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El presidente que no fue

Humberto de la Calle ha ocupado todas las más altas dignidades del Estado. Ha sido protagonista o artífice de los más importantes proyectos transformadores de Colombia ¿Por qué nunca llegó a ser presidente? Este perfil, que descubre varias facetas desconocidas de su vida política y personal, intenta responder a esa pregunta
Por Relatto
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Bajó las escaleras cabizbajo, estrechando la mano de las personas que encontraba por el camino. El volumen del “¡Gracias, Humberto!” que gritaba enardecida de rabia y decepción una muchedumbre que llenaba un recinto del Hotel Hilton de Bogotá, aumentaba mientras él descendía. Al llegar al último escalón, su esposa se abalanzó y le besó rápidamente la mejilla. La tristeza se dibujaba en los rostros, mientras él saludaba con la mano forzando una sonrisa para disimular los nervios. Agradeció, se responsabilizó por la derrota y se disculpó “por no haber logrado el propósito común”. Faltaban pocos minutos para las 6 p.m. del 27 de mayo de 2018 y Humberto de la Calle Lombana (Manzanares, 1946) acababa de perder la posibilidad de ser presidente de Colombia.

Exactamente cinco años después, nos sentamos a la mesa en su apartamento, al norte de Bogotá, frente a una taza de café humeante:

—Siempre he pensado que usted tiene nombre de presidente ¿se lo habían dicho ya? —le pregunto con picardía. Llevamos cerca de una hora conversando. Una de muchas, durante varios meses. Baja la mirada y sonríe con timidez. No me responde.

Su primera derrota en las urnas fue en las elecciones regionales de 1984 y no era candidato: era el Registrador Nacional del Estado Civil, el encargado de organizarlas. La maquinaria que lo derrotó fue la de la serie de computadores que instaló, por primera vez en Colombia, para contar los votos. Súbitamente dejaron de funcionar, obligándolo a reiniciar el conteo manualmente. Sólo pudo entregar los resultados un par de días después. Molesto consigo mismo y avergonzado, presentó la renuncia en un acto de integridad, pero no se la aceptaron: “no fue su culpa, fue un fallo técnico imprevisible”, dijeron los magistrados de la extinta Corte Electoral. Recibió, en cambio, más apoyo a su propósito de modernizar la entidad anacrónica y lenta que había recibido. La fortaleció en lo técnico y en lo político, depuró el censo electoral, combatió el fraude y la compra de votos, incorporó el tarjetón con las fotos y números de los candidatos, y agilizó el proceso de identificación de los ciudadanos, entre muchos otros logros. Fue su gran reformador.

Había llegado al cargo en 1982, pensando que era una broma del magistrado de la Corte Electoral, Óscar Salazar Chávez, exministro, antiguo profesor suyo, amigo y mentor, quien siendo gobernador del departamento de Caldas, lo nombró como su secretario de Gobierno. Compartían el gusto por la literatura y la vida bohemia, y fueron socios en un bufete de abogados. Salazar, que lo conocía bien, lo sugirió sin dudar para reemplazar al general (r) Gerardo Ayerbe Chaux, conocido por su independencia. No se le ocurría nadie mejor para garantizar ese legado de imparcialidad y distancia con los poderes. De la Calle era un prestigioso abogado desconocido fuera de la capital, Manizales, que frecuentaba tertulias literarias y tenía reputación como notable académico y funcionario en la Universidad de Caldas, donde se graduó con honores. Su inteligencia y memoria le permitían jugar cartas mientras sus compañeros estudiaban para los exámenes.

El nombramiento suponía trasladarse con su esposa e hijos a Bogotá, ciudad que evitaba visitar tanto como podía, pues era hostil con la gente de provincia. Su padre, Honorio de la Calle, fue durante toda su vida empleado público, en la hidroeléctrica y en la empresa licorera del departamento. Pertenecía a una familia respetable, medianamente acomodada, de pensamiento y militancia liberales, cuyos orígenes se remontan a la llegada a Medellín, en 1702, de dos ciudadanos de la localidad española de León que llegaron a trabajar esas tierras. Tanto en su familia como en la de su esposa había algunos intelectuales, pero él no lo era. Humberto heredó de su padre las dotes de conversador ameno y el interés por la política. Orgulloso, don Honorio felicitó a su hijo menor por su nuevo cargo como registrador, le dio un par de consejos, y murió horas después. No vivió para verlo convertido, desde entonces, en uno de los políticos más importantes de Colombia.

Humberto de la Calle

Humberto de la Calle en su despacho de la Registraduría del Estado Civil, a donde había llegado, en 1982, como cabeza de ese organismo.

Las congratulaciones por su nombramiento se confundían con los pésames. Humberto sentía una mezcla de tristeza y alegría cuya profundidad sólo él conoce, es una de las pocas ocasiones en que lo han visto llorar: “Tengo un caparazón que me impide expresar mis sentimientos, pero la procesión va por dentro. Soy sensible, pero no lo expreso fácil, hasta el punto de que mucha gente cree que soy más rudo y menos empático de lo que realmente soy”, dice. Sus amigos de toda la vida recuerdan que desde niño era aislado y recogido en sí mismo, muy reservado, contenido, introvertido. Marcado por una profunda timidez que nadie nota y cuesta creer porque, una vez la vence tras el primer envión, es imparable. Se refugiaba en los libros porque no podía correr, ni jugar como los demás debido al asma. Sus padres no eran efusivos con él, ni con Mario, su único hermano, aunque los hacían sentir queridos. Nunca les pegaron —algo excepcional para la época—, pero tampoco había besos, abrazos o palabras de afecto. Humberto tampoco fue muy efusivo con sus tres hijos, aunque ha sido un padre profundamente amoroso y presente a su manera. Es una persona transparente, pero difícil de interpretar. Incluso para los más allegados, sus verdaderas emociones han sido siempre una incógnita.

Tenía todo listo para las elecciones presidenciales de 1986, las últimas que organizó como registrador, cuando lo nombraron magistrado de la Corte Suprema de Justicia, con el doloroso honor de reemplazar a uno de los asesinados durante la toma del Palacio de Justicia el 6 de noviembre de 1985, cuando un grupo de guerrilleros del M-19 incursionó violentamente en el edificio, ubicado en pleno centro de Bogotá, y tomó como rehenes a todas las personas que se encontraban dentro. De la toma guerrillera y la posterior retoma por parte del Ejército sólo quedaron cenizas, desaparecidos y muertos, como la magistrada Fanny González Franco, amiga entrañable de De la Calle quien, durante varios días, fue a buscarla entre las ruinas del Palacio, infructuosamente. Su muerte fue un golpe profundo para él. Humberto de la Calle es amigo de sus amigos hasta el alma, conserva muchos de su infancia y juventud, y el poder nunca lo cambió.

Se posesionó como magistrado pasados los comicios y después de cumplir su período en la Corte Suprema trabajaba como abogado en su propio bufete, cuando a mediados de 1990 el presidente César Gaviria, que lo había conocido como asesor del expresidente Virgilio Barco en temas electorales y en su programa de lucha contra la pobreza, le propuso trabajar con él en el proyecto de reforma constitucional que se gestaba desde el gobierno Barco, y más tarde lo nombró su Ministro de Gobierno y representante ante la Asamblea Nacional Constituyente. Le atrajeron su prudencia, discreción y confiabilidad.

A De la Calle lo sorprendió la designación, es escéptico, autocrítico, exigente consigo mismo, y usa su pesimismo como amortiguador para un eventual fracaso, para la caída que siempre espera. Según les contó a las periodistas Rosa Jaramillo y Beatriz Gómez en 1994, el diario El Tiempo lo recibió “con un editorial desapacible en el que insinuaba que habían nombrado a un títere, un tipo de provincia muy extraño. Concluía: ‘¡Qué pésima decisión la de Gaviria!’”. Intentó disuadir al presidente diciéndole que quizá no era el indicado, y le recomendó que buscara a otra persona. “Tranquilo, Humberto”, le contestó Gaviria. “Yo no gobierno para El Tiempo”.

