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Por LUIS MANCIPE LEÓN

Soy humano y todo me pasa

Héctor Lavoe

Hay un lugar común que siempre me ha parecido curioso. Ese que dice que con el Quijote (de 1605 la primera parte y 1615 la segunda) nació la novela moderna. Es una frase, una idea, que se escucha alguna vez en la vida, ¿no?, en un colegio, por ejemplo. Y quién sabe quién la dijo primero. No quiero averiguarlo. Creo que si confío y me dejo llevar por la impresión de que se trata de un lugar común, me podría situar en él y tratar desde allí pensar por qué. Se me ocurren varias cosas: su barroquismo, el Quijote dentro del Quijote, la cantidad de voces, la prosa, la traducción, las partes, el humor, la crueldad, el amor, la variedad de temas, la capacidad proteica de absorber hasta el falso Quijote de Avellaneda e incorporarlo, y así con cantidad de historias del camino hacerse en los lugares; el volumen del relato, su ingenio, quizá el entonces reciente hallazgo de la redondez de la Tierra. No sé, la verdad.

Hay tantos posibles motivos para pensar que con el Quijote “nació la novela moderna”…, y sin embargo debo insistir en que no estoy seguro de qué quiere decir eso del nacimiento de la novela moderna. Buena parte de las posibles razones que acabo de mencionar no son exclusivas del Quijote. Dante dividió la Divina comedia (1472) en tres partes, Infierno, Purgatorio y Paraíso, en las que registró poéticamente la política de la historia y la cultura occidental: gobernantes, criminales, suicidas, poetas, héroes, artistas, vírgenes, una prostituta, reinas, Dios, el diablo, aparecen en su poema como en la obra de Cervantes hay castillos, ladrones, cautivos, moros, cristianos —y se dice, no sin posibilidad, que hay pocas menciones directas a los judíos en el Quijote, pero a cambio hay rastros y rasgos en diversos puntos de la obra; y no es de extrañar: la España de Cervantes era un “laberinto de las tres religiones” (1)—, doncellas, cocineras y alucinaciones…, pero la Comedia de Dante está en verso. El Lazarillo de Tormes (1545), por nombrar otra, se escribió cuando ya había una noción de América al otro lado del Atlántico, y combina el humor y la crueldad, pero es más bien breve. Apuleyo incluyó una “novela” dentro de su novela, el mito de Eros y Psique en el Asno de oro (siglo II d. C). Y en la Odisea (siglo VIII a. C), cuando Odiseo llega a Esqueria, última parada antes de al fin regresar a Ítaca, ya allí tenían algunas noticias suyas —habían pasado casi veinte años—: un aedo llevaba días cantando lo ocurrido en Ilión para Alcinoo y los feacios cuando Odiseo encalló, o cayó más bien en las playas de Esqueria. Aquel interrumpe su canto para que el náufrago pueda contar(se) la parte del relato que Nadie conoce. Ese que calla entonces, ¿quién es? ¿Homero, su doble, el testigo que pudo escuchar a Odiseo y contar con la memoria que aquel relato exigía? Si así fuera, costaría decir que en ese caso se tratara de un impostor como el de Avellaneda. En la segunda parte del Quijote también pasa que algunos personajes ya han leído la primera, y en vez de sorprenderse le siguen la corriente a Don Quijote, pero se me ocurre un motivo más por el cual puede ser considerada, quizá, la primera novela moderna, y tiene más bien que ver con lo que en ella se cuenta: su protagonista es un loco. No un endemoniado, aunque sí encantado, ¿quién se atrevería a negarlo? Un hidalgo que va andando por ahí, procurando aventuras caballerescas con ideales nobles —hijos de algo— de libertad, belleza, bien y amor, al que la realidad y su disociación, su dislocación, estimulan y aporrean constantemente —en compañía de Sancho—, y así, cuando no nos partimos de risa, nos conmueve hasta las lágrimas, o nos invita a considerar y reflexionar las más diversas cosas de este mundo y nuestro paso por él, brindándonos una educación psíquica que ocurre prácticamente sin que nos demos cuenta mientras avanzamos en la lectura. Y es precisamente la lectura una de las cosas que enloquecen a Alonso Quijano, sino la principal.

Ni el Dante de la Comedia, ni Lázaro, ni el Lucio de Apuleyo, ni Odiseo están locos —aunque este último es capaz de hacerse el que sí para evitar ir a la guerra. Tal vez la modernidad del Quijote radica —entre otras cosas— en la democratización de la locura: el protagonista de la novela padece algo de lo que nadie está exento —no es una cuestión de época, de clases, ni raza.

