Guardo la presunción de que el fenómeno del linchamiento digital, cada vez más frecuente, tiene causas y consecuencias mucho más profundas y delicadas de lo que, en principio, puede parecer. Llamo linchamiento digital a los ataques, a menudo cargados de extrema virulencia verbal, que personas realizan contra otras en las redes sociales. Cada vez más, los destinatarios de las agresiones son personas públicas –políticos, autoridades, artistas, dirigentes sociales, deportistas u otras–, o personas que por distintas circunstancias han saltado a la palestra. Ser famoso no es un requisito imprescindible: cualquier ciudadano, de la condición que sea, puede en cualquier momento convertirse en el objetivo de un linchamiento.
Se trata, en lo esencial, de embestidas. El linchamiento digital se parece a una turba furiosa: los que participan desconocen los hechos, repiten frases que denigran, descargan dosis de rabia, se suman a lo que dicen otros, sin tener, la mayoría de las veces, conocimiento alguno del tema sobre el que se pronuncian. En estas conductas, es duro decirlo, hay algo de inquietante irracionalidad.
Disponer de un teclado y de cuentas en redes sociales dota a las personas de la posibilidad de agredir a otros. Hay estudios que demuestran cómo, después de haber tenido días malos en la escuela, el trabajo o con la pareja, las personas se conectan y descargan. Protegidos por la distancia, insultan, provocan, desacreditan. Poco tiempo antes de morir, el pensador Tzvetan Todorov, premio Príncipe de Asturias 2008, decía que las redes sociales facilitaban el ejercicio de un falso heroísmo: los usuarios pueden escoger enemigos imaginarios, sumarse a campañas cuyos motivos desconocen y usar palabrotas y descalificaciones que, la mayoría de las veces, quedarán impunes.
El linchamiento digital no solo es expresión de la carga de violencia contenida en la sociedad: es, por encima de todo, expresión de la debilidad o ausencia de pensamiento crítico. Las personas suscriben opiniones sobre cuestiones que desconocen. No se preguntan si una determinada acusación tiene sustento o no. Se exagera, se hacen comparaciones que carecen de lógica, se abultan las cifras. La realidad de los linchamientos digitales es hiperbólica. Nada más emblemático de este estado de cosas que profesionales de la información que durante el día trabajan en medios de comunicación donde cumplen con ciertas preceptivas sobre el manejo de la información, pero que, de forma simultánea, mantienen cuentas de Twitter personales especializadas en la descalificación. Esta escisión es un rasgo de nuestro tiempo: la dimensión racional no logra resistir los embates de las pasiones públicas y políticas. Las redes sociales son el cauce de odios soterrados, resentimientos y frustraciones; y lo peor, muchas veces su alcance o amplificación a través de las tropas digitales (bots and trolls) están influyendo de forma muy negativa en el discurso político, la convivencia y, por ende, en la gobernabilidad.
Hay quienes han defendido, y con sólidos argumentos, que las redes sociales pueden entenderse como herramientas para democratizar la opinión. Esto es cierto. Y se ha dicho, cosa que también comparto, que ellas tienen un extendido potencial para incrementar la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos. El papel jugado por las redes sociales en la caída de los dictadores de Túnez y Egipto en los años 2010 y 2011, o en la documentación y denuncia de los asesinatos y violaciones de los derechos humanos en la Venezuela de 2017, o en las recientes protestas ocurridas en Nicaragua, demuestra que, en ciertas coyunturas, la acción simultánea de muchos ciudadanos, sobre todo al momento de enfrentar a poderes armados e inescrupulosos, puede ser determinante.
Esto nos conduce a una posible conclusión: las redes sociales o redes digitales pueden ser instrumentos de lucha democrática, pero también lo contrario: pueden socavar las bases, tal como está ocurriendo, de las instituciones y de las normas que hacen posible la convivencia y la vida pública.
¿Qué se socava? Nada menos que la complejidad de lo real. Con frecuencia, se atenta contra la verdad: se hacen afirmaciones contrarias a los hechos. Se estimula un pensamiento basado en especulaciones y sospechas que carecen de lógica. Se le abre el campo a los rumores y a las falsas informaciones. Se distorsiona lo ocurrido. Se desconocen méritos y logros, incluso de personas cuyas contribuciones a la sociedad son indiscutibles. Se ponen a circular opiniones basadas en prejuicios o en medias verdades. Aunque más tarde sean desmentidas, a veces se narran hechos que cargan nuestro ánimo de las peores energías. La acumulación de falsas noticias puede disponer a las personas a sentir odio por el mundo que le rodea.
En medio del torrente de mensajes, además, entran en juego los fabricantes de noticias falsas, los robots que multiplican los mensajes, las campañas que se urden en laboratorios cuya finalidad consiste en destruir la reputación de ciudadanos o instituciones. El resultado es esto: nunca en la historia la población había estado tan informada con respecto a muchos temas, pero nunca las sociedades habían estado tan expuestas a creer en noticias falsas y a convertirse en agentes repetidores de las mismas.
En distintos lugares del planeta se están produciendo reacciones que advierten del peligro de todo este fenómeno de noticias falsas, uso de las redes para finalidades ocultas y prácticas de linchamiento digital. Se han creado foros, cátedras, asociaciones y grupos que, con gran desventaja, están intentando llamar la atención sobre la gravedad de lo que está ocurriendo. Una organización llamada Stop Fake se especializa en denunciar las noticias falsas creadas por la industria de mentiras de Putin. Una minoría en crecimiento, víctima de lo que se conoce como “social media fatigue”, ha decidido cancelar sus cuentas en Twitter y en otras redes sociales (Sean Parker, cofundador de Facebook, ha dicho que las redes tienen capacidad para explotar la vulnerabilidad psicológica humana). Pero la gran corriente parece estar ajena a estas preocupaciones, y los linchamientos y las falsas noticias continúan ocurriendo, cada vez más con mayor intensidad.
Todo lo anterior nos conduce a interrogarnos por nuestras propias conductas: ¿hacemos un mínimo ejercicio de reflexión antes de reenviar a nuestros contactos denuncias y descalificaciones sobre otras personas? ¿Nos preguntamos si las afirmaciones que otros hacen tendrán verdaderos fundamentos? ¿Nos hemos detenido a pesar en qué consiste la autoridad que nos permite denigrar o descalificar a otros con solo un clic?
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