“Un hombre cansado, pero incansable”

“Ese muchacho que Gaviria nombró tiene buen discurso, pero le falta fogueo”, le dijo un constituyente al abogado Augusto León Restrepo, a quien, desde la juventud, une con Humberto una amistad ilustrativa de la tolerancia de éste último hacia las diferencias: Restrepo es el más conservador de los conservadores; De la Calle, el más liberal —en el sentido ideológico— de los liberales. Los miembros de la Asamblea Constituyente esperaban un ministro imponente y encontraron todo lo contrario. “Es un colega como otro cualquiera; conoce el tema constitucional a fondo, aunque nunca trata de imponer las tesis del Gobierno, las cuales expone en tono menor. Pero es tan sumamente serio que no se le ha visto sonreír una sola vez”, le dijo la poeta y constituyente María Mercedes Carranza a una revista.

Según les contó a las periodistas Rosa Jaramillo y Beatriz Gómez en 1994, el diario El Tiempo lo recibió “con un editorial desapacible en el que insinuaba que habían nombrado a un títere, un tipo de provincia muy extraño».

De la Calle nunca invocó la autoridad que implicaba su cargo, quería que su influencia dependiera de la argumentación, e intervenía como cualquier otro constituyente, sin arrogancia: “El hecho de no haber buscado prevalecer fue lo que me granjeó respeto hasta el final”, recuerda. Llegaba siempre puntual, el primero, al Centro de Convenciones Gonzalo Jiménez de Quesada, donde sesionaba la Asamblea, en el centro de Bogotá, y también era el último que salía. Su esposa le mandaba ropa para que se bañara y cambiara a pocos metros, en una habitación del Hotel Tequendama que usaba como oficina. A veces dormía apenas un par de horas diarias en una silla reclinable ubicada fuera del recinto de la Asamblea. Su secretaria general en el Ministerio, Hatsblade Gallo, madrugaba a llevarle documentos: “Me encontraba a un hombre cansado, pero incansable”.

Durante las sesiones de la Constituyente despertó admiración por su capacidad de persuasión, y su habilidad innegable para negociar, conciliar posiciones contrarias, y tener buenas relaciones con todo tipo de personas. Es suave, cálido, elegante y refinado en las maneras, pero sin afectación. Detrás de su carácter apacible hay, en realidad, un hombre apasionado. Transmite cercanía, pero guarda la misma distancia de seguridad que permite a los carros maniobrar, avanzar o retroceder sin chocarse. “Estoy muy entrenado, sin proponérmelo, en tratar de entender auténticamente al otro, aunque no esté de acuerdo”, dice. Quienes lo conocen bien coinciden en que no es el recadero de nadie, es autónomo, tiene serenidad y carácter para lidiar con egos exorbitantes sin intimidarse, y para discrepar firmemente sin perder la compostura. Repasamos juntos algunos nombres de miembros de la Asamblea y aprovecho para preguntarle:

—El presidente Gustavo Petro ha dicho que participó en la Constituyente ¿es cierto?

—Pues yo fui a todas las sesiones de la Asamblea y nunca lo vi —me responde mostrando graciosamente los colmillos mientras ríe.

“Nace una estrella”

El día de la promulgación de la nueva Carta Magna, el 4 de julio de 1991, Humberto de la Calle fue ovacionado de pie por los miembros de la Asamblea con un aplauso cerrado de varios minutos. Estaba estupefacto, los halagos lo desconciertan y responde a ellos como si sintiera que no los merece. La revista Semana se refirió a él como “la gran revelación política” y tituló una foto suya de página entera con una premonición: “nace una estrella”. Poco después, un grupo de congresistas de su partido, el Partido Liberal, le propuso participar en la consulta que escogería a su próximo candidato a la Presidencia: buscaban a alguien que garantizara la continuidad e hiciera oposición a Ernesto Samper, que representaba la orilla contraria dentro del liberalismo. Aceptó sabiendo que era una competencia desigual: “Era muy interesante, pero tenía muy pocas posibilidades. Era bastante consciente de que toda la organización del Partido apoyaba a Samper, pero yo debía competir para labrarme camino”. Samper ganó la consulta cuadruplicando la votación de De la Calle. “Humberto irrumpió en la política como un absoluto desconocido, sin maquinaria electoral”, dice Arturo Sarabia, su jefe de debate. “Fue una campaña con muy pocos recursos. La clase dirigente lo veía como un tipo de provincia, sin apellidos. Era culto, leído, con gran claridad mental y de expresión. Un candidato excepcional que los demás consideraban un outsider”.

De la Calle fue ovacionado por los miembros de la Asamblea Nacional Constituyente, tras la aprobación de la naciente Constitución Política de 1991, en la que jugó un papel fundamental.

De la Calle entendía que debía hacer alianzas si quería gobernar, pero nunca estuvo dispuesto a hacer cualquier cosa para ganar. Siempre fue tímido para buscar apoyos. Sus malquerientes creían que no entendía las reglas de juego de los pactos políticos, pero la realidad es que él sabía perfectamente que algunos de esos pactos podían bloquear las verdaderas transformaciones. Por eso marcó distancia deliberada con personajes cuestionables y elegantemente, y sin necesidad de hablar, creó un muro que impedía que se le acercaran con cierto tipo de propuestas. “El reto era no matar la aspiración desde el principio”, añade Sarabia. “Si hubiera cedido, quizás habría logrado ser presidente, pero traicionándose a sí mismo y a su manera de ver la política”.

Dado que le cuesta el contacto físico, nunca fue el candidato que abrazaba mujeres o les limpiaba los mocos a los niños. Nadie que lo conozca lo imagina saliendo en hombros de ningún sitio. Ni sabe ni le ha interesado nunca saber cómo mover los hilos, intercambiar favores, o aprovechar influencias: “No tengo el carácter expansivo que se supone propio de los políticos. Puede que, en parte, mis derrotas políticas sean producto de una cierta dificultad para expresar empatía. Es paradójico, porque creo que soy sensible a los padecimientos de la gente; a veces tan sensible que me dicen que no me preocupe tanto por personas que casi ni conozco”.

Su eslogan de campaña era toda una declaración de intenciones: “Por todo el centro”. En la plaza pública no arengaba multitudes, prefería los auditorios o las pequeñas reuniones. Tiene, además, un miedo profundo:

—Usted debe ser el único político con temor al ridículo… —le digo con sorna.

—Es algo de lo que me enorgullezco —responde riendo.

“Quisiera olvidar que fui vicepresidente”

Tras su derrota en las primarias del liberalismo, aceptó ser la fórmula vicepresidencial de Ernesto Samper, aunque eran opuestos, para unir al partido y ganar las elecciones de 1994, y porque creía que las propuestas de su contendor eran interesantes en la política social. Por primera vez habría en Colombia una segunda vuelta. “Reconozco que sí hubo algo de cálculo en mi decisión: si me negaba y Samper ganaba, mi futuro político era incierto. La maquinaria era de Samper, yo aporté un mensaje de unidad”. Durante la Constituyente, De la Calle se había opuesto a la creación de la vicepresidencia porque consideraba que sólo era “una llanta de repuesto” y “rompía la unidad en la cúspide del poder ejecutivo”; pero, paradójicamente, fue el último ministro designado con funciones presidenciales bajo la Constitución de 1886, y el primer vicepresidente de la República bajo la Constitución de 1991.

Tenían una relación cordial, pero distante. Samper escribió en un libro publicado en el año 2000 que “tenía un concepto favorable de Humberto de la Calle. Lo consideraba un buen jurista, un tipo simpático y hasta un divertido bohemio”. Según él, Gaviria le había dicho, sin desconocer los méritos del político caldense, que sólo le preocupaba que “demostraba vacilaciones y dudas a la hora de jugársela por algunos propósitos”. No hubo compatibilidad entre ellos, tampoco entre sus esposas. Samper acusaba con sarcasmo a Rosalba Restrepo de crear tensión con su pareja, Jacquin Strouss, “hasta el punto de que en algún momento llegué a pensar que tenía, como cualquier jeque, dos primeras damas”, escribió. Ambas tenían temperamentos fuertes, no tenían contacto, y avanzaban en direcciones contrarias. Además, la vicepresidencia era una institución nueva, los roles no eran claros. “La relación no se deterioró por ellas y no fue mi esposa la que generó distancia, sino al revés”, defiende De la Calle. “Cuando ingresé a la vicepresidencia había una especie de garantías hostiles, no había confianza ni empatía, siempre se mantuvo una separación”. Humberto es prudente al referirse a esa situación, pero varios testigos de esa época coinciden en que Samper le hacía desplantes a los que él no prestó atención, pero entendió después, y pretendía asignarle tareas menores. Después de todo, su nombramiento como vicepresidente había sido, simplemente, una concesión para la unidad del partido.

La revista Semana se refirió a él como “la gran revelación política” y tituló una foto suya de página entera con una premonición: “nace una estrella”.