¿El otro loco (¿?) famoso que le da nombre a una obra? Hamlet (1603). Pero ir en esa dirección requiere un temple que este texto no pretende. Porque además no quiero siquiera hablar del Quijote —o un poco sí, evidentemente, pero no es el caso principal de estas líneas. En verdad el lugar común me sirve para acercarme a la locura. Pero antes de adentrarme en la novela que provoca este texto, quiero decir algo más, ya no sobre el Quijote sino sobre el barroco.

El teatro del mundo

Advierto que lo que diré ahora es muy superficial, no tengo intención de dar ninguna definición de nada.

El teatro del mundo es una cuestión especialmente barroca. Pensar que uno puede ser tomado por lo que aparenta, sus acciones, su puesta en escena, su statement visual –cualquiera que tuviera una sotana puesta, en el barroco (o en su teatro, al menos) pasaba por cura, aunque no lo fuera; y si había travestismo, pues, un hombre por mujer y viceversa, aunque en el teatro de entonces (me refiero al tablado) solían actuar mayormente hombres, de manera que muchas veces los personajes femeninos estaban ya ungidos de travestismo– resulta todavía hoy muy impresionante, ¿no?

El teatro del mundo, además de darle a la realidad una cualidad de artificio, también permite profundizar en su carácter cómico y trágico: incluso en las improvisaciones hay una idea de destino, de que algo está escrito, o por escribirse. Como en un drama, la vida se vuelve entonces un vaivén de ilusiones y eso facilita que en algún punto a cualquiera se le vaya el yoyo; aunque nada de lo anterior es per se un camino sin retorno a la locura.

A partir de ahora puedo dar

Pasaje al acto (2019)

La novela de la escritora argentina Virginia Cosin (Caracas, 1973) comienza en presente, con la protagonista —una mujer que se apellida Cohen, único dato de su nombre— contando cómo dibuja jeroglíficos en los azulejos del baño mientras contempla la tina llenarse de agua caliente con la esperanza de que podrá ahogarse después de tomar un jarro de pastillas —no especifica cuáles— y altas cantidades de alcohol de las que no se fía mucho. ¿El detonante? Él no ha contestado un correo que le envió un par de horas atrás.

Él es —y crean que les digo la verdad— un tipo cien por cien olvidable. Pero en este momento me parece que es todo. Y para mí es todo o nada. La única forma que conozco de proveerme el propio sustento, mi único lugar seguro en el mundo, es el amor. El amor de otro. Desde que descubrí, cuando era una niña, el poder de enamorar, salté de hombre en hombre buscando un refugio seguro. Pero cada vez que estoy cerca de conseguir lo que quiero, ya no lo quiero más. (Cosin, 9).

Lo que sigue a ese primer párrafo es la presentación de su jefe —que no es el detonante; el detonante es en verdad tan poco importante que, de todos los hombres que aparecen en la novela, me dio la impresión, no es ninguno: un tipo cien por cien olvidable. Poco después viene la primera regresión.

Trabajo en una agencia de publicidad. Creo que nunca gané tan bien en mi vida por hacer cosas tan tontas. Mi jefe es un hombre encantador, y hábil para los negocios. Tiene dos hijos del primer matrimonio y uno del segundo. Si mi madre lo conociera, diría de él que es “todo un mensch”. Imaginen una de esas publicidades de desodorante de ambientes, o cera para pisos, que transcurren en departamentos con grandes ventanales y blancas cortinas, sillones de muchos cuerpos y cocinas y baños relucientes. Departamentos habitados por familias rubias, heterosexuales y monogámicas, que las esposas desinfectan para que sus hijos no se contagien ninguna enfermedad y en cuyos living reciben al marido de punta en blanco, con los brazos abiertos y un piecito levantado. Ahora piensen en un modelo de hombre que encajaría perfecto ahí. Ese es mi jefe. (Cosin, 9–10)

Y uno podría pensar que también es su madre, pero es el jefe. En el tercer párrafo ya empieza a escribir en pasado.

Desde que me contrató hasta que me invitó a salir pasaron dos semanas. Mentiría si dijera que no lo vi venir. (Cosin 10)

