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Franbo

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Fran Beaufrand y yo fuimos amigos desde 1981. Nos conocimos en el Taller de Expresión Oral y Escrita, impartido por Isaac Chocrón, en la recién nacida Escuela de Artes de la UCV. Yo asistía como oyente porque nunca conseguí la acreditación para inscribirme en la universidad. Fran era un alumno muy destacado por su talento (ya forjado en la Cristóbal Rojas y luego depurado en el Instituto Neumann), ambición y disciplina académica y disponía de un trabajo que llamaba la atención y donde ya estaban plasmados todos sus intereses y buena parte de su discurso estético. Yo no tenía ni jamás he tenido ese nivel de disciplina y, creo, enfoque pero en el acto descubrimos que poseíamos las mismas ganas de conseguir todo lo que soñábamos despiertos cada día de esa absoluta juventud. Caracas era una historia de amor/odio que estábamos deseosos de doblegar y como en el juramento de Simón Bolívar, hacerla que nos obedeciera, luchando contra ella.

Fran empezó esa batalla con su discurso estético, perfectamente reflejado en su fotografía. El decorado era un contenido muy importante del retrato, de la vida, de la observación. Y eso no era fácil en nuestra ciudad, donde había un discurso del feísmo muy instaurado casi al punto de excluir cualquier atisbo de belleza que no fuera la que muy desordenadamente ofrecía la naturaleza.

Para mí era admirable esa lucha y fue el cimiento de nuestra amistad hasta nuestra despedida el pasado 16 de agosto, su cumpleaños. Fran disfrutaba mucho centrándome en ese infinito protocolo de belleza. De saber buscarla y encontrarla en los sitios más inesperados:  las lecturas, las películas, la televisión, las conversaciones, las fiestas, los bailes, las amistades, el sexo. No había límites dentro de la ciudad que hasta entonces creía llena de fronteras y noes. Eso siempre se lo agradeceré, porque me liberó. De prejuicios intelectuales, sociales y sexuales y me facilitó lo que creo que es uno de mis mayores talentos. Un ojo abierto, alerta, curioso. Tan activo como receptor, siempre dispuesto a encontrar la profundidad bajo la superficialidad. Distinguir lo tonto de lo polémico y lo frívolo de lo banal. Poner siempre en valor la importancia de la belleza sin ser cursis ni mucho menos estáticos ante un solo tipo de belleza.

En 1991, recorrida ya una primera década de amistad, cumplí 25 años y en la fiesta de ese cumpleaños le confesé que tenía miedo a deprimirme. Pensaba que para esa edad no había hecho nada relevante y que tenía miedo de no ser más que un aspirante. Fran me levantó por los hombros, siendo más bajito que yo y me digo enfatizando el femenino: “Amiga, se puede ser marica pero jamás idiota”. “Si crees que no has hecho nada, deja de escudarte y ponte a hacerlo. Escribe, eso que quieres escribir. Siéntate y hazlo. Si no sabes de qué escribir, utiliza tus crónicas y simplemente hazlas más largas, que sean un capítulo. Y cuando termines una, empieza otra”. Y así, empecé a escribir El vuelo de los avestruces, mi primera novela, sobre un grupo de amigos que desean ser famosos antes de los 30 años. No sé si alguna vez le dije que uno de sus personajes, Cerro Encendido, tenía mucho de lo que percibía de su personalidad. Durante los frenéticos meses en que la escribí, Fran conoció a Juan Ignacio, un muy bello universitario de origen gallego, del que también quedé prendado. No voy a desvelar si Juan Ignacio jugó a seducirnos, pero una noche, bajando la iconográfica escalera mecánica del Teresa Carreño, uno de los símbolos de exhibicionismo social de nuestra Caracas, Fran me gritó desde abajo y durante todo mi descenso, los improperios más duros que he recibido en toda mi carrera- “Puta”. “Una amiga no le roba el novio a otra”. “Maleducada”. “Asaltacunas”. Esta última me pareció tan desproporcionada, como arbitraría. ¿Acaso no estaba él haciendo lo mismo? Apenas llegué a casa, decidí que incorporaría toda la situación en la novela y lo escribí de un golpe, no quería que perdiera la frescura de una noticia. Tecleé algo mal y, de repente, el texto desapareció. La pantalla se puso en banco y las otras doscientas y pico páginas que tenía escritas de mi primera novela, se esfumaron. Para siempre.