Le ofreció la embajada ante la ONU y De la Calle la rechazó porque sentía que, al ser una institución nueva, su deber era darle forma a la vicepresidencia. La tensión estalló con el escándalo tras el ingreso de dinero del narcotráfico a la campaña presidencial —conocido como Proceso 8000—, del que demostró que no tenía conocimiento. El ministro de Defensa y ex gerente de la campaña, Fernando Botero Zea, le dijo a la justicia que Samper sabía, pero De la Calle no. Y añadió, sin que le preguntaran, que si alguien estaba capacitado ética y políticamente para reemplazar a Samper en caso de ser necesario, era el vicepresidente.

De la Calle se distanció de Samper y lo invitó a renunciar: “Pensé que mi deber constitucional era estar en la vicepresidencia para cualquier contingencia, estar dispuesto a asumir la presidencia, si de eso se trataba. Pero no lo digo por mezquindad, sino porque lo dice la Constitución”, advierte. Samper lo acusó de deslealtad y de conspirar para defenestrarlo. Lo nombró embajador en España y esta vez aceptó, porque la situación era insoportable. La decisión fue mutua. Era inconveniente que De la Calle, que no se guardó ninguna crítica hacia el presidente, estuviera en Colombia. En España tampoco guardó silencio: “Pero no hubo una sola traza de conspiración, estuve totalmente al margen”, insiste. Renunció cuando Samper fue absuelto por el Congreso: “En ese momento, mi presencia era inútil y, en cambio, yo sí necesitaba recuperar un mensaje de dignidad, de decir que no tuve nada que ver con eso. Ese fue, para mí, un momento determinante del que no me arrepiento, al contrario, me siento orgulloso. Por eso quisiera olvidar que fui vicepresidente, porque sólo me significó sufrimientos”. Se arrepiente del tono, aunque no del contenido, de varias críticas que le hizo a Samper: “Quizás exageré y utilicé el humor de mala manera. Pero vivía momentos muy difíciles, sufrí burlas y ataques feroces del samperismo durante mucho tiempo. Para mí toda esa situación fue muy angustiante”. “Si Samper no hubiera recibido esos dineros y hubiera hecho un gobierno razonablemente bueno, o por lo menos sin esos lastres, Humberto hubiera sido el presidente siguiente. El Partido Liberal todavía era un partido muy fuerte y la presidencia venía de una tradición de fila india”, asegura Arturo Sarabia.

Samper no siente rencor. Por instrucción del presidente Juan Manuel Santos, De la Calle lo visitó como jefe de la delegación del gobierno para los diálogos de paz con la antigua guerrilla de las FARC, que el expresidente Samper siempre apoyó, y le dijo a la revista Semana, en 2017, que De la Calle había quedado “exorcizado” con él por su rol en las negociaciones. Nunca hablaron de lo sucedido entre ellos durante el escaso año en el que gobernaron juntos, el tiempo se fue encargando. Volvieron a la relación cordial pero distante del principio. “A estas alturas de mi vida, siento que no odio a nadie, si es que alguna vez lo hice”, advierte De la Calle.

Partidarios de De la Calle, durante su campaña para la presidencia de la república en 1993.

Junto con otros disidentes liberales, apoyó al conservador Andrés Pastrana en las elecciones de 1998 para impedir la continuidad del samperismo a través de Horacio Serpa, su principal escudero, que se burlaba de De la Calle durante el Proceso 8000 y lo consideraba vacilante. Ya elegido, Pastrana lo nombró embajador en el Reino Unido y luego ante la OEA, donde presidió las deliberaciones que originaron la Carta Democrática Americana. A su llegada a la presidencia en 2002, Álvaro Uribe nombró a Serpa embajador ante la OEA. Uribe y De la Calle son opuestos políticamente, pero el expresidente lo trata con un respeto que, curiosamente, no muestra con otros contradictores. “Es falso que lo ayudé cuando buscó reelegirse, como dicen algunos. No fui su asesor, ni hice parte de su equipo jurídico, ni nada de eso. Al principio dije públicamente que merecía la reelección. Él me llamó a buscar apoyo, eso es cierto, pero de ahí no pasó”, aclara De la Calle, quien estuvo alejado de la política durante los dos períodos presidenciales de Uribe (2002-2010), volvió a su oficina privada de abogado, fue columnista de prensa y comentarista político en la radio.

“Sin él, el Acuerdo de Paz no hubiera sido posible”

Humberto de la Calle nació durante la época conocida como “La Violencia” entre liberales y conservadores —que durante la primera mitad del siglo XX se mataron entre ellos con auténtica sevicia por diferencias políticas alentadas por los dirigentes de los partidos—, en una familia liberal de clase media de Manzanares, un pueblo mayoritariamente conservador. “No éramos ricos, pero no sentimos carencias”, recuerda. Conoció el sectarismo cuando a su padre lo despidieron por ser liberal, tras el triunfo electoral de los conservadores. Fue una experiencia que lo marcó. Su madre Georgina Lombana, maestra de castellano y matemáticas, le enseñó las primeras letras. Ella y su hermana Elfa, que vivía con ellos, leían todas las noches en casa, en voz alta, en una especie de ritual. Tenía una nutrida biblioteca, y era una curiosa mezcla entre devota ultracatólica y mujer de avanzada. La pareja tenía sólo dos hijos en una región de familias numerosas. Humberto era el único niño del barrio que regresaba solo a su casa al salir del colegio porque su mamá trabajaba, algo excepcional. Siendo aún un bebé, la casa de sus padres fue atacada con piedras, recibieron amenazas y tuvieron que huir. Un profesor conservador amigo de la familia, Luis Carlos Giraldo Marín, llevaba a Humberto en una canastilla y se ofreció como escudo humano a acompañarlos hasta el paradero del bus hacia la ciudad de Pereira, a donde llegaron antes de establecerse en Manizales. Giraldo fue, años después, su profesor de derecho penal en la universidad.

Como destacado dirigente estudiantil, De la Calle criticó a la izquierda que apoyaba la lucha armada de las guerrillas que surgían en los años sesenta y que era mayoría en un movimiento que empezaba a radicalizarse: “Los estudiantes liberales queríamos una política social progresista, pero repudiábamos la violencia”. Era un joven rebelde, irreverente y contestatario, pero jamás violento. Su amigo José Fernando Escobar recuerda que ya por entonces tenía una especial profundidad, era brillante, con una filosofía consolidada, y un hondo sentido de misión. Era más teórico que ejecutor. Su acercamiento al marxismo fue intelectual: compraba libros clandestinos que su madre quemaba y él compraba de nuevo. Tenía 19 años cuando lideró una manifestación que terminó en una pedrea que no azuzó y en la que no participó, pero que le costó una entrada al calabozo hasta que demostró su inocencia.

Sin embargo, lo persiguió por años una inmerecida fama de comunista que le impedía conseguir trabajo al graduarse de la universidad. Finalmente lo logró gracias a las recomendaciones de sus profesores. Ejerciendo como juez en el municipio de Salamina, ubicado a dos horas de Manizales, sus confrontaciones con autoridades eclesiásticas le granjearon, además, fama de ateo, aunque de niño manifestó un exagerado misticismo: estaba obsesionado con el pecado y expiaba sus culpas infligiéndose pequeños dolores físicos, como recorrer sentado por largo rato el ángulo agudo en el que terminaba el muro de su casa; se casó a los 22 años por la iglesia y sus tres hijos son bautizados: “En realidad soy agnóstico. No puedo probar la existencia de Dios, pero tampoco que no exista”. En la Constituyente defendió el Estado laico, y confesar públicamente su agnosticismo en un país tan católico redujo sus posibilidades como candidato presidencial.

Siendo registrador, cooperó con el presidente Belisario Betancur (1982-1986) para que las garantías electorales fueran relevantes en las primeras conversaciones de paz con las guerrillas, que el líder conservador emprendió y que no fructificaron; coincidió en la Constituyente con los exguerrilleros del M-19 que, en 1990, firmaron con el presidente liberal Virgilio Barco (1986-1990) el acuerdo de paz gracias al cual se convirtieron en un partido político; como ministro, representó al gobierno de César Gaviria (1990-1994) en los fallidos diálogos con las FARC en Caracas, y le recomendó al Presidente suspenderlos tras del asesinato del político Argelino Durán. Luego de ser embajador en el Reino Unido, De la Calle fue ministro del Interior y, por instrucción del presidente Andrés Pastrana (1994-1998), no participó en los a la postre fallidos diálogos con las FARC que éste mandatario conservador había impulsado, pero sí le recomendó suspenderlos con el argumento de que esa guerrilla los aprovechaba para fortalecerse militarmente. Pero pareciera que, a pesar de no haber participado en ese intento fracasado con el grupo insurgente, el destino se hubiera empecinado en guardarle un puesto definitivo en posteriores negociaciones. Fue así como un día de 2012 recibió una llamada del presidente Juan Manuel Santos (2010-2018): “Lo conocía, pero no era su amigo, ni su seguidor político. Ahora soy su amigo, pero nunca he sido santista. Conversamos y nos respetamos, pero no pertenezco a ningún rebaño”.