A diferencia de Don Quijote, que, por el contrario, no arranca la novela queriendo quitarse la vida, en una época en la que las posibilidades de ser hospitalizado en La Mancha por locura no debieron ser muy altas, si no nulas —lo ignoro, sé que en Valencia, desde 1410, existía el Hospital de Ignoscents, Folls e Orats, tomado como el primer psiquiátrico del mundo— la protagonista de Pasaje al acto —llamémosla ella, para evitar decirle “Cohen”, que la única vez que aparece en la novela, se menciona solo para advertir que en la carpeta de su archivo médico escribieron “Coen” sin h, esa letra muda, ese cuatro invertido, pequeña silla, por lo que su identidad nominal parece ser algo de lo que quizá no quiere deshacerse, pero sí dejar de lado, como si prefiriera librarse de cargar con un nombre, un apellido que ya he escrito no una, sino dos veces, casi tres— es rescatada por su familia e internada. Dos cosas: ella no le da la espalda a su familia, porque ha de encarar su memoria, entonces el desplazamiento de no cargar con un nombre quizá responde más a una necesidad de afrontar la internación, que es… lo que queda de novela, que no se trata de su familia —o no solamente—; y lo otro es que no estaba tan loca como Alonso. Cuando la ingresan a la clínica, en la entrevista de entrada con el psiquiatra, a quien acaba de intentar seducir por primera vez, le dice: “Me quiero ir. Yo no soy como el resto. Soy distinta. Estoy actuando”. Ese engaño revelado, el desengaño del estoy actuando…, es decir: esto no es real o más bien no quiero que lo sea lo dice alguien que acaba de intentar acabar con su vida. Y es ese intento de suicidio la acción que implica —y da inicio a— Pasaje al acto. La novela es en sí un aparato performático.

Entonces aparece otro punto clave. Don Quijote quizá gozaba de mayor libertad —la propia de un loco suelto: sale de su casa, donde se pasaba los días encerrado leyendo, hacia el mundo (estuve a punto de escribir pa’ la calle, pero él no sale —solo— a la calle; lo de él es otra cosa, caballero andante)—, ella en cambio llega a un lugar a ser recluida, que no se distancia mucho de una residencia.

Me hacen escribir una lista con las cosas que considero básicas para permanecer una temporada en la clínica de recuperación. Así la llaman. Preferiría que la llamaran “el psiquiátrico”, o “el loquero”, o mejor aún, “el frenopático”, como en esa novela que leí hace un siglo, en alguna de mis otras vidas. Le entrego el papel más tarde a una mujer. No están permitidos dispositivos electrónicos como celulares, laptops o tablets. Hago una lista en la que incluyo ropa, efectos personales para la higiene como shampoo, crema de enjuague y crema para la cara, varios libros, cuadernos y lapiceras. (Cosin, 18)

Y con esas cosas básicas ella hace la novela que nos ocupa ahora.

La novela es casi un recordatorio constante de la univocidad entre cuerpo y presente, verbal y físico. Cuando el relato —la escritura— se ubica en la clínica, lo hace de una manera tan apelativa, que podríamos decir que ese cuerpo —el texto— solo habita el presente, atravesado por diversos tiempos y experiencias, pero siempre en la misma desubicación (2) de su hechura y desgaste, ahora en plena internación.

Así las impresiones del lugar, el comedor, la biblioteca, las visitas del doctor, el deseo que se despierta en ella cada vez que lo ve, todo se hace más vívido a partir de la conjugación de los sentidos y las percepciones. Los sonidos y las imágenes, la disposición de las camas, las texturas, las conversaciones con otros pacientes, las descripciones y caracteres de otros personajes, todo esto tiene lugar en la narración, pero a mí me llaman la atención dos cosas relacionadas al olfato y el gusto —la primera por motivos quizá un poco ajenos a la novela, no sé qué tanto.

El “olor a sopa de verduras mezclado con desinfectante” (Cosin, 18) es un olor que he identificado con muy pocos lugares: los geriátricos en los que vivía la mayor de mis tías en Caracas; y el psiquiátrico Jesús Mata de Gregorio, donde hice el servicio comunitario de la universidad: un taller de lectura, expresión oral y escrita que brindamos a los pacientes entre Patricia Heredia Pelaca y yo. A veces caminando, al pasar cerca de alguna residencia geriátrica o psiquiátrica, de pronto llega. Fue involuntario leerlo y recordar con la nariz (o su imaginación) el día júpiter (3).

En cuanto al gusto diré algo más adelante.

