómo las sutilezas de la dialéctica y las virtudes del maoísmo podían legitimar un poder totalitario con aspectos orientales. Antes de caer en un marxismo-leninismo puro y duro, mi lectura empática de Mao seguía siendo una mezcla paradójica de los restos de un cristianismo de izquierdas y de una revuelta sesentayochista que, una vez más, no se preocupaba mucho de la realidad.

La sombra de la Resistencia

La ideología maoísta no fue la única causa de la violencia militante contra la policía y la extrema derecha. Los recuerdos de la Resistencia contra los ocupantes nazis eran otro punto de referencia tanto o más importante para los jóvenes activistas que buscaban inscribir sus luchas en una filiación histórica. La película de Jean-Pierre Melville L’Armée des ombres (1969) me impresionó. Los resistentes gaullistas que retrataba no eran en absoluto exaltados militantes revolucionarios llenos de certezas, que luchaban por un futuro radiante. Al contrario, eran seres decididos y solitarios que vivían y luchaban en un clima crepuscular y opresivo, con la tortura y la muerte como telón de fondo.

(…)

Huérfanos de épica y de revolución, tuvimos que redescubrir viejos enemigos y fabricarnos otros nuevos, agrupándolos a todos en una lucha antifascista en la que queríamos ser los héroes. También nosotros, a nuestra manera, jugábamos a un «juego divertido» (referencia a una novela de Roger Vailland en la que se refiere así a la Resistencia, N. del T.) que resultaba ridículo comparado con los combates de la Resistencia. En aquella época, todos los grupos de extrema izquierda tenían un SO (servicio de orden) para luchar contra la extrema derecha y controlar las manifestaciones. En París, los trotskistas tenían un SO impresionante. Los maospontex (neologismo formado a partir de «maoísta» y «espontaneísta») tenían un aspecto más de «comando», llevando a cabo espectaculares operaciones de golpe y fuga. El PCMLF tendencia Frente Rojo, por su parte, quería mostrar su seriedad organizando un curso nacional de formación en orden público, al que yo asistí. En mi imaginación, iba a encontrarme con antiguos resistentes comunistas del FTP, que el Frente Rojo, al igual que otros grupos maoístas, glorificaba.

Este remake adolescente de la Resistencia me parece hoy un intento grosero y torpe de inserirnos en una filiación y una epopeya históricas en un momento de cambio social y cultural y de ruptura de la transmisión. A fin de cuentas, a pesar de las fantasmagorías del partido de vanguardia y de la fascinación por la Resistencia, seguíamos siendo una banda de maoístas que, habiendo aprendido a luchar, queríamos sobre todo pasar a la acción.

La violencia y el enfrentamiento podían servir de válvula de escape y de prueba de autoestima para los jóvenes estudiantes que no habían vivido la guerra ni hecho el servicio militar. El ejército tras la guerra de Argelia estaba desacreditado y era rechazado por la juventud sesentayochista, al igual que los ritos de paso tradicionales, tanto religiosos como laicos, que anteriormente permitían la entrada en la edad adulta y la inserción en la sociedad. La necesidad propia de la adolescencia de probar sus fuerzas y asumir riesgos, que ya no encontraba los cauces tradicionales de expresión y salida social, se expresaba ahora a través de manifestaciones salvajes y enfrentamientos callejeros con la policía.

Rechazo a envejecer

Cuando hoy se habla de aquellos años, a menudo se hace referencia a una «liberación sexual» que, frente a los tabúes y al moralismo de la época, tuvo un efecto emancipador.

Pero olvidamos que la retórica era a menudo delirante. La «liberación del deseo» y sus transgresiones tenían su lado nihilista, desafiando radicalmente las mismas ideas de normalidad y las prohibiciones constitutivas de la vida en sociedad.

El deseo exacerbado de los jóvenes sesentayochistas, de los que yo formaba parte, de «no envejecer» no era simplemente una revuelta contra la resignación, la amargura y el conformismo de los que llamábamos los «viejos chochos». Se trataba más fundamentalmente de un rechazo a las restricciones de la vida social y de los límites de la condición humana en favor de la afirmación orgullosa de la juventud en un periodo histórico de convulsión.

Los más radicales de los sesentayochistas erigieron la revuelta adolescente como un absoluto, desafiando a la muerte y a la vejez en su frenética búsqueda de una vida intensa. La mezcla de imaginación, sueños, estética y provocación rompía con las obligaciones y los «tiempos muertos» de la vida cotidiana.

Los situacionistas fueron la mejor expresión de esta arrogancia adolescente, afirmando una subjetividad soberana que pretendía ser ilimitada y realizarse aquí y ahora.

Estaban a la vanguardia de un individualismo radical y egocéntrico que acabó convirtiéndose en un nuevo tipo de comportamiento.

Cuando el anticonformismo se convirtió en la norma

Aquellos años locos fueron el primer y burbujeante crisol de un izquierdismo que ha conocido una curiosa suerte. Empezando con los rasgos de una contracultura impulsada por la revuelta de un pueblo adolescente, ha acabado formando un nuevo «espíritu de la época». De ser minoritaria, incluso marginal en sus formas más extremas, esta contracultura se ha extendido por toda la sociedad, ha penetrado en los partidos e instituciones de izquierda y se ha convertido en culturalmente dominante en la educación, la cultura, el periodismo que ahora es siempre militante e incluso el mundo del espectáculo, que se ha erigido en nuevo preceptor social. El anticonformismo de antaño se ha convertido en un nuevo conformismo revestido con los ropajes del antiguo, menos en la transgresión y los riesgos. ¿Qué puede todavía significar rebelarse contra los tabúes, el autoritarismo y el moralismo de otra época en una sociedad nueva y permisiva?

Habiendo sido educados en el viejo mundo, donde la historia, la literatura y la filosofía ocupaban aún un papel importante en la educación, éramos, a nuestra manera, «herederos rebeldes», rupturistas, pero «herederos a pesar de todo», al menos la franja más cultivada de nuestra generación. Disponíamos de activos intelectuales que no se borran tan fácilmente.

Las élites en el poder en aquella época se encontraron frente a una revuelta de jóvenes alfabetizados nutridos por la misma cultura, a nosotros se nos seguía considerando las futuras élites de la nación. Contrariamente a la leyenda negra de una represión salvaje y continuada contra los sesentayochistas y sus descendientes, nos mostraron una relativa tolerancia e indulgencia.

Cuando se hicieron adultos y empezaron a envejecer, los izquierdistas sesentayochistas se encontraron en una situación paradójica: ¿cómo asumir claramente una posición de autoridad, sobre todo en la educación de los niños, cuando se han socavado los puntos de referencia tradicionales de la autoridad? ¿Qué patrimonio cultural podemos transmitir a las nuevas generaciones cuando éste ha sido rechazado?

A modo de herencia, muchos de los sesentayochistas dejaron tras de sí las ruinas del viejo mundo y su desilusión revolucionaria, sin comprender lo que había sucedido y sin anhelo de reconstrucción. Sus herederos, en busca de una filiación, adoptaron por su parte, una postura de provocación y burla en una sociedad marcada por la «era del vacío» de los años ochenta.

Artículo publicado en el diario El Debate de España

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