Mi madre, Belén Lobo, que tenía una debilidad por Fran, porque lo consideraba un bailarín y le recordaba a Nureyev, me dijo: “¡Lo tienes merecido!”. La novela se publicó ese año. Nunca supe qué le pareció a Fran, pero volvimos a ir juntos al gimnasio, en unas sesiones de ejercicios que se inventaba y donde no parábamos de hablar entre máquinas y mancuernas. Mi padre siempre defiende que, de mis novelas, El vuelo… es su favorita, porque piensa que su obligada reescritura, la mejoro. Entre dos gays tan gays, hicimos de un novio que no se permitió compartir el tornillo principal de nuestra amistad.

Otra pieza fundamental fue Ángel Sánchez. Aunque Fran estableció colaboraciones muy importantes con diseñadoras como Margarita Zinng (a la que ambos idolatramos como mujer, como amiga, como madre, como símbolo), Ángel Sánchez nos permitió formar parte de una creación. La de él mismo como artista, como diseñador, como marca. Fran lo había conocido y de inmediato lo introdujo en su “familia”. Siempre recordaré a Fran y Ángel explicándole su concepto de la moda a mi madre, que vestía siempre de la misma manera y apenas se maquillaba. Estábamos tan metidos en nuestro sueño, nuestra aventura que todo era vital, todo nos podía ayudar, todo lo hacíamos parte de esa amistad, esa experiencia compartida. El primer desfile de Ángel Sánchez fue en Los Espacios Cálidos del Ateneo de Caracas. El “Catire” Hernández de Jesús era su director y Fran y yo fuimos a una fiesta en su casa para convencerle que nos cediera el espacio. Fue un poco odisea y en un momento dado, Fran y yo temimos por nuestra integridad y Franbo, que, ya llamaban así, me advirtió muy serio: “Amiga, no enseñes piel”. Jamás lo olvidaré, una advertencia tan alocada sobre todo porque el que siempre iba enseñando su atractivo físico era él. Pero entendí el peligro y me cubrí con una cazadora de cuero como de motociclista y sudé tres kilos hasta que conseguimos el acuerdo.

Entonces Fran tuvo otra idea. “Escribe un texto para leer antes del desfile. Plan performance”.  Le di el título a esa primera colección “Ángeles Autosuficientes”, una especie de declaración de principios, al estilo de Ciudadano Kane, de nosotros mismos. La carrera de Ángel nació disparada y su éxito nos abrumo un poquito porque pensábamos que no podríamos superarlo. Fran tuvo otra idea: “Vamos a proponer un paquete: Vestido de Ángel Sánchez, fotografía de Fran Beufrand, texto de Boris Izaguirre”. Nunca llegamos a hacerlo, pero reímos mucho imaginándolo.

En su último cumpleaños hace un mes, Rubén, mi marido, mi hermana y yo llegamos de los primeros. Fran recibió sentado en su esquina favorita. Íbamos a ser 12 pero resultamos 20. (Fran bromeó al día siguiente que había recibido mayor cantidad de llamadas de los no convidados). Alguien inició un aplauso y se volvió una prolongada ovación. Todos sentíamos que era nuestra despedida, mezclando agradecimiento y gloria por haberlo conocido y disfrutado. Al ver las imágenes de ese aplauso, me doy cuenta de que el cielo de Caracas, siendo noche, parecía iluminado desde dentro. Como si fuera un sinfín de estudio fotográfico. Mi único consuelo es pensar que ahora él está dentro.

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