Este lugar me da miedo, aunque más miedo me da lo que soy capaz de hacer cuando no me controlo. Nadie puede garantizarme que voy a recuperar el dominio de mis actos (…) Cuando Esther, mi psicoanalista, me habló de la posibilidad de una internación, imaginé una especie de clínica más parecida a un spa que a este edificio viejo y gris. Esther es una mujer elegante y algo fría, aunque a veces tiene raptos de ternura. Sé que hizo lo posible por ayudarme, pero en un momento se dio cuenta de que algo en mí se resistía y ya hacia el final de la última sesión, me dijo que quizá lo que yo necesitaba era librarme de toda la carga y la exigencia que la vida adulta me imponían, y que en un lugar como este iba a poder descansar. Ahora miro las paredes sucias y me siento atrapada, más presa que contenida. (Cosin, 22–23)

Librarse de toda la carga y las exigencias que la vida adulta le imponen. Eso es lo que recomienda su psicoanalista. ¿Y qué es la “vida adulta”? ¿Lidiar con las consecuencias de un libre albedrío, con las relaciones afectivas y burocráticas del día a día —lavar la ropa, cocinar y comer sano, trabajar, hacer diligencias en ministerios, ejercitarse— las expectativas o el temor de sentir una (in)cierta forjadura del destino, o más de una? ¿No pueden resultarnos familiares esas cargas y exigencias tan abstractas? Cada quien lo sabrá (o no), pero básicamente a ella su terapeuta le sugiere un no te estás pudiendo hacer cargo, o, si se quiere, te están cargando, qué sé yo.

Ese poner la carga a un lado a partir de una hospitalización impuesta en este caso por su propia familia –y el equipo médico–, que tampoco le da la espalda, le permite despojarse de la verticalidad y colocar las imágenes a la altura del cuerpo, el cuerpo en presente que recuerda, que vuelve al pasado para que este tenga lugar en la escritura y ocupe un espacio físico: se pueda leer.

El cuarto de mi infancia estaba en el segundo piso de un caserón antiguo de Belgrano R. Tenía una enorme ventana con alféizar que daba al jardín. Una vez discutí con mi madre. Las discusiones eran muy frecuentes y no puedo recordar el motivo puntual de esta en particular. Solo sé que subí a mi habitación e hice algo que ya había ensayado cientos de veces en mi cabeza. Con el puño cerrado atravesé el vidrio repartido de la ventana, que se hizo añicos. Un ardor me recorrió el brazo, como si me hubieran picado cientos de avispas. El estallido hizo tanto ruido que mi madre lo escuchó desde el piso de abajo y subió corriendo las escaleras. Cuando entró en la habitación me encontró parada sobre una mancha de sangre que teñía la alfombra beige. Pegó un grito. Después me agarró de un brazo, me llevó hasta el baño y abrió la canilla de agua fría. Mientras me lavaba la sangre entre espasmos de llanto, me preguntó “¡¿Quién te pensás que sos? ¿Madame Bovary?!” (Cosin, 24–25)

Apareció la que faltaba. Después de Don Quijote, otra que enloqueció por la lectura. Una que además se suicidó: Emma. Madame Bovary será, desde ese episodio infantil, y través de los años, compañera de ella, que lee su historia en distintas etapas de la vida. Tras ese impulso repentino de atravesar el vidrio con el brazo, la aparición de Madame Bovary –quizá la primera vez que la escucha nombrar–, ese sinsentido del cuerpo encerrado en el nombre del personaje, acaba por invocarlo, acaso reclamarlo en la escritura, y el párrafo siguiente dice:

A veces creo que mis huesos bailan y me conmuevo con la precariedad con la que todos los engranajes funcionan. Pienso: qué máquina potente. Cuando escucho el corazón golpeando contra las costillas y la sangre zumba en mis oídos, me parece un invento del demonio. (Cosin, 25)

Ella no baila con sus huesos, cree que sus huesos bailan, como si no fuese del todo voluntaria esa danza interior, la misma impresión tiene de sus latidos, su pulso: un invento del demonio. “Demonio” viene del griego daimon, que a su vez, según el diccionario etimológico Merriam-Webster viene del verbo daiesthai, que quiere decir dividir, distribuir (4). Esa división implica (al menos) un desdoblamiento.

El demonio en la tradición judeocristiana está ligado directamente con el mal, y su relación con los cuerpos pasa por la corrupción. Así las tentaciones que le hace a Cristo en el desierto comienzan por calmar su hambre después de cuarenta días de ayuno; es entonces cuando Jesús dice “no solo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Si decidimos creer en Cristo, y hacemos de cuenta que Dios tiene una boca, hay que decir en defensa del diablo, que rara vez alguien escucha la voz que sale de ella; el cuerpo, mientras, sigue con hambre. En cuanto a la relación del demonio con su propio cuerpo, es conocida su capacidad de adoptar infinitas formas y “su mayor triunfo” como reza el dicho, “es hacernos creer que no existe”, bien gracias a una metamorfosis o haciendo uso de algún otro, como es el caso de los cerdos suicidas de Gadara, que se arrojan al despeñadero y mueren ahogados, poseídos por múltiples demonios que Jesús hizo salir del cuerpo de un par de hombres que vivían flagelándose con piedras entre tumbas. Las posesiones: esas fuerzas que de pronto penetran la máquina, la vuelven extraña para el yo. Y antes de que existiera noción alguna de psicología como la entendemos hoy día, el restablecimiento de la salud, supongamos una justa distribución de las energías que dominan el cuerpo —espíritu—, se (pro)curaba con exorcismos.

