“Lealtad al país siempre. Lealtad al gobierno sólo cuando lo merezca”
Mark Twain
En las últimas semanas hemos visto reaparecer con mucha fuerza en la narrativa oficialista la recurrencia a la palabra “lealtad”. Los representantes de la clase política en el poder, en actitud casi mendigante, piden desesperadamente a sus todavía seguidores, civiles y militares, “lealtad” para con ellos y sus cargos.
En las democracias populares modernas, los gobiernos existen –por encima de cualquier otra consideración- para manejar los recursos disponibles con miras a resolver las múltiples demandas y necesidades de la población, administrar sus inevitables y naturales diferencias, y garantizar la paz, la libertad y la justicia para todos. El gobierno está al servicio del pueblo, y nunca al revés. Por el contrario, en las concepciones militaristas y fascistas de dominación, el Estado-Gobierno ocupa la primacía de la pirámide social, y por tanto se sirve de las personas, antes que servirlas a ellas. En los primeros, la gente pide resultados y los gobiernos se esmeran en rendir cuentas. En los segundos, los burócratas le exigen “lealtad” a los ciudadanos, porque se sienten dueños y superiores de ellos.
Adicional a esta razón asociada con la naturaleza del régimen de turno y con su concepción sobre la relación debida con el pueblo, el tema de la “lealtad” hacia el gobierno es muy recurrente en administraciones de dudosa rentabilidad y pobre desempeño. Así, la exigencia de “lealtad” para con el establishment gobernante es un frecuente intento de eludir la responsabilidad que realmente importa, que es la de ser ellos leales a su deber de resolver los problemas concretos de la gente.
Supongamos por un momento que usted tiene una avería importante en el baño de su casa. Para resolverlo, busca (o se lo imponen, vaya usted a saber) a un plomero. Resulta que el convocado llega y lo que hace es hablarle por horas y horas sobre lo malo que son el resto de los plomeros del mundo, se explaya contándole que él pudiera ser el mejor plomero que existe, lo único es que no lo dejan, y le explica hasta marearlo por qué la plomería que él practica es la única que funciona. ¡Pero resulta que el individuo no sólo no le arregla el baño sino que lo pone peor! Si antes era el sanitario que no funcionaba, ahora no sale ni agua por el grifo. Pero no contento con esto, le roba los reales que usted le había adelantado para la reparación, le amenaza si a usted se le ocurre pensar en otro plomero, y encima le pide “lealtad” para con sus supuestas “buenas intenciones” de arreglar su baño. ¿Alguien ha visto una poceta o un lavamanos funcionando a punta de lealtades para con el plomero?
La única esperanza para el plomero del ejemplo anterior es que usted caiga en la trampa de invertir las prioridades, y se convenza de que lo verdaderamente importante no es que su baño funcione, sino que usted le sea fiel y leal al plomero, así el tipo sea carero, inepto y cada día peor. Usted se quedará sin baño, y el plomero se quedará feliz con su plata y con su lealtad.
Posiblemente usted dirá: ¿y habrá alguien tan ingenuo –para no llamarle estúpido, por aquello de los debidos respetos- que haga eso con su baño y su plomero? En verdad no conozco ninguno, pero sí sé de varios que lo están haciendo, no con su baño, pero sí con su país y con los responsables de administrarlo.
La trampa de exigir “pre-lealtades” hacia los burócratas del gobierno lo que busca es alejar el debate político del terreno racional de exigencia de resultados y demanda de obras concretas, y migrarlo engañosamente al campo gaseoso de los afectos intangibles y de las lealtades etéreas. Así, la discusión se aparta de la evaluación y escrutinio del desempeño real del gobierno –tal como ocurre en los sistemas democráticos modernos- y se centra en la cuestión primitiva y típicamente bananera sobre las intenciones de quien gobierna, no importa si su desempeño es deplorable y ruin, o sobre el cuento de imaginarios enemigos que sólo sirven como pueril excusa para mentalidades cándidas.
Lo cierto es que la verdadera lealtad es una virtud humana, que nos hace crecer como personas y como seres sociales. Es un compromiso activo y consciente con uno mismo, con la verdad y con los valores y causas que se comparten y se defienden. No puede ser confundida con sumisión o adulación servil. En este último caso, deja de ser una virtud y se convierte en una patológica perversión. A este respecto, el general Collin Powell afirmaba: “La lealtad significa darme tu opinión honesta, ya sea que pienses que me gustará o no”. Porque una cosa es la virtud de la lealtad y otra el servilismo que envilece y humilla a quien lo practica.
En el célebre Congreso de Angostura de 1819, Simón Bolívar afirmaba que el sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce la mayor suma de felicidad posible, la mayor suma de seguridad social y la mayor suma de estabilidad política. La inmensa contradicción para la actual clase política en el poder en Venezuela es que, coherente con ese pensamiento bolivariano, un régimen que condena a la población al hambre y a la infelicidad, que le priva de siquiera las condiciones mínimas de seguridad social, que ha convertido a su país en la nación con el mayor índice de desigualdad social del continente, y que al criminalizar y perseguir a quien no piense igual aleja toda posibilidad de paz y estabilidad política, se convierte de hecho –siguiendo a Bolívar- en el más imperfecto y perjudicial de los gobiernos, indigno de merecer la lealtad de quienes le sufren.
En vez de lealtades artificiales y sumisas, el tiempo es de responsabilidades. De exigir responsabilidad al gobierno para que haga su trabajo y justifique su existencia, y de exigirnos cada uno responsabilidad para con el país y con nuestros compatriotas. Responsabilidad para preguntarnos constantemente qué nos toca hacer a cada uno, y a todos como sociedad.
La actual clase política en el poder en Venezuela busca manipular constantemente a sus seguidores y a quienes quieran creerle con el jueguito de las lealtades, las traiciones y demás ridiculeces. Pocas cosas son tan convenientes para un mal gobierno como que la gente permita convertir a la política en un asunto de fe, de afectos pre-hechos y de lealtades impermeables a la exigencia de resultados. Ese el paso buscado de transformar ciudadanos críticos en un rebaño adormecido y manso. Lo cierto es que la exigencia de ciertas “lealtades” sin que haya del que lo exige una contraparte de responsabilidad en su conducta y en su desempeño en el poder, es una sutil pero eficaz herramienta de dominación y sumisión políticas.
@angeloropeza182
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