Lo sorprendió la propuesta que le hizo el presidente de ser el jefe de la delegación del gobierno en unos nuevos diálogos de paz con las FARC, que Santos había convertido en su meta más importante. “Cuando regresaba a mi casa, pensaba en cómo iba a contarle a mi esposa que me iba para La Habana [donde se realizarían los diálogos] sin haberle consultado. Por fortuna, la familia aplaudió inmediatamente y siempre me apoyó. Acepté, en el entendido de que era algo corto y luego volvería a mi oficina. Santos me dijo que la agenda de negociación estaba a punto, que llevaban seis meses discutiendo en fase secreta. Pensé que no saldría bien y me parecía un poco mezquino decir ‘no acepto porque las negociaciones van a fracasar’”. Pero no lo hicieron. La realidad contradijo a su inveterado pesimismo. Condujo la negociación con prudencia, pragmatismo y autoridad natural. Es un político hábil, estratégico, con olfato de zorro, que sabe dibujar la raya, como hacen los árbitros de fútbol que cargan un spray en el bolsillo. Se limitaba a respirar hondo ante las provocaciones: “Me decían: ‘usted es muy paciente’. No, no soy paciente. Lo fui porque era necesario, no se puede ser impaciente negociando la paz con una guerrilla”. Pierde la calma con un atasco de tráfico o una tardanza, pero su cabeza es fría y serena ante situaciones realmente graves, aunque bulle por dentro. No dudaba en pedir el avión de regreso a Colombia desde Cuba cuando los diálogos se estancaban y estaba dispuesto a retirarse, sin apego al cargo, si eso ayudaba a avanzar. Viajó en innumerables ocasiones y las duras jornadas lo agotaron físicamente, pero nunca se quejó.

Se limitaba a respirar hondo ante las provocaciones: “Me decían: ‘usted es muy paciente’. No, no soy paciente. Lo fui porque era necesario, no se puede ser impaciente negociando la paz con una guerrilla”.

Su compatibilidad con el Comisionado de Paz Sergio Jaramillo y su preocupación por cohesionar a su equipo de colaboradores, cuyos méritos reconoció siempre, fueron determinantes. Ejercía liderazgo, pero nunca buscó protagonismo. Eran pocos y también compartían los espacios de ocio. De la Calle, gran conversador, les contaba chistes y anécdotas, hablaba con ellos de cine, música, literatura. Es ameno y tiene un gusto amplio que sorprende. Sabe mucho de muchas cosas. Le cuesta abrirse y puede ser lacónico y parco, aunque nunca antipático, pero cuando lo hace es sencillo, de trato fácil. Inspira respeto y tiene una presencia imponente, pero no intimidante. Le preocupan asuntos domésticos y cotidianos, como a cualquier persona. Es muy serio cuando debe serlo y siempre mueve las manos mientras habla, como dando forma a las ideas. Son una extensión de su pensamiento. Pero también tiene un sentido del humor fino, irónico, repentista, pícaro. Ríe con ganas. Y pocos saben o imaginarían que el rico vocabulario de ese hombre culto incluye un amplio repertorio de groserías y barbaridades que suelta en la ocasión y con las personas adecuadas.

Las negociaciones se extendieron por casi cinco años durante los cuales el equipo enfrentó enfermedades, divorcios, fallecimientos, y él no fue la excepción: es un hombre de familia y estaba muy abatido por problemas de salud de algunos de sus seres queridos, le pesaba enormemente estar lejos, pero nunca dejó de trabajar. “Creo que fue el momento en el que más golpeado lo vi, parecía ausente”, dice Beatriz Gallego, su secretaria privada y amiga desde entonces. Pero Humberto de la Calle sabe tomar distancia de las situaciones y su manejo de crisis, tanto en lo personal como en lo profesional, es impecable. El equipo lo rodeó y estaba afectuosamente pendiente de él. Incluso los miembros de las FARC le preguntaban cómo iba todo. Entre las delegaciones del gobierno y la guerrilla había respeto, pero no cercanía, ni relaciones personales. Los guerrilleros se dirigían a él como “doctor”; a los demás, por sus nombres. Lo escuchaban atentamente. No hubo malos tonos ni siquiera en los momentos más difíciles. Varias personas que hicieron parte del equipo coinciden en que los insurgentes confiaban en que muchas cosas se solucionaban al hablarlas con él. Su talante fue determinante en el éxito de la negociación.

Rodrigo Londoño, exmáximo comandante de las FARC, elude contar qué imagen tenía de De la Calle antes de las conversaciones. Se limita a decir que es muy cálido y respetuoso: “Siempre estuvo comprometido con el proceso, aunque hubo debates muy duros, y pese a las circunstancias personales que enfrentó. Es un hombre conciliador, que cree en la paz, defensor del proceso, y fue gracias a eso que logramos sacarlo adelante. Eso sí, he tenido claro siempre que, sin ser un oligarca, es y siempre ha sido un auténtico defensor de la clase dirigente de este país”.

De la Calle dice que nunca fue amenazado por las FARC, pero sabía por información de Inteligencia que el frente guerrillero que operaba en Bogotá comandado por Julián Gallo, conocido en la guerra como ‘Carlos Antonio Losada’, le había hecho seguimientos años antes y conocía en detalle sus rutinas: “En La Habana, durante los diálogos de paz, le pregunté a Losada si me querían matar o secuestrar y lo negó rotundamente: ‘no es cierto y punto’, dijo. No volvimos a tocar el tema. Ahora se sienta a mi lado en el Congreso. Son cosas que pasan y que hay que entender en el contexto de una guerra. No lo aplaudo, pero no siento rencor ni nada que se parezca”. Por su parte, Londoño es evasivo y dice que no recuerda si Humberto de la Calle fue alguna vez objetivo militar: “Tendría que preguntarle a ‘Losada’”, remite. Pero no fue posible entrevistarlo. De la Calle no reconoce a nadie como enemigo y es difícil encontrar a alguien que hable mal de él. Varios de sus contradictores prefieren no pronunciarse o lo describen con corteses frases de cajón.

De la Calle saluda al líder guerrillero de las FARC, Iván Márquez, durante los diálogos de paz que se llevaban a cabo en La Habana, Cuba.

Por extraño que parezca, el jefe negociador tenía previsto que el NO podía ganar el plebiscito en el que los colombianos apoyarían o rechazarían el Acuerdo de Paz, como efectivamente sucedió. Su pesimismo, nuevamente, lo curó de espantos. Se responsabilizó de la parte que, según él, le correspondía en el fracaso y renunció públicamente, pero el presidente Santos le rechazó la renuncia. En las redes sociales lo insultan llamándolo “comunista” —como cuando era joven—, “castrochavista”, y acusándolo de “haberle entregado el país a las FARC”. Lo ofenden por su edad, le atribuyen cosas que no ha dicho ni hecho, lo tratan de “tibio”. Pero, en realidad, siempre toma posición. Su caparazón lo protege cuando los comentarios se relacionan con sus ideas, no presta atención; pero le duele cuando ponen en duda su ética. Le recomiendan que no lo haga, pero se defiende. No sirve de nada, pero se descarga.

—El político que no tiene una coraza de cinismo, termina sufriendo mucho —dice con gesto pensativo.

—¿Y usted la tiene?

—No, a mí me afecta. Respondo a los ataques para dejar constancia y porque baja un poco la ansiedad cuando uno se defiende.

En público la indiferencia que recibe es un signo de rechazo o de respeto. Algunos lo saludan, le agradecen, le muestran admiración: “Pese a las críticas de media Colombia, la firma del Acuerdo es un hecho gratificante”, dice con orgullo, pero sin vanidad.