Por otro lado, los griegos se referían a Eros, entre muchas otras divinidades, como un daimon, y a diferencia de la anhelada represión judeocristiana hacia lo daimónico o demoníaco, no se emitía un juicio ético o moral: Eros no era ni bueno ni malo; pero los griegos no conocían la culpa, y tampoco estaban del todo de acuerdo en la amoralidad de Eros, pero no recuerdo cuál de aquellos genios dijo que no era ni bueno, ni malo, y lo busco y no doy con él. Volviendo a las posesiones, la esquizofrenia, por nombrar una de las enfermedades mentales graves, hasta hace relativamente poco tiempo, era considerada consecuencia de posesiones demoníacas. Si pensamos en las emociones, esas pulsiones del alma, de la psique, nos daremos cuenta de lo incontrolables que son, no en vano los griegos las llamaban pathos, de donde nos llegan términos como patología y psicopatología; es decir: el sentir no depende (solo) de nosotros.

Por eso, la impresión que tiene ella de ese cuerpo, ese presente –¿regalo? – es un extrañamiento, como si esa máquina potente fuese algo de lo que no es única dueña. ¿Y no es precisamente eso extraño, extranjero en el cuerpo, lo que puede dar paso al sinsentido?

Dice Alexandra Kohan:

La satisfacción en el dolor, descubierta por Freud, muestra cómo la voluntad yoica queda estocada —no tendemos a nuestro propio bien—. Y, siendo un poco hiperbólica, diría que la única voluntad es la de la pulsión. (…) Entonces, no se trata de que no haya voluntad, sino de advertir que esa voluntad no le atañe al yo y que no deja de ser paradojal ahí donde no apunta al bien ni a la utilidad. Un análisis posibilita precisar esas coordenadas del cuerpo, posibilita interrogar las condiciones singulares en que cada uno se topa con la pulsión, lo que la pulsión hace con (y de) nosotros y lo que nosotros hacemos con eso, y lo que hacemos con eso nunca lo hacemos voluntariamente. (Kohan, 92–93)

Kohan enseguida cita el poema “VI” de Hilda Hilst (5) que me permito reproducir.

¿Qué es la carne? Qué es este Eso

que recubre el hueso

Este embrollo liso y convulsivo

Este desorden de placer y fricción

Este caos de dolor sobre lo pastoso.

La carne. No sé de este Eso.

¿Qué es el hueso? Este vigor reluciente

Deseoso de envoltura y tierra.

Lustroso rostro.

Huesos. Carne. Dos Esos sin nombre.

La pulsión de muerte, ese empuje que se gesta adentro —después de todo ella lo había ensayado cientos de veces en su cabeza—, un buen día cumple su promesa (6) y lastima su cuerpo.

Por más de treinta años había transportado un corazón que no me pertenecía. Era como si me lo hubieran donado. Estaba en deuda y tenía que retornarlo a su dueña original. Si de algo estoy enferma es de deseo. Fue la potencia de obrar lo que hizo que la máquina se descompusiera. Como si hubiera sido provista de una fuerza poderosísima, tirada por caballos que, restringidos por riendas demasiado cortas, solo fueran capaces de cabalgar en el lugar. Así terminé hundida hasta el cuello. Ahora, la única forma que encuentro de aniquilarme es escribiendo. (Cosin, 20)

¿No era el deseo, su imposibilidad de cumplimiento real en comparación con las expectativas de la ficción, lo que llevó a Madame Bovary al sinsentido, a aniquilar el sentido del cuerpo? Esto me lleva a preguntarme, sin poder dar con una respuesta, ¿uno es su cuerpo o el cuerpo es algo que uno tiene o nos (con)tiene?

En cuanto al gusto, es este el fragmento que me parece más impresionante (una imagen que incluye todos los sentidos, si pensamos que el primero depende también del olfato):

Estoy recluida. No comparto mi idioma, nadie me entiende, los otros no me entienden, ni los de afuera, ni los de adentro, porque en este silencio cabe uno solo: yo. Atrapada en la parte angosta del embudo.

Sin lugar.

Singular.

Como un fantasma que no puede dejar de ser, pero tampoco puede estar.

Solo por la noche algo en mí se hace visible; si me revelara huirían, sentirían pánico. Lo que yo quisiera es desaparecer del todo, desvanecerme sin tener que hacer nada.

