Las noticias sobre el clima extremo copan más titulares que los destinados para la guerra en Ucrania o las vesanias de Kim Jong-un. Todos los continentes han reportado, a diario, problemas sobre incidentes climáticos relacionados con la ola de calor extrema nunca experimentada en la historia humana, por lo menos, desde que se tienen registros fiables de la era industrial. El verano boreal 2023 ha significado una alerta que atañe a todos, más, sin embargo, incide dramáticamente sobre el trabajo de los planificadores urbanos para el próximo lustro. Las antiguas bielas que atendían la mayor parte de los ejes temáticos del urbanismo y el derecho urbanístico, como por ejemplo el respeto a la zonificación, terminan siendo piezas de museos sobre una época donde era íntegro establecer una ciudad porque nunca cambiaban las condiciones naturales. Hoy, quien afirme este antiguo apotegma, aproxima su visión a un pasado, que parece, no volverá y que debería inquietarnos a todos los seres humanos de cara a las 2/3 partes de tiempo de lo que queda de este siglo.
Este verano inicia, según apuntan expertos de todas las agencias (oficiales o independientes), la época de mayores incertidumbres climáticas. ¡Bienvenido el Antropoceno! Aunado a la canícula que genera un círculo vicioso de mayor consumo eléctrico para los equipos de refrigeración, encontramos tormentas que se transforman en verdaderos tifones en lugares donde jamás se había vivenciado este tipo de fenómenos. El extremismo pareciera convertirse en el signo más significativo de la vida que nos depara, y donde, paradójicamente, los avances tecnológicos se transforman en pueriles invenciones que también sucumben ante este clima alelado, por no llamarlo exótico. En otros ámbitos, preocupa a los agricultores que el cambio de patrones genere cosechas diezmadas, lo que dispara la alarma de emergencia alimentaria en casi todo el orbe. Ante una situación de disminución de alimentos, se activan forzosamente los mecanismos de seguridad interna, prohibiéndose exportaciones de granos y otros productos básicos de la dieta occidental. Y, por si fuera poco, la infraestructura que nos conecta (aire, mar, tierra), se hace vulnerable porque no fue construida para eventos extremos dado que éstos eran “imposibles” que ocurrieran. El ejemplo de la planta nuclear de Fukushima es una lección palmaria sobre la ausencia de límites para la naturaleza y nuestra ingenuidad de pretender que somos más listos que ella. ¡Et in Arcadia ego!
Ante las amenazas -plausibles y no plausibles- la planificación urbana ha acuñado una disciplina que poco a poco se delinea en grandes trazos para su aplicación tanto para las ciudades de antaño como las de hogaño. Mencionamos la antifragilidad, que se define como la capacidad para anticipar los riesgos que sufrirá cada espacio geográfico como consecuencia del cambio climático. El territorio, tal como lo hemos conocido, poco a poco modifica su rostro en la medida que las metamorfosis climáticas nos obligan a reclasificar esos espacios entre los que se calificarían como de “mayor fragilidad” frente a los de mejor resistencia a los embates, todavía desconocidos, del nuevo clima terráqueo. Lo más resaltante es que la mayor parte del planeta vive cerca de las líneas costeras, es decir, las ciudades de mayor concentración poblacional y desarrollo económico se encuentran en las franjas cercanas al mar. Esto las vuelve extremadamente frágiles, donde inesperadamente, comienza a contarse los días en que la ciudad queda inhabilitada “por completo”, producto, por ejemplo, de un huracán, como ocurrió esta semana con Hong Kong o Miami.
La antifragilidad parte de dos premisas. La primera, que el clima es un problema demasiado imprevisible, hasta el punto de que los registros de los últimos 100 años sobre el comportamiento de una cuenca hidrográfica se vuelven pueril, inerte y hasta peligrosamente caldo de cultivo para grandes desgracias. Esto hace, por ejemplo, que lo dispuesto en el numeral 2 del artículo 6 de la Ley de Aguas vigente (2007), sobre el estudio de las crecidas, correspondientes a un período de retorno de dos comas treinta y tres (2,33 años); sea una medición que no aporte nada para soluciones hacia el futuro. Ni se diga de otros modelos predictivos, basados en el comportamiento del territorio en los últimos 50 años, pueden aportar en este momento un diagnóstico exacto sobre la viabilidad de un espacio geográfico, esté o no ocupado.
La segunda premisa es la persistencia de un daño imprevisible. Esta afirmación trae consecuencias, sobre todo, jurídicas de cara a la responsabilidad de las administraciones urbanísticas. Con un clima bajo patrones nunca visto e inadvertidos, la labor de los jueces al momento de la determinación de la responsabilidad urbanística se torna una proeza que va más allá de todo rasero conocido. Al no poder establecer parámetros racionales sobre lo que pudiera considerarse un daño cierto o potencialmente determinable, queda apelar por fórmulas cada vez más abstractas, como, por ejemplo, se asomó en un voto concurrente de la sentencia número 1632 de fecha 11 de agosto de 2006 de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia. En el fallo, se habla de la denominada “responsabilidad cívico-social”, donde, se prevé que ocurra un daño, pero no se tiene certeza de cuándo se materializará, quedando entonces ligado al azar. Y como dice la sentencia, “(…) si éste sucede [el azar] por hecho atribuible a alguien, este alguien debe responder (…)”.
La antifragilidad se vuelve, poco a poco, en la más poderosa herramienta para las buenas prácticas urbanísticas, cuya respuesta debería comenzar por aquel consejo de Nassim Nicholas Taleb, donde la lógica del cisne negro “(…) hace que lo que no sabemos sea más importante que lo que sabemos (…)” [El cisne negro. El impacto de lo altamente improbable. Barcelona, Paidós, 2008, p. 26]. Relata el matemático que el tsunami en el océano Índico de diciembre de 2004 pudo haber sido menos desastroso si todas las autoridades hubieran entendido que este tipo de fenómenos no es una rareza, sino más bien producto de una realidad concebible. Sin embargo, a pesar de ello, nuestra base científica cree que lo que conocemos es suficiente para resolver todos los problemas, cuando, es lo contrario (lo que no conocemos) lo que nos motoriza a tomar todo tipo de previsiones. Por ello, las ciudades del futuro, más allá de los motes como Smart cities, o ciudades de proximidad, etc., serán tanto más exitosas en la medida que sus planificadores y autoridades comprendan que se sustentan en realidades naturales extremadamente frágiles. Solo reconociendo que la naturaleza puede ser más lista que nosotros, comenzaremos a replantear nuestras maneras de ocupar y aprovecharnos de los territorios.
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