La frase «!Qué hago con mis helechos!» que lancé cuando me preguntaron por qué no me había ido del país cuando se desencadenó la trágica y desventurada desbandada humana provocada por el infortunio del socialismo bolivariano, era clara referencia al país vegetal, al verdor que solo la botánica y algunos espíritus de fina sensibilidad son capaces de ponderar y elevar a los aires mas altos. ¡Caracas es verde! Pero son muchos los que se niegan a aceptarlo y reconocerlo y sostienen que el cemento está devorando a la ciudad. Me duele no haber conocido mejor a la extranjera que con una verdadera cámara fotográfica y un abultado morral me dijo en perfecto español: «No sabe usted la cantidad de verdes que me llevo de esta ciudad». Seguramente toma fotos y las negocia con la industria textil, con los diseñadores, ¡vaya uno a saber!
Lo que ella estaba diciendo es que Caracas es una ciudad verde, una bella ciudad de intenso y multiplicado color de agua, manzana, helechos y mar Caribe y el amarillo y el azul, convertidos en verde, dominan en los jardines y transmiten tranquilidad, pero, asociados a la naturaleza significan prosperidad y generosidad, pero también celos erizados y envidia incontenible.
Lo más asombroso y desconcertante es descubrir que hay dos ciudades, dos países o lugares de privilegio que conviven teniendo apenas un esquina que los separa. Lo supe o descubrí cuando Giuseppe di Filippo, sabio en los misterios de la botánica y amigo esmerado me llevó a ver el vivero que desde hace años permanece vivo con solo pasar frente a Los Galpones de los Chorros, la galería de arte más renombrada de Caracas. Dos ciudades, dos hermosas y abiertas experiencias de vida: el Arte y la Naturaleza hermanadas, abrazadas en la forma y el color. Ambas construyen el espacio que más amo. En una, hay millares de diseños creados por la magia de la propia naturaleza que se viste a sí misma con dibujos y diseños de su propia autoría, millares de plantas que la iluminada mirada de mis ojos jamás habían visto o conocido, hojas con inexistentes e insólitos dibujos; colores que nunca hubiéramos creído que existían en la propia naturaleza. El formidable tesoro de una misteriosa botánica que crea senderos para que sin salir del vivero podamos cruzarlo de un lado a otro con el ansia y la avidez de quien, como yo, habría querido perderse en los inconcebibles laberintos de la belleza que la naturaleza sensible nunca oculta, esa naturaleza que está allí, viva, poderosa y exuberante mucho antes de que ella me viera nacer. Y sin saberlo o proponérselo ese vivero que agrupa las más altas perfecciones de la naturaleza sensible se encuentra justo al lado del Arte la gran mentira inventada, pero que expresa mis emociones y percepciones, mi personal visión del mundo y se convierte en mi única y majestuosa verdad capaz de equipararse y asociarse a la verdadera pureza de las plantas que viven en el amor que les ofrece el inmenso e indescriptible vivero de Los Chorros. ¡La intensidad del arte tan inútil como el canto del ruiseñor y la gloria de la perfecta naturaleza que tanta fuerza me dan para seguir viviendo!
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