Desde esta altura solo puedo ver mis manos, mis brazos, parte de los hombros, mi pecho, mi abdomen, mi pubis, mis piernas, mis pies. Pero de mi cuello y de mi cabeza, ni noticias. Aunque veo. Entonces quizá los ojos estén donde tienen que estar. La lengua explora la superficie acanalada del paladar, lustra como un trapo el esmalte liso de la cara interna de los dientes, busca en las coyunturas y en los huecos restos de algo en descomposición. Como una almeja asoma la punta de su cuerpo blanco y carnoso para cavar en la arena un túnel. Pero los dientes la atrapan, la retienen. Los dientes, filosos, parten la lengua.

Alguien en camisón y ojos desorbitados empieza a gritar a unos metros y me señala con el dedo índice, una enfermera corre. Yo tengo la boca medio abierta y estoy tragando mi propia sangre.

Sobre el techo de la clínica, el agua de la lluvia tamborilea a intervalos regulares. Dos enfermeras me agarran del brazo mientras una tercera me inyecta algo que me duerme al instante. Me despierto de madrugada, después de un sueño transparente y liso como una pared de vidrio. Me toco la lengua con un dedo: palpo la llaga profunda y salada. Ahora solo resta esperar y observar cómo va cicatrizando en ese hábitat lleno de microbios (Cosin, 27–28)

(…)

Me llevan a la enfermería para limpiar y aplicar un tópico a la herida. Me hacen abrir la boca y sacar la lengua. Tira, arde. La enfermera, una mujer seca y gris, toma una gasa entre sus manos y con movimientos rápidos y automáticos echa un líquido marrón sobre la superficie blanca hasta que se absorbe, y aplica el tópico en mi piel rugosa y agrietada. El dolor me hace pegar un salto, pero ella, entrada en estos menesteres, con una sola mano me sujeta del brazo, sin mirarme a los ojos. Espera, cuenta los segundos. Por mi lengua se deslizan unas gotas de líquido que sabe a óxido, trago con dificultad, mover la glotis con la lengua afuera es casi imposible. Intento imaginar mi mueca. No sé qué máscara me iría mejor ahora, la de la comedia o la tragedia. Una máscara siempre sirve para proyectar la voz y ocultar la mirada. Pero un velo deja traslucir. Muestra y oculta a la vez, insinúa. (Cosin, 35)

“Toda poesía adquiere sentido a partir de su lenguaje y de la conciencia que el poeta tenga de él”, escribe Guillermo Sucre en el prólogo de La máscara, la transparencia, libro que busqué ni bien leí “máscara” y “velo”. Y aunque velo no es lo mismo que transparencia, ¿qué es lo que revela —vuelve a velar, cambia de velo, que no devela— la literatura?, ¿que es lo que adquiere sentido en un lenguaje?, ¿cuántas cosas puede decir sentido: sensación, dirección, significación, cordura, destino… cuánto más? Eso que se revela en ella, esa transparencia, eso translúcido, está hecho de una materia que comparte la posibilidad de ocultar el rostro, incluso la mirada, como dice Cosin, y ser la proyección —escrita— de una voz. Una voz que no puede dejar de relacionarse, en este caso, con la poesía y su cuerpo después de leer la palabra lengua partirse entre los dientes de un lenguaje. Y después de leer, también, cómo no, el deseo como una enfermedad, un pathos, algo que nos emociona, nos guste o no que lo haga. Y Eros…, ¿no era Eros al principio de su amor solo una voz para Psique, y una ausencia luego de que ella revelara su cuerpo alado alumbrándolo con velas? ¿Acaso no eran aladas palabras las que ponían las musas en boca de mortales y dioses en versos de Homero?

Una última escena

Hay muchas más que me gustaría comentar, pero para no extenderme tanto más me quedo con una, para la que debo hacer un breve recuento.

La primera vez que ella se encuentra con Madame Bovary tenía 13 años, lo hace porque su madre decía que era su novela favorita, “una obra cumbre, el nacimiento de la literatura moderna”. Entonces la leyó “como una ciega que no sabe braille”, pero más adelante, después de divorciarse daría con una edición de Colihue en una librería de usados. Esa lectura duró solo tres días “con la emoción del que descubre su propia vida narrada con las palabras justas, el corazón hinchado y comprimido, como sujeto por una pinza. El texto hablaba una lengua que yo no era capaz de expresar, pero que estaba guardada en esa zona incierta del cuerpo donde se licúan las palabras” (Cosin, 25). La tercera ocurre en “lo que el doctor llama la ‘biblioteca” de la clínica, pero se trata de “una vitrina antigua, ubicada en medio de un pasillo amplio (…) En los estantes se acomodan ejemplares que parecen haber sido donados, u olvidados por otros pacientes. La mayoría son novelas policiales y best sellers. Algunos libros de poesía de Juan Gelman y Mario Benedetti, algún Stephen King, un par de Ángeles Mastretta, varios de Isabel Allende y ocho o nueve clásicos Crimen y castigo, Guerra y paz, Mujercitas, Cuentos completos de Kafka en las ediciones coleccionables de Página/12 y, para mi sorpresa, un ejemplar de tapa dura, también de esos coleccionables, pero de La Nación, de Madame Bovary. Lo agarro, acaricio su lomo como si se tratara de una mascota abandonada y perdida en la calle” (Cosin, 26).

