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Una tertulia para el recuerdo

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Por ÁLVARO PÉREZ CAPIELLO

Partager, en francés, significa compartir. Tal vez la vida agitada de las urbes de concreto y cristal templado, la dictadura de los relojes, las filas de vehículos que languidecen frente a los semáforos en las llamadas «horas pico», y las facturas impagadas amontonadas en los escritorios en una época de inflación persistente, contribuyan a que los hombres de hoy y del mañana estén más centrados en sus propios asuntos que sus predecesores. Quizás este sea uno de los signos más resaltantes de la modernidad.

Las tertulias literarias florecieron en la Caracas de las décadas de los ochenta y noventa, siempre teniendo como bandera la pluralidad. Los contertulios eran tan diversos como los temas tratados, realzando así ese partager al que se refieren los galos. Recordamos, pues, con auténtica nostalgia, los encuentros en la biblioteca Isaac J. Pardo del Celarg, bajo la conducción de Amparo Montañez y el poeta Pedro Francisco Lizardo. También, años después, los conversatorios en la librería Macondo del Centro Comercial Chacaíto, auspiciados por el Círculo de Escritores de Venezuela, presidido por el novelista Eduardo Casanova Sucre. Con justa razón, sería temerario nombrar todas las peñas y asociaciones que contribuyeron a oxigenar la vida cultural de nuestra ciudad capital sin pasar por alto algunas de ellas. Baste decir que fueron muchas, tan variadas como la vida misma y sus actores. Tuvimos la dicha de participar activamente en el Café de Sócrates (bajo la batuta de Carmen María Salge), el Grupo Visión, Inquietud Cultural, el Instituto Venezolano de Cultura Hispánica y en las reuniones del Colegio Médico del Distrito Federal y la Fundación Venezuela Positiva. Los artistas se forman en el transitar, como los pasajeros de un tren que ven aparecer y desaparecer en las ventanillas de los vagones los trozos del paisaje natural que los circunda, a medida que la locomotora se enfila de una estación a otra. La realidad es parte fundamental del sueño de todo creador de ficciones, y es legítimo soñar siempre las cosas de distinto modo.

Recibimos, en días pasados, la invitación de Luisa Rodríguez Guillén, descendiente de Juan de Jesús (el Tigre) Arocha, para un encuentro de intelectuales en su residencia de Oripoto. Entre montañas, la Casa del Sol, es un reducto de paz que combina diversas especies botánicas con la arquitectura propia de nuestras casas coloniales; de planta cuadrada, ventilados corredores, techos de tejas, y columnas de fuste bulboso. Ante la primera ojeada lanzada a aquella construcción, llegaron a la memoria los versos de José María de la Concha, relativos a esa Caracas; con «caracoles en la entrada, tinajero y enramada, que nos invita al amor (…)» Así, mientras la tarde caía y el manto de la noche cubría los paredones, la quietud del valle iba revelando el fluir de una acequia cuya musicalidad estaba destinada a unirse, de forma inevitable, al verso lúcido y encendido de los convidados en ese sábado de enero.

En la cabeza, se amalgamaron algunas historias que le había escuchado a mi abuelo Pedro Antonio Capiello Torres, respecto al «Tigre» Arocha; hombre honesto, recto y educador por excelencia, fundador del liceo San José de Los Teques. También, por ser un cinéfilo sin remedio, fue imposible alejar del todo las imágenes de aquel filme de culto de 1933, dirigido por George Cukor, Cena a las ocho. Como sea, la velada estaba destinada a enriquecerse con una especialidad culinaria, la sopa mongolesa, preparada para la ocasión con todo rigor por Fernando Carbonell. Debo reconocer que no había disfrutado de este platillo desde que cerró sus puertas el restaurante El Palmar en la urbanización Bello Monte. Es un hecho que somos visuales por naturaleza, de allí que: «Una imagen vale más que mil palabras». Así, a la variopinta combinación de ingredientes (pollo, carne, calamares, vieiras, camarones y trozos de pescado) cocinados al momento en una potente infusión hirviente, se unió la explosión de sabores asociados a la soja, el cilantro, la salsa de ostras, el jengibre, y la salsa agridulce. Todo rociado por un caldo proveniente de la región de Mendoza (Argentina).

La tertulia acabó frente a la chimenea, con el crepitar de la leña, recitando algunos versos de Pablo Neruda en Isla Negra. Apareció también Hemingway, y ¿por qué no? Algunas líneas escogidas de los cuentos de Edgar Allan Poe y de los escritores de la Generación Beat, en una rara mezcla que, como la sopa mongolesa, dejó un gusto exquisito en el paladar un frío enero de 2023.

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