Igual que en el cierre de la Constituyente de 1991, una multitud emocionada lanzaba vivas al escuchar su nombre el día de la primera firma del Acuerdo de Paz en Cartagena de Indias, el 26 de septiembre de 2016, antes de que su rechazo en el plebiscito sorprendiera, una semana después, a quienes apoyaron las negociaciones. De la Calle se veía cansado y perplejo.

En la mesa de centro del salón de su casa hay una réplica de la simbólica bala convertida en bolígrafo —el balígrafo— con el que se firmó el Acuerdo de Paz ese día y en su versión final dos meses después. A su lado hay otra réplica: la de la paloma de la paz que el pintor y escultor colombiano Fernando Botero esculpió y regaló al país para conmemorar el fin de más de cinco décadas de conflicto con las FARC.

“No me siento realmente bien dotado para la política”

Vive solo desde que falta Rosalba, su pareja durante más de cincuenta años, el amor de su vida. La única persona con la que compartía sus emociones. “Estaba siempre firme, a mi lado. En los momentos críticos, resistía e infundía confianza. Fuimos enormes compañeros todo el tiempo. No era sólo mi esposa, era casi mi colega, mi ayudante y coprotagonista en los temas políticos”, dice con un brillo triste en los ojos. La extraña, evidentemente. Pero no le molesta la soledad. “En este momento de mi vida, en la medida en que estoy solo, también soy más libre. El amor es una especie de esclavitud consentida, dos personas que viven juntas crean un vínculo de pareja que es muy positivo, pero también se autolimitan. Pero sí hay momentos en los que uno siente la necesidad de tener a alguien cerca, sobre todo, para las confidencias, para la cotidianidad de pequeñas cosas sin importancia”. Tiene una vida social activa: pocos, pero buenos amigos. Hombres y mujeres de diferentes edades, lugares e intereses; pasa el tiempo libre con ellos, con sus hijos, con sus nietos. Lee, va al cine, ve series, trabaja sin cesar.

Conoció a Rosalba en la universidad. Le atrajo de ella su belleza indiscutible. Estudiaba Economía Familiar y era inteligente, cariñosa, con un carácter fuerte. Fue ella quien lo conquistó, él no se hubiera atrevido: es delicado con las mujeres, un caballero, pero no coqueto ni meloso. Rosalba Restrepo tenía sensibilidad social, trabajó en el sector privado y ocupó algunos cargos públicos. Fue pionera en asuntos de género cuando trabajó en el Ministerio de Educación y dirigió, entre otras iniciativas, el Plan Nacional para la Discapacidad y la Tercera Edad de la Vicepresidencia de la República cuando su esposo fue vicepresidente.

Falleció en mayo de 2020, en plena pandemia. Semanas antes él publicó en Twitter una foto en la que hacía fila mientras recogía unos medicamentos para ella. No le gusta prevalerse de sus escoltas para tener prioridad, le parece inadecuado: “Es un acto de egoísmo y de desprecio hacia los demás”. Se dedicó a cuidarla, relevaba a la enfermera como cualquier esposo devoto. Sabía que moriría pronto, no había esperanzas. Aceptó la realidad con estoicismo, pero su muerte lo golpeó profundamente. Ella fue determinante en su carrera política, quienes la conocieron dicen que le gustaba el poder y era casi más ambiciosa que él. Lo impulsaba, le infundía fuerza, lo aconsejaba, y él la escuchaba atentamente. Siempre incondicional, quería verlo brillar y brillar con él. Ni ella ni sus hijos se quejaron nunca de sus ausencias, ni de las consecuencias de su vida pública: “Yo entraba y salía de la política, así que podía recuperar el tiempo perdido. Nunca he sido el político profesional que desde su juventud desaparece del hogar”. Rosalba le hacía la vida más fácil hasta en los detalles más nimios, como ayudarle a empacar la maleta para los viajes a La Habana indicándole con papelitos los atuendos para cada día porque él es capaz de ponerse un pantalón deportivo con zapatos de vestir. Humberto podía dudar de sí mismo, como duda de todo, pero Rosalba jamás dudó. Creía por ambos.

Rosalba le hacía la vida más fácil hasta en los detalles más nimios, como ayudarle a empacar la maleta para los viajes a La Habana indicándole con papelitos los atuendos para cada día porque él es capaz de ponerse un pantalón deportivo con zapatos de vestir.

Enfermó de cáncer poco después de las elecciones de 2018, en las que De la Calle fue candidato por aclamación: a través de una carta, varias personalidades le pidieron públicamente que se postulara a la presidencia. Habían pasado 25 años desde su primera aspiración y se sentía mejor preparado y con mucha más experiencia, el proceso de paz aumentó su conocimiento del país y la candidatura le pareció lógica: “Terminé de candidato porque había una cierta sensación de que yo garantizaba la implementación del Acuerdo de Paz. Tuve la convicción real de que era algo oportuno, que tenía fuerza histórica. Se suponía que el Acuerdo sería el centro de gravedad de ese cuatrienio y asumí la candidatura con entusiasmo y con el compromiso de que, si había una esperanza puesta en esto, no debíamos fallar”. Defendió, bajo el eslogan “Un país donde quepamos todos”, las mismas ideas de 1993: la política social, la lucha contra la inequidad, la paz, los derechos humanos, el pluralismo político, la modernización y el fortalecimiento del Estado. “A Humberto de la Calle no hay que contarle la historia de Colombia de los últimos 40 años: él fue protagonista”, dice Marcela Durán, directora de comunicaciones de la delegación de paz del gobierno Santos.

Algunos detractores lo acusaron de utilizar el Acuerdo de Paz como trampolín: “Me ofende profundamente, decir eso fue miserable”, reacciona con indignación, aunque reconoce que, como a todo político, lo ha movido la ambición: “Quien no tenga ambición, que no se meta a la política. No resistiría los embates, que son brutales. Mi ambición se nutre de un fuego interior, de un deseo de reconocimiento que aterriza en otro más grande, que es servir”. El mismo deseo por el que, con 12 años, ayudaba a familias pobres a pegar ladrillos mientras construían sus casas en la periferia de Manizales; el que lo motivó a crear con unos compañeros un bachillerato nocturno para adultos con el apoyo de las directivas de su colegio.

Empezó la campaña de 2018 preguntándose si debía lanzar su candidatura por firmas o con el aval de un partido. La política colombiana es personalista y tiene apellidos, pero el “delacallismo” no existe. Como en 1993, De la Calle no tenía maquinaria “y la política electoral se hace con votos”, dice su amigo Augusto León Restrepo. Con pocas excepciones, sus bases nunca han sido las masas de izquierda o de derecha, ni los muy pobres o los muy ricos, sino la clase media del centro político, y los intelectuales. Los jóvenes han sido siempre sus más incondicionales: conecta muy bien con ellos y no sólo por proselitismo, algo curioso en un político de su edad. Los temas que defiende son atractivos para ellos. Se le acercan a abrazarlo, a hablar con él, y pocas veces parece tan cómodo.

Las mujeres también fueron siempre parte importante de su electorado, y eran mayoría en el equipo profesional y de voluntarios de la campaña. Empezando por su esposa, trabajaron como hormigas y estaban siempre pendientes de él, dispuestas a protegerlo, a cuidarlo, sin siquiera ponerse de acuerdo. La guardia de honor de Humberto de la Calle, su círculo de confianza, lo conforman mujeres entre los 30 y los 50 años con las que ha trabajado y actualmente en su equipo como Senador sólo hay un hombre: “Trabajo prácticamente sólo con mujeres, tenemos mucha cercanía intelectual y afectiva. Me comunico mejor y he logrado con ellas el colegaje que no tengo con hombres. De joven me sentía un poco amedrentado, muy inhibido, porque para mí una mujer era un ser ignoto, imposible de descifrar. Era el pecado de la carne, pero logré derribar ese muro y relacionarme con las mujeres sin más interés que el profesional”.

Era costoso, en términos operativos y económicos, lanzarse solo a la Presidencia. La campaña tenía pocos recursos, así que pidió a título personal un millonario préstamo bancario. La logística de la recolección de firmas tampoco parecía fácil. Tomó, entonces, una decisión que desconcertó y decepcionó a muchos: aceptó ser el candidato del desprestigiado Partido Liberal, dirigido por su antiguo jefe político, César Gaviria, a quien muchos consideran calculador, frío y sin escrúpulos. De la Calle, siempre cauto, se limita a decir que actualmente no es el mismo con el que trabajó y que lo “admiró”, así, en pasado. Pero se cuida de hablar mal de él y a duras penas dice que ahora lo ve un poco perdido en la burocracia partidista. Su decisión de entonces se explica por una variable generacional: Humberto de la Calle es un político de partido, cree en los partidos políticos como actores clave dentro de las democracias.