Se trata de tres momentos cruciales, ¿no?, hasta ahora (Lo agarro, acaricio su lomo) que se vuelve a topar con esa mascota abandonada y perdida en la calle, la misma que años atrás era como su propia vida, narrada con palabras justas.

La escena a la que quería llegar es una terapia grupal que tiene lugar en el salón más grande de la clínica, a la que ella pide no asistir, pero le niegan la solicitud y debe ir como una paciente más. Las sillas están dispuestas en ronda, son de metal, plegables, dice, “salvo la del Doctor, nuestro Doctor el bello, que está sentado en una silla de madera”.

Somos cinco, seis contando al Doctor: el canoso que no deja de mirar fijo, el gordo de la guitarra, una rubia lánguida que exhibe orgullosa dos largas cicatrices transversales que van de la muñeca hasta un poco antes de la cara anterior del codo, y la chica con aspecto de maniquí que vi el otro día y me suena de alguna parte. (…) Con toda intención, me senté de modo de quedar enfrentada al Doctor. (…) Entre mis ojos y los suyos tiendo una línea sobre la que un hombrecito invisible hace equilibrio, procura no caer, va de una punta a la otra de la cuerda. Estamos en silencio, pero puedo oír mis pensamientos que se atoran, como autos en un embotellamiento, antes de llegar a la boca.

一Bueno, cómo están.

Nadie contesta. Todos nos miramos, esperando que sea otro el que tome la iniciativa. El gordo levanta la mano.

一Sí, Leandro. Decinos.

El gordo, ahora Leandro, emite una serie de sonidos, un tamborileo con la lengua, las cuerdas vocales como enredadas, no entiendo si es tartamudo, o acaso soy yo la que no puede decodificar un discurso, si el problema es mío.

Me aburro como un hongo. Pienso en todas las películas que transcurren en psiquiátricos, me entretengo haciendo una lista mientras los demás hablan: Shock Corridor, La isla siniestra, Atrapado sin salida, Inocencia interrumpida, En la boca del miedo, Hombre mirando al sudeste. Todas con mensaje, moraleja y aprendizaje de vida.

Cuando me toca hablar digo que esos personajes tienen algo en común: no saben de qué lado del surco están, si cuerdos o locos, sanos o enfermos, o, mejor dicho, están convencidos de que saben quiénes son y qué hacen en un lugar como este, hasta que se dan cuenta de que están fuera de la realidad. Estoy leyendo un libro, digo. Me escuchan, me prestan atención: un libro sobre lo que te puede pasar si tu vida no te gusta y te gustan más las vidas de los personajes, aunque sean personajes que sufren, que sufren incluso más que vos misma, y que te gustaría ser un personaje para gustarte más de lo que te gustás como persona; que este mismo lugar, este lugar sombrío, húmedo y pestilente, sería atractivo, incluso por su fealdad, gracias a su fealdad, a su decadencia, si fuera un lugar inventado, si fuera un lugar que alguien, yo, por ejemplo, estuviera imaginando, estuviera traduciendo a un idioma de signos, si esta silla fría de metal, por ejemplo, que me hiela el culo ahora, más adelante, cuando esté frente a mi cuaderno, dejara de ser lo que es ahora mismo y se transformara en otra cosa cuando lo escriba. Que la diferencia entre Emma, la protagonista del libro que estoy leyendo, y yo, es que ella no puede hacer eso: escribir. Emma solo fantasea y se ahoga. Pero yo sí. Yo puedo. Donde Emma se ahoga, yo nado, o trato de nadar.

El Doctor me mira con aprobación, dice: bien, muy bien y me nombra, y mi nombre en su boca es como un budincito esponjoso, un bizcochuelo de naranja que no se desarma.

Este me parece un punto revelador de la novela, cuando establece esa diferencia, evidente: la posibilidad de la escritura para las mujeres hoy, la posibilidad de darle, por sí mismas, un cuerpo físico a esa licuadora de palabras y memorias que es invisible, o si se quiere, transparente, donde ocurren los síntomas que no tienen órgano, pero que adquieren en la escritura un cuerpo al fin.

