Escribo este artículo cuando se conmemoran 50 años del derrocamiento de Salvador Allende en Chile. Fue un día aciago que se inició con la forma abrupta como las tropas del ejército conducidas por Pinochet asaltaron el Palacio de gobierno, lo que acabó no sólo con el primer gobierno socialista que había llegado al poder por la vía electoral, sino que también puso fin de la vida del presidente Allende, quien prefirió morir resistiendo que someterse a los insurgentes. También truncó la esperanza del socialismo democrático a nivel mundial que tenían sus ojos puestos en ese proyecto en un país latinoamericano de larga trayectoria democrática.
Asimismo, fue un día de júbilo para sectores tradicionales y de la derecha chilena que veían amenazado su poder y se resistían a aceptar un gobierno socialista -como candidato de la Unidad Popular Allende obtuvo solo 36,63 % de los votos- que compartían esa preocupación con los círculos de poder norteamericano encabezado por el presidente halcón Richard Nixon, en un mundo todavía imbuido en la polarización de la Guerra Fría, obsesionado por el surgimiento de otra posible Cuba en su propio patio trasero.
Henry Kissinger, secretario de Estado para la época, tuvo una participación en el boicot al gobierno de Allende, apoyando el bloqueo económico (este sí de verdad) para socavar la economía chilena, además de involucrar a la CIA en actividades encubiertas destinadas a debilitar al gobierno de Allende y respaldar a sus opositores.
Así como la polarización política chilena condujo a la dictadura de Pinochet, el 25 de agosto de 1985 representantes de diversos partidos políticos chilenos, bajo el patrocinio de la Iglesia Católica, firmaron el Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia que permitió la permanencia de la democracia desde 1990.
Con el acceso al poder del socialista Gabriel Boric, un demócrata a carta cabal, aparecen preocupantes escenarios polarizantes. La reforma constitucional impulsada por sectores izquierdistas intransigentes fue derrotada con 56,5% de los votos por la ultraderecha, que no tiene empacho en identificarse con Pinochet y en negar los crímenes cometidos durante su dictadura, en la misma onda de la candidata a vicepresidenta de Milei, y tampoco diferente a los supuestos gobernantes de izquierda de la región, con la honrosa excepción de Boric, que por solidaridad automática niegan los crímenes de lesa humanidad cometidos por el gobierno de Maduro, así como del sufrimiento de los millones de migrantes venezolanos, intentando vender a las sanciones como las responsables de tan doloroso fenómeno comprando fantasías sobre las sanciones.
Con ocasión de cumplirse los 50 años del golpe de Estado contra Allende la dirigencia política chilena vuelve a dar un ejemplo de concertación con la suscripción del Compromiso por la democracia siempre por parte de los 4 expresidentes vivos Eduardo Frei Ruiz-Tagle, Sebastián Piñera, Michelle Bachelet, Ricardo Lagos y el presidente Gabriel Boric, sin renunciar a lo que ellos mismos denominan sus legítimas diferencias. Documento que la derecha chilena se negó a firmar, presentando una declaración propia.
“Cuidar y defender la democracia, respetar la Constitución, las leyes y el Estado de Derecho. Queremos preservar esos principios civilizatorios de las amenazas totalitarias, de la intolerancia y del menosprecio por la opinión del otro”, dice el primer enunciado.
Resulta verdaderamente importante la intención declarada de “hacer de la defensa y promoción de los derechos humanos un valor compartido por toda nuestra comunidad política y social, sin anteponer ideología alguna a su respeto incondicional”, así como el compromiso de “fortalecer los espacios de colaboración entre Estados a través de un multilateralismo maduro y respetuoso de las diferencias, que establezca y persiga los objetivos comunes necesarios para el desarrollo sustentable de nuestras sociedades”.
Cuánta falta hace que en otras latitudes y especialmente en nuestro sufrido país una negociación nacional nos permita salir del atasco o al menos un verdadero acuerdo unitario de gobernabilidad en nuestra frágil oposición.
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