—Ser el candidato del Partido Liberal parece contradictorio con la independencia que usted defiende. Además usted mismo se había referido, desde hacía tiempo, al declive del liberalismo, renunció al Partido, y había advertido sobre eso ¿lo traicionó la nostalgia familiar por la filiación política de sus padres, de su militancia estudiantil y de su primera candidatura? ¿la lealtad hacia Gaviria, que lo catapultó? ¿fue una decisión emotiva?

—La alusión que haces a la cuestión emotiva creo que es bastante válida —dice tras una brevísima pausa, como cayendo en cuenta de algo—. Uno se hace liberal emocionalmente, casi que genética o hereditariamente. Hay una mezcla de raciocinios, pero también de emociones.

La parte racional es que pensó —“equivocadamente”, admite— que el Partido sería un respaldo, que supliría su falta de maquinaria política, y que le haría posible llegar como candidato a todo el país. Subestimó las resistencias del liberalismo a muchas de sus ideas, por ejemplo, cuando criticó la presencia de personajes cuestionables en las listas al Congreso: “Gaviria me preguntó cómo era posible que me fuera en contra del Partido”, dice. No quiso tener contacto y no asistió a varios eventos que le implicaban relacionarse con esos candidatos, a sabiendas de que eso supondría la pérdida de muchos votos que ellos, con sus malas artes, podrían ayudarle a conseguir. Ni el expresidente ni el liberalismo correspondieron a su lealtad y lo dejaron solo, pero él parecía el último en enterarse, aunque notaba poca emoción y movilización de las bases liberales a donde iba: “Vi las cosas y no valoré lo suficiente la manera en la que otros las veían. La gente apostó por mí más de lo que yo lo hice. Fue un exceso de ingenuidad, no de pragmatismo”. En una entrevista concedida al diario El Tiempo en plena campaña, Gaviria dijo que, si De la Calle no funcionaba como candidato, el liberalismo decidiría a quién apoyar. No lo acompañó a mitines, ni estuvo con él en la derrota —“la derrota más macha que le hayan metido a un político en este país”, dijo De la Calle días después de las elecciones— y, tres días después, Gaviria adhirió públicamente a la campaña de Iván Duque, un político de derecha joven e inexperto, opositor al Acuerdo de Paz; era el candidato del expresidente Uribe, que, para muchos, gobernaría a través de él. “No creo que Gaviria me haya traicionado, pero creo que se precipitó. Mi candidatura era a nombre del Partido Liberal, sin el Partido Liberal”. Tienen, a pesar de todo, una buena relación. A De la Calle no le parecen graves las discrepancias que tuvieron durante la campaña.

Humberto de la Calle

Reunión de seguidores de Humberto de la Calle, durante su campaña para la presidencia en 2018.

Varias personas coinciden en que fue su peor error, pero no el único: hubo muchos jefes de campaña y todo fue muy voluntario e idealista: “era el presidente ideal, pero ha tenido campañas muy mal gerenciadas”, lamenta alguien que conoce bien, y de cerca, su trayectoria. “Es verdad que aposté por el idealismo —dice De la Calle—, que me rodeé de gente con un sentido romántico de la política. Pero las personas con más rodaje estaban más cerca de la maquinaria y, en particular, de las estructuras del Partido Liberal, así que preferí seguir con mis idealistas”. También le critican el exceso de celo y de asepsia: “No se puede ganar contra la clase política y sin aliarse con ella”, afirma un colega. Él se defiende: “No llegué a la Presidencia, en parte, por rigideces que yo mismo me impongo, porque hay cosas que no hago. Para mí sí hay límites infranqueables. Lo digo sin moralismo, pero defiendo que la ética es muy importante en la política”. Sus allegados saben que no pueden esperar de él ningún tipo de privilegio, y se alejó temporalmente de algunos amigos cuando ellos también ocuparon puestos en el Estado. “Sí, soy un poco excepcional. No lo digo por vanidad, sino por todo lo contrario. No me siento realmente bien dotado para la política”.

Otros critican su carácter. Dicen que su pesimismo y temor a fracasar coartan su ambición y menguan su perseverancia. Que le falta carisma, y el carisma es la única manera de derrotar a los partidos tradicionales. Que su escepticismo, distancia y frialdad no gustan en un país que tiene una relación emocional con la política. Que es claro y elocuente, pero su alto nivel intelectual lo distancia de la gente que prefiere a los políticos que prometen resolver problemas concretos: “Desde esos pináculos nadie recibe respaldo popular”, añade un conocido. “Muchos de sus admiradores lo quisiéramos más combativo”, lamenta alguien que siempre ha votado por él. De la Calle sabe que, en un país de políticos apasionados y confrontativos, su talante conciliador, que considera su principal virtud, le hace parecer débil. “Uno puede tener una estrategia política, pero en general yo no tengo cálculos, ni dobles agendas oscuras”, dice. “En mi caso es verdad que mi vida es un libro abierto. Puedo reprocharme o me reprocharán errores, pero éticamente no tengo nada de qué arrepentirme”.

Obtuvo apenas un 2% de la votación, ni siquiera logró el umbral suficiente para pagar el préstamo con la reposición de votos. Como siempre, asumió la derrota con estoicismo, como si le diera igual perder o ganar: “No lo digo por presumir, realmente no me afectó tanto”, dice sonriendo con asombrosa indiferencia, pero no desdeñosamente. En momentos como ese se sume en el silencio.

Obtuvo apenas un 2% de la votación, ni siquiera logró el umbral suficiente para pagar el préstamo con la reposición de votos. Como siempre, asumió la derrota con estoicismo, como si le diera igual perder o ganar: “No lo digo por presumir, realmente no me afectó tanto”

Algunos seguidores emprendieron una campaña de crowdfunding para ayudarle a pagar. En un solo día rompieron todos los récords y en apenas tres semanas recaudaron el 46% del total. Le sorprendió tanta generosidad, tanto como los ataques que todavía recibe por ese motivo, por ejemplo, de detractores que lo consideran un político adinerado, o de personas que se dicen decepcionadas de él y de sus posiciones, y le echan en cara las pequeñas sumas de dinero que aportaron. Algunas hasta le han pedido que se las devuelva. Él mismo solicitó que los recursos fueran auditados. Dice, aunque suena a mentira piadosa —siempre se le nota cuando las dice, porque titubea y parece levemente inseguro—, que gracias a ese dinero logró pagar la deuda. Sólo él sabe si realmente fue así.

“El Congreso es un mercado persa”

Miércoles 12 de abril de 2023, 9:35 a.m. La sesión de la Comisión Primera del Senado fue citada a las 8 a.m., pero aún no empieza. Humberto de la Calle se levanta de la silla y se acerca a saludar a unos estudiantes de bachillerato sentados al otro lado de la barandilla de madera que separa a los visitantes de los congresistas. Lo miran sorprendidos por el gesto, mientras los otros senadores parecen ignorar su presencia. Algunos quieren tomarse fotos con él. Accede y les pasa el brazo por encima de los hombros casi sin tocarlos. Charla un rato con ellos. Vuelve a su sitio. Espera sentado, callado, pensativo, moviendo una pierna como siempre, con nerviosismo. La sesión empieza media hora después.

En 2022 hubo elecciones presidenciales y al Congreso de la República. Colombia pedía un cambio después de veinte años de gobierno de práctica hegemonía de la derecha uribista (2002-2010). El presidente Santos (2010-2018) hizo campaña prometiendo continuidad, pero ya elegido se separó del expresidente Uribe y se confrontaron por el proceso de paz. El uribismo, durante los cuatro años de gobierno de Iván Duque (2018-2022), se desentendió del Acuerdo de Paz logrado por Santos. Entonces, una coalición de partidos de centro le propuso a De la Calle encabezar la lista al Senado en esas elecciones de marzo de 2022. En principio se negó, pero lo convencieron y aceptó.

—¿Por qué no quería ser congresista?

—Nunca antes lo fui ni tuve interés en serlo, también por mi temperamento. Soy muy puntual y en el Congreso las sesiones nunca empiezan a tiempo. Me molesta mucho el desorden, nadie escucha a nadie. Me conceden, como a los demás, tres minutos para intervenir, un tiempo extraordinariamente breve. Es muy frustrante, no me he sentido cómodo. Es un mercado persa, un escenario decepcionante. Me siento como un astronauta y siempre me pregunto: “hombre, Humberto, ¿qué estás haciendo aquí?”.

