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Dos amigos: Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis

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Por JUAN GUSTAVO COBO BORDA 

Son los mejores. Los de más opulenta visión imaginativa, los más capaces de concretar en personajes únicos sus intuiciones sobre el ser humano, trátese de Aureliano Buendía como de Maqroll el Gaviero. El escenario donde se conocieron es memorable: una noche de tormenta, en Cartagena de Indias, a mediados de los años cincuenta del siglo XX y desde entonces no han parado. Hablaron de «esa vaina» que resume el mundo y que incluye de paso la literatura íntegra.

Adoran a Pablo Neruda y dos de sus más ceñidas novelas rinden homenaje a los mares de Joseph Conrad: un barco, un amor, un capitán que vence al destino. Se llaman El amor en los tiempos del cólera (1985) y La última escala del Tramp Steamer (1988), donde Álvaro Mutis pone en la primera página esta transparente dedicatoria: «A G. G. M., esta historia que hace tiempo quiero contarle pero el fragor de la vida no me lo ha permitido».

Solo que para llegar allí hay varios otros hitos: el pasaje de avión que en 1954 Mutis le envía a García Márquez para que venga a Bogotá desde Barranquilla y entre a trabajar en El Espectador y la entrevista que García Márquez hace a Álvaro Mutis en agosto de 1954 en el mencionado diario donde Mutis esboza su opinión sobre Colombia como síntesis de lo americano: «Vastas costas, cordilleras, llanos, selvas, todo eso sirviendo de marco a cien años de apasionadas guerras civiles, de sangrienta búsqueda de una nacionalidad, de un perfil, de una voz de América».

La voz que ellos iban a escuchar mejor en México, donde Mutis llega en 1956 y García Márquez en 1961. Allí se dará otra singular epifanía: Mutis recibe y lee en la cárcel de Lecumberri los manuscritos que conformarán luego Los funerales de la Mamá Grande, manuscritos que entregara a su amiga Elena Poniatowska y que esta pierde.

Pero lo admirable es cómo ambos, con empecinada ilusión, continúan escribiendo, en sitios aparentemente tan ajenos a las letras como la cárcel o una agencia de publicidad. Allí en México, otro momento revelador: la estruendosa voz de Mutis ordenando una tarea ineludible: «Lea esa vaina, carajo, para que aprenda». Era el Pedro Páramo con que el parco Juan Rulfo le permitirá a García Márquez interpelar también a sus muertos. Hay la cariñosa solidaridad mientras se escribe Cien años de soledad y el júbilo emocionado de escuchar «la contenida, firme, insomne voz de Gabriel en una sala de Estocolmo», como recuerda Mutis en su poema «Tríptico de la Alambra» al recibir el Nobel García Márquez.

«Para Álvaro Mutis, que me regaló la idea de escribir este libro». Así comienza El general en su laberinto, publicado en 1989, la desolada meditación sobre los últimos días de Bolívar que se nutre no solo del magnífico cuento de Álvaro Mutis sobre el mismo motivo «El último rostro» (1978), sino sobre todo de un texto anterior suyo: la conferencia sobre «La desesperanza», dictada en 1965 en la Casa del Lago en México. Lucidez, incomunicabilidad, soledad, peculiar relación con la muerte, y reafirmación de los sentidos en oposición al deterioro de los años y el clima. El trópico que todo lo consume: «El húmedo y abrasador clima de Macondo y la mansa fatalidad que devora a sus gentes», como concluye, al hablar de El coronel no tiene quien le escriba, cifra inolvidable de la desesperanza y pariente espiritual del Gaviero.

¿A qué seguir? Los amigos se quieren y se leen y se roban los temas. Comparten las ideas y revisan los textos. Hacen público el fraterno reconocimiento: «No podría decir qué tanto hay de él en casi todos mis libros, pero hay mucho. Maqroll no es solo él, como con tanta facilidad se dice. Maqroll somos todos». Palabras de García Márquez en los setenta años de Mutis. He aquí una mínima parte del secreto entramado que me llevó a unir estas dos figuras en un libro de Lecturas convergentes (Taurus, Bogotá). Sin ellos no nos entenderíamos y el uno le dice al otro asuntos que a todos nos conciernen. Por eso vale la pena reconocer con admiración todo cuanto han hecho juntos.

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