¿Damos una vueltecita por Caracas?, preguntó mi amigo Jaime Mendoza abriendo la puerta de su automóvil al que llamábamos: «El peligro amarillo» y recorríamos la ciudad como lo que éramos, dos alegres, despreocupados e irresponsables adolescentes y Jaime preguntó de pronto: ¿Por qué no vamos a Maracay a saludar a Félix Guzmán? Y allá fuimos y mientras paseábamos por la calurosa y otrora capital política del país volvió Jaime a preguntar: ¿Por qué no seguimos hasta Maracaibo, hasta el leprocomio que se encuentra en una de las islas de la Boca del Lago donde uno de mis hermanos es médico residente? Contamos el dinero que teníamos y tomamos rumbo a Maracaibo sin avisar a nuestras familias que estuvieron todo el tiempo que duró nuestra aventura llamando a las cárceles y hospitales para saber de nosotros.
Estuvimos en el leprocomio en el sector de los médicos, pero la visita a los enfermos nos afectó seriamente. Al salir, fuimos a conocer Paraguaipoa y mientras estábamos allí un muchacho se acercó a preguntarle a Jaime si por caso era Benjamín Mendoza, hermano de Jaime, profesor de literatura.
Quien preguntaba era una chica wayúu que en ese momento estaba siendo vendida por unos tíos y nos invitó a su casa muy adentro en la Goajira venezolana. Pasamos un par de días en una amplia casa y sentí que la hamaca en la que me tocó dormir se movía por unos enormes cochinos que pasaban por debajo y me despertaron, además, los faros encendidos de las camionetas de los guardias nacionales que inopinadamente se presentaron a medianoche para investigar un posible contrabando.
En esa casa conocí al famoso cacique wayúu José Fernández, el «Torito», hombre preocupado en todo momento por el problema de la escasez de agua potable. Esa tarde estaba allí para conversar y para que le pusieran una inyección mientras sus escoltas se echaban tragos de aguardiente y horas mas tarde los vi marcharse en sus mulas enfrentados al espléndido crepúsculo guajiro. El Torito recto y adelante y los escoltas atrás y uno de ellos, balanceándose de la borrachera, se cayó de la mula y el Torito sin inmutarse continuó su camino impertérrito.
Me gustó la manera que usaba aquella familia para recibir o no a las visitas. Frente a la casa, algo distante, se encuentra un caney donde se sienta la visita que es vista desde la casa. Si sale alguien a recibirla es porque es bien acogida. De lo contrario, es mejor que siga su rumbo. ¡Resultaba más honesto que esconder una caraqueña escoba detrás de la puerta!
La presencia de la Guardia Nacional determinó que no podíamos pernoctar más en casa de la chica que iba a ser vendida y decidimos decir adiós. Nos rogaron, por favor, que si regresábamos a Maracaibo dejáramos en Ziruma «estas dos maletas con unos familiares» y accedimos, pero en el camino pedí que abriéramos las maletas para saber qué estábamos llevando y al abrirlas vimos que se trataba de mercancía de contrabando. La familia de aquella chica de Paraguaipoa era gente que llevaba el contrabando en la sangre y nos habían convertido en contrabandistas. De manera que, por momentos y sin saberlo, lo fuimos. El médico del leprocomio había advertido a la policía que días antes tres jóvenes intelectuales de Caracas habían cruzado el río Limón y parecían haberse perdido en la aridez de la Goajira. Es lo que explica que después de entregar el contrabando que cruzó el río Limón en la cajuela del «peligro amarillo», fuimos escoltados hasta Maracaibo como semihéroes por unos afectuosos policías.
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