En eso coincide con los bachilleres, que estaban sorprendidos por tanto caos: imaginaban más formalidad. No pensaban que los congresistas comieran en sus curules, hablaran o salieran del recinto despreocupadamente mientras otros intervienen. De la Calle es disciplinado, él y su equipo trabajan arduamente preparando los temas; jamás llega a las sesiones sin estar bien documentado, pero su actitud no es la misma de muchos de sus colegas. Las sesiones son largas y agotadoras, incluso para él que está acostumbrado a muchos viajes, pocas horas de sueño y extensas jornadas de trabajo durante casi 50 años. Es un hombre vigoroso y enérgico; más, incluso, que otros de su edad. Pero a De la Calle le mortifica recordar el desvanecimiento que tuvo en agosto de 2022 durante una plenaria. Recuperó el conocimiento y salió en silla de ruedas sonriendo y saludando con la mano, como quitándole hierro al asunto.

—Entonces ¿por qué aceptó?

—Me convenció la necesidad de robustecer una alianza de centro que, además, se rompió. La campaña presidencial del centro fue desastrosa. Me siento un poco aislado en el Congreso. Estoy cumpliendo un compromiso político, pero no es el mejor escenario de mi vida pública. En función de las circunstancias evaluaré si se justifica que me quede o en qué momento puede ser inútil”.

En la actualidad, De la Calle es congresista por el Partido Verde Oxígeno, fundado por Íngrid Betancourt, parte de la Coalición Verde Esperanza, que surgió como un intento fallido de fortalecer el centro político en un país históricamente polarizado. Su aporte a la Coalición era ser el guardián, apagar incendios, mantenerlos juntos: “por eso me llaman ‘tibio’, pero no creo que el fanatismo de los extremos sea el mejor camino para Colombia”. Niega haber renunciado a una nueva postulación a la Presidencia por apoyar un fracasado proyecto colectivo que se hizo pedazos luego de que los intereses personales de los integrantes de la Coalición dieran al traste con el objetivo de tener un candidato único. El mismo día de la derrota de 2018 decidió que sería su última aspiración: “Comprendí que, por la razón que fuera, los colombianos no me habían acompañado. La gente es mucho más inteligente que uno y, si lo desestimaron, sus razones tendrán. Alguna falencia vieron en mí y creyeron que yo no estaba dotado para eso y tengo que respetarlo”.

Íngrid Betancourt peleó con la Coalición, con De la Calle y con Daniel Carvalho, los únicos congresistas de su partido: se declaró opositora al elegido presidente izquierdista Gustavo Petro y ellos se declararon independientes para apoyar lo que les pareciera acertado y oponerse a aquello con lo que discreparan. El Partido los expulsó, pero el Consejo de Estado lo obligó a reintegrarlos. Entre ellos, el Partido y Betancourt —con quien no tienen contacto— hay un pacto tácito de no agresión. Carvalho, su compañero en el Congreso, nació en Medellín, tiene 44 años y, a su manera, también es un político diferente: tiene rastas en el pelo y generó polémica cuando confesó que consumía marihuana desde joven. Creció admirando a De la Calle y viéndolo por televisión. Se emocionó cuando lo conoció personalmente. Ahora son amigos. Hicieron campaña juntos y defienden la abolición del servicio militar obligatorio, la regulación del cannabis recreativo de uso adulto, el aborto, la eutanasia, entre otros temas.

Comprendí que, por la razón que fuera, los colombianos no me habían acompañado. La gente es mucho más inteligente que uno y, si lo desestimaron, sus razones tendrán.

Como candidato, el ahora presidente Gustavo Petro lo invitó públicamente a que unieran fuerzas en la campaña presidencial de 2018, pero De la Calle declinó. Nunca conversaron oficialmente. Tienen concepciones opuestas del Estado y la sociedad: “él confía en el poder del líder, del caudillo. Le molesta la rutina de las leyes. La democracia es fatigante y a él le fatiga eso, a mí no. Yo creo que el Estado de derecho, con toda su somnolencia, es el que mejor garantiza los derechos de la gente y evita la tiranía”, dice De la Calle, y enfatiza en que jamás ha sido ni será petrista, pero considera que era necesario un cambio hacia la izquierda, algo distinto del partido Centro Democrático, que equilibrara la balanza. “Nunca he insultado a Petro ni él a mí, pero sus fanáticos sí. La democracia no es consenso, es disenso civilizado, y creo que desde la presidencia falta ese mensaje”.

Tanto en 2018 como en 2022, cuando Petro disputó la presidencia con los candidatos de derecha Iván Duque y Rodolfo Hernández, respectivamente, De la Calle invitó a votar en blanco, no apoyó a ninguno de los dos extremos: “Algunos dicen que el voto en blanco es inútil, pero a mí me importan esos simbolismos”. Los seguidores de Petro todavía se lo echan en cara y les sientan mal las críticas que le dirige al presidente: “Si uno critica a Petro, es fascista, neoliberal, y hasta paramilitar. Si acepta lo que dice, es castrochavista. Pero tengo la convicción de que mantenerse firme en el centro es lo que hay que hacer. El centro es como el aire: la gente lo necesita, pero no define muy bien en qué consiste”.

Como Senador fue duramente criticado por votar en contra de la incorporación de las recomendaciones del Informe Final de la Comisión de la Verdad, surgida del Acuerdo de Paz, en el Plan de Desarrollo del gobierno. ¿Cómo era posible que el jefe negociador del Acuerdo, uno de los que contribuyó a crear la Comisión, se opusiera?, se preguntaban muchos. Su explicación es que no debían ser incluidas en bloque, sin estudiarlas detalladamente, y algunas le parecen inconvenientes. Muchas personas que lo admiraban se decepcionaron. Su voto le costó la buena relación que tenía con algunos aliados de la paz, que lo insultaron en público y en privado. “Hay personas que por mi papel en La Habana me asimilan a la izquierda y, cuando ven que no estoy ahí, piensan que no soy lo que creían. Esa decepción es un equívoco común. Lo de que soy un traidor es mentira, pero lo digiero. El insulto sí es desconcertante. Hay una agresividad y un fanatismo frente a los cuales se hace imposible opinar”.

What if…?

“Sí, hubiera sido un presidente polémico porque hay temas en los que la gente asume que tomará determinada posición, pero con él no funciona así”, dice Beatriz Gallego, su mano derecha. Humberto de la Calle no sigue ni adula a nadie y le desagradan los áulicos, le gusta rodearse de gente crítica. Es rabiosamente independiente. No se compromete con nada sin tener claridad ni sopesar las consecuencias. Tampoco teme corregirse. Es humilde para reconocer aquello de lo que no sabe y unir a su equipo a gente que sí. Mantiene relaciones de igual a igual con sus colaboradores, recibe sus comentarios abiertamente, permite discrepar: “No tenemos que defender algo con lo que no estamos de acuerdo, aunque él toma la decisión final. Su naturaleza es debatir, escuchar los contraargumentos, y eso ha sido muy bonito”, añade Gallego.

No le gustan los “What if…?” (“¿Qué hubiera pasado si…?”), le parece inútil plantearse escenarios hipotéticos, los rechaza de plano. Tampoco cree en el destino, y sin embargo…

—Cuando tenía 16 años una bruja en Manizales vio mi foto y me dijo: “Usted va a ser presidente”. Me lo quedó debiendo. O yo a ella —dice moviendo los hombros mientras ríe.

Por supuesto que le hubiera gustado ser presidente de la república. Ha ocupado todas las más altas dignidades que se pueden alcanzar en el Estado, menos esa. Ha sido protagonista y artífice de varios de los proyectos transformadores más importantes de la historia contemporánea de Colombia, como la Constitución de 1991 y el Acuerdo de Paz con las FARC, lo que equivale un poco a haber sido presidente sin serlo. Se conoce a sí mismo. Desde niño se sentía diferente, llamado a algo grande. Sabe de lo que es capaz, pero tomó medidas por si la suerte no siempre lo acompañaba: “para quien conciba que su vida sólo es completa y útil si llega a ser presidente, la frustración debe ser terrible. Yo he tenido muchas vidas: la académica, la política, la literaria, la de abogado… en ese sentido, no haber sido presidente no es, para mí, una frustración radical”.