¿Qué te parece, Lázaro?

Bibliografía

Virginia Cosin, Pasaje al acto. Editorial Entropía, Buenos Aires, 2019.

Alexandra Kohan, Un cuerpo al fin. Editorial Paidós, Buenos Aires, 2022.

Notas

1 Julio González Alonso. “Rastros judíos en el Quijote”. https://insulacervantes.wordpress.com/2020/03/03/los-rastros-judios-en-el-quijote/

2 Dice Alexandra Kohan en Un cuerpo al fin (2022):

Sucede que el cuerpo está por venir, que resulta un destino incierto. El cuerpo: esa guerra de pulsiones, esa superficie donde se libran las batallas de las escrituras trágicas, pero también cómicas; el cuerpo: esa superficie donde se traman las historias sin sentido con la que se hace una vida. El cuerpo, “una vez que está ahí, si sigue siendo extranjero, y mientras siga siéndolo, en lugar de simplemente ‘naturalizarse’, su llegada no cesa: él sigue llegando y ella no deja de ser en algún aspecto una intrusión: es decir, carece de derecho y familiaridad, de acostumbramiento. En vez de ser una molestia, es una perturbación en la intimidad”. Dice Jean-Luc Nancy. (Kohan 97-98)

3  Patricia y yo asistíamos al Hospital Jesús Mata de Gregorio los martes y los jueves para dar el taller. Una de esas tardes, cuando ya finalizábamos la sesión y estábamos a punto de irnos, uno de los pacientes nos dijo, a una velocidad atropellada y conmovedora, que esos eran los mejores días de su semana. Cito de memoria: “No se vayan, no se vayan. Esto tenemos que hacerlo todos los días: lunes-martes-miércoles-jueves-viernes-sábado-domingo-lunes, hagamos que todo esto sea un solo día, ¡hagamos de este taller el día júpiter!”.

Aprovecho esta nota al pie para agregar dos cosas, que pensaba dejar de lado, pero que finalmente se han resistido a quedar por fuera. La primera es que para nadie es un secreto el estado de los hospitales en Venezuela…, las instituciones que se dedican a la salud mental, en particular, significan un dolor muy hondo. Hace un tiempo en El Pitazo leí la noticia de que parte del Hospital Psiquiátrico de Caracas había sido tomado por los milicianos (esta suerte de civiles-militares de conuco que ideó Chávez para ocupar el tiempo de algunas personas mayores), y que estos utilizaban las instalaciones para la cría de animales de granja, entre los cuales, sin duda, los más llamativos eran los cerdos. (https://elpitazo.net/salud/usuario-en-twitter-denuncia-presencia-de-cerdos-en-hospital-psiquiatrico-de-caracas/)

Lo otro es que, como era un taller de lectura y escritura, les facilitábamos a los pacientes los materiales de lectura (cuentos, poemas y ensayos, principalmente) en fotocopias, y solíamos llevar también hojas en blanco, lápices, colores y demás para que pudieran desarrollar sus propias creaciones en el horario del taller. Un día, en una de las últimas sesiones, poco antes de comenzar, se nos acercó un paciente llorando, para preguntarnos si podíamos volver a darle todos los materiales porque los guardias nocturnos se lo habían quitado todo y lo habían destruido, incluyendo sus propios textos. Patricia y yo quedamos…no sé muy bien cómo quedamos con eso, pero seguro no tan afectados como quienes permanecían internados en esa institución. Al finalizar la sesión pedimos hablar con el director del hospital, quien nos había abierto las puertas para ofrecer el taller, y lo único que conseguimos por respuesta es que no se podía hacer nada, que había ciertas cosas que desestabilizaban demasiado a los pacientes. Aprovechamos la ocasión para comentarle que teníamos intención de armar una antología con los materiales producidos por los pacientes y su negativa fue rotunda, nos prohibió cualquier tipo de publicación. A partir de ese día, creo que puedo decirlo por los dos, el taller se tornó una experiencia cargada de tristeza. Rescatamos algunos dibujos y uno que otro poema a escondidas…hoy día tampoco sé qué pasó con esos papeles. Lo siento.

4 Etimología de “demonio” en Wikipedia

5  Hilda Hilst, Del deseo, Córdoba, Postales Japonesas, 2020.

6  El portal etimologias.dechile.net conviene que la palabra “promesa” viene del latín promissus compuesto de pro (antes) y missus, participio de perfecto de mittere (enviar). El verbo mittere significa arrojar, salir. No solo nos dio la palabra meter, también nos dio misa, misil y misión.

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