Los expresidentes con los que ha trabajado lo han escuchado atentamente, dentro y fuera del cargo, y acogido muchos de sus consejos y recomendaciones. No funge como asesor, ni como vocero; mucho menos, como representante de ninguno de ellos, pero la suya es una opinión que han tenido en cuenta porque pocos entienden el Estado como él. Lo tratan con el mismo respeto y la misma distancia con la que él los trata. Ha discrepado con ellos con una franqueza con la que pocos se atreverían y que a pocos les admiten.

—Hay que ser Humberto de la Calle para hablarles así a los expresidentes —lo interrumpo mientras, en medio de una conversación, me cuenta desenfadadamente y sin la menor arrogancia, como si fuera lo más normal del mundo, un diálogo que sostuvo con uno de ellos, y del que me llaman la atención el tono y las palabras firmes y directas que usó. Reacciona como cayendo en cuenta y no puede evitar sonreír con algo de timidez.

¿Y si hubiera ganado? ¿Cómo habría sido el presidente de Colombia Humberto de la Calle Lombana? Varios coinciden: conciliador y dialogante, pero no le hubiera sido fácil encontrar con quién gobernar porque no tiene muchas personas de confianza en el Estado. Respetuoso y defensor de las instituciones, de la separación de poderes, de la libertad de prensa. Con un gabinete rigurosamente técnico, una agenda progresista, donde la educación, la cultura, la ciencia, la paz y los derechos humanos ocuparían un lugar preponderante. Por su experiencia como embajador, habría impulsado la presencia de Colombia en el mundo. Quienes lo admiran lamentan que no haya sido presidente, creen que tendría una forma distinta de hacer política, pero hubiera sido incomprendido. “El país es ciego, porque es un estadista, un hombre muy profundo, ponderado. No creo que haya alguien que conozca mejor a Colombia”, esa frase, dicha de maneras distintas, resume lo que expresan muchas de las personas que entrevisté. No haberlo tenido como presidente, dicen, fue una oportunidad perdida.

Finalmente accede a regañadientes al “What if…?”:

—¿Cómo hubiera sido usted como presidente? —la pregunta le sorprende y se acomoda en la silla. La respuesta le cuesta. Siempre teme parecer vanidoso cuando habla de sí mismo.

—El lema de “primero los pobres” no era retórica, la inequidad es el principal problema del país. Habría tenido buenas relaciones con la fuerza pública y fortalecido su trabajo de defensa de la soberanía, pero no habría tolerado violaciones a los derechos humanos. Habría sido transparente en la comunicación, reconociendo errores y confesando cuando las cosas salieran mal, ningún político hace eso. La Presidencia debe ser una cátedra permanente de lo correcto, de lo honesto. Creo que el presidente debe dar ejemplo de ética y de probidad y, si es así, se extiende a toda la gestión del gobierno. Un buen presidente es, ante todo, un pedagogo, la educación y la cultura son clave. Todo presidente llega con ilusiones y termina arrollado por los acontecimientos, pero hubiera querido que la gente dijera refiriéndose a mí: “Esa persona es confiable, sería capaz de dejar a mis hijos a su cuidado”. Me preparé mentalmente para esos desafíos y creo que lo hubiera logrado.

—Usted ha dicho que “un presidente de Colombia tiene que ser audaz y valiente, no necesariamente inteligente” ¿habría sido un presidente audaz o un presidente inteligente?

—La inteligencia permite ver distintos escenarios y cosas, dudar de todo. En mi caso puede ser menos fuerte la audacia porque no soy partidario de destruir para reconstruir. Creo que hubiera sido un presidente metódico, reflexivo, que iría paso a paso.

Humberto de la Calle es considerado por muchos como el último de los políticos intelectuales. Daniel Carvalho cree que eso lo hace excepcional y concuerda con otros en que habría sido el presidente de la transición: “Sin el acuerdo con las FARC, hoy no tendríamos un gobierno de izquierda. Creo que, con toda su trayectoria, Humberto ha ayudado al país a prepararse para gobiernos más progresistas. Su experiencia como negociador es sumamente valiosa. Siento que el gobierno lo está ignorando y me parece un desacierto del presidente Petro”.

“El poder es una ficción”

Le han dicho que es un intelectual perdido en la política y admite que es probable. Le interesan más la filosofía, la lectura, la escritura: “Me produce más alegría el trabajo intelectual”. Es un lector voraz. Ha escrito varios libros, pero a los 77 años acaba de publicar el primero de ficción: una novela. Está fascinado, entusiasmado, considera que ser escritor es su vocación real y quiere dedicarle los años que le queden: “He sido testigo o protagonista de algunos hechos importantes de Colombia, pero quiero empezar una nueva vida con mis proyectos literarios, incluso, con el ánimo de separarme de la política, que ya no me atrae tanto. He tenido satisfacciones en la vida pública, pero la política es un ejercicio muy desagradecido. Es la actividad más noble, pero también la más abyecta del ser humano”.

Es celoso de su privacidad, selectivo. Quiere recuperar la intimidad perdida por la excesiva exposición que implica el ser un político renombrado. Quiere tener tiempo para sí mismo. Piensa estudiar Filosofía, Historia o Literatura en la universidad. Ser, de nuevo, un estudiante de verdad.

La inverosímil muerte de Hércules Pretorius, es el título de la primera novela de Humberto de la Calle, publicada en 2023.

Con la edad ha ganado libertad, su independencia y escepticismo se han acentuado. Lo acompaña la soledad, pese a la presencia de familiares y amigos. Es consciente de la vejez y de la idea de la muerte, pero no lo detienen, como tampoco lo hicieron el pesimismo o la timidez. El cuerpo impone algunas limitaciones, pero el fuego interior que lo impulsa sigue vivo. “No es que no me importe la muerte, pero hoy la veo con más distancia. En la juventud uno es poco consciente de esa limitación de la vida. No es que con la edad uno sea más valiente, pero le va tomando cierta confianza en el sentido de que sabe que aparecerá pronto, y se libera de pensar en el futuro de los hijos. Creo que mi miedo a la muerte se ha atenuado. Hay un temor a morir, pero me parece que es más abstracto”.

Ha ido desprendiéndose de cosas. Mientras lo escucho, pienso que incluso su aspecto físico ha cambiado en los últimos años: sin las gafas —la seña de identidad de su rostro durante décadas—, el traje y la corbata que le daban un aire de solemnidad, y que cambió por un estilo de vestir más informal, parece liberado de una armadura. Y se mudó recientemente a un sitio más pequeño: sin Rosalba no necesita tanto espacio.

Reconoce que ha tenido influencia, pero dice que nunca se ha sentido poderoso: “He estado cerca del poder, pero no he tenido el poder que me atribuyen. Haber estado cerca de varios presidentes me permite decir que un presidente tiene más limitaciones que capacidad real de incidir tanto como quisiera. No es como la gente imagina, el poder es una ficción. La vida de un político es una vida de asedio. Me agobian pidiéndome trabajo, o que influya en decisiones que están fuera de mi alcance. A veces la gente no me cree que no puedo ayudarle y se decepciona. Me sobrecarga no poder satisfacer. Hay políticos que disfrutan con que les pidan favores, esa es su fuente de poder. Yo no. Esa cara del poder que se asocia con el jolgorio, y que muchos disfrutan, para mí es un poco ficticia”.

—¿Qué ve cuando hace un balance de su vida? —le pregunto antes de despedirme en la última de muchas y largas conversaciones.

—Sinceramente, he llegado más lejos de lo que pensé. Nací en una familia de clase media expulsada por la violencia; estudié en una universidad pública. Creo que, en parte, ha sido suerte. Cometí errores, hice cosas que son objeto de crítica, pero no fui inferior a la oportunidad de lo que pudiéramos llamar destino.

—Pero se le conoce poco íntimamente, en su faceta humana. ¿Cómo es usted?

—Soy un hombre honesto, tolerante, respetuoso del pluralismo y constructor, por lo menos en lo normativo, de decisiones que le han convenido a Colombia. Soy una persona decente. Creo que en mí hay veracidad y honestidad —responde sin el menor atisbo de duda mientras se mira la manos, entrelazadas sobre la mesa.

—¿Y cómo cree que lo recordarán?

—Seguramente seré recordado como un hombre público. Quisiera que me recuerden, sobre todo, por la Constituyente y el Acuerdo de Paz, pero también por mi vida de escritor. Y quisiera escribir un libro sobre los derrotados. Nadie escribe sobre los derrotados.

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