Siempre he creído que una parte de los españoles son autodestructivos, y que les gusta hablar mal o muy mal de ellos mismos y especialmente de nuestra historia y, si lo hacen los extranjeros mejor. Les resulta incluso progresista, posmoderno, de grandiosa mentalidad suprema. Porque, a esa parte de españoles que se emocionan con los forasteros que nos insultan, les fascina el llamado «efecto extranjero», por el cual todo lo que viene de fuera de nuestras fronteras es de carácter elevado, tiene total y mayor entidad. Y esto es lo que percibí con la visita oficial del presidente de la República de Colombia, Gustavo Petro, a nuestro país hace unos meses. Para empezar, el hecho de que fuera miembro del grupo terrorista y guerrillero M19, que tuvo una relación privilegiada con el narcoterrorista Pablo Escobar, me produce una sensación poco emocionante. Sin entrar a estudiar la delgada línea roja que acompaña a quienes militan en las cohortes del terrorismo entre las acciones políticas y la violencia.
El pasado 1º de mayo, dijo ante su público que Colombia se había librado del yugo español de la Corona para acabar con un régimen productor de esclavistas. Se aliaba así con los desafueros verbales de Cristina Fernández, Evo Morales, Nicolás Maduro, Andrés Manuel López Obrador, y otros de la estirpe. Sin embargo, en la visita institucional referida, el presidente Sánchez le otorgó la Gran Cruz de Isabel la Católica, que dignifica a las personas que han hecho algo significativo para España e Hispanoamérica… juzguen ustedes. El alcalde Almeida le entregó la Medalla de Oro de la ciudad de Madrid, y se le permitió hablar ante el Congreso y el Senado de forma solemne. Y ¿de qué habló? Pues de Bolívar, el de la guerra a muerte contra los españoles, asesino integral. Y también el personaje de mayor admiración de Petro. De tanta que, en la toma de su presidencia sacó a pasear su espada. Pero en el Congreso también nos alertó el colombiano del final del mundo por la maldad humana en no respetar el orden de la naturaleza y forzar su curso, qué original. Lo cierto es que me quedé sorprendido por la profundidad de su disertación, pletórica de tópicos de taberna y sobremesa con orujo. No importó… ahí estaban felices los políticos de los dos grandes partidos aplaudiendo con ilusión, lo mismo que hacían, pero con mucho mayor entusiasmo los miembros de Podemos, Bildu o ERC. No en vano, la afinidad del neocomunismo universal siempre marca camino.
Me afano, meses después, en narrar todo esto porque España, a mi pesar, es el único país del orbe democrático que permite que un jefe de Estado nos insulte con virulencia y apasionamiento y con un análisis histórico que produce risa y que raya el odio y, al día siguiente, se le trate como al mayor aliado, al mejor amigo. Recuérdese, por el contrario, que el hecho de que Rodríguez Zapatero no se levantase ante la bandera de Estados Unidos en un desfile nos costó quince años de ostracismo en la política internacional, y una ristra de desprecios institucionales de enjundia.
Pero nosotros no somos así, claro, tenemos alma de Don Quijote, incluso damos la razón a los que nos escupen y les mostramos nuestra mejor cortesía y consideración. No quiero ni pensar qué hubiera sucedido en Francia o el Reino Unido ante algo así. Aunque me lo imagino, se hubiese suspendido la visita de Estado… que es lo que se tenía que haber hecho. Y es que hace ya mucho tiempo que una parte de nosotros no nos respetamos como nación ni valoramos nuestra historia, base de nuestra convivencia y nuestro cemento ideológico, y base también del respeto que han de profesarnos los demás. Que los nacionalistas periféricos falsarios con el pasado no hagan defensa de estos valores, lo puedo entender… es su lucha por su universo paleto. Pero que el gobierno no lo contemple me resulta escandaloso, o más bien triste.
Tal como afirma José María Ortega Sánchez la «intelectualidad» que rige los campus anglosajones, y los de Hispanoamérica, añadimos, está ahogada por la cultura de la cancelación y por la forma de ‘mirar’ lo español –e hispano– forma mayoritaria en el mundo académico y no académico británico que reafirma el prejuicio antiespañol e hispanófobo. Para esta ‘mirada’, que siguen Petro y los presidentes bolivarianos, el ‘ethos español’ es ominoso y está marcado por el fanatismo, el racismo y la violencia. Y todo por iniciar la Reconquista y por la destrucción del último resto del «paraíso andalusí», por la prohibición del judaísmo y por el «genocidio» americano. Así, la monarquía católica, tras ahogar a los habitantes de España, expandió tal martirio hacia América, por lo que conviene «deshispanizar» el mundo, sustentan.
Inglaterra y Estados Unidos siempre estuvieron en el lado correcto de la Historia. España, en las tinieblas, según estas tesis. Pero los gobiernos españoles y sus instituciones fueron elementos monstruosos –afirman– sobre los que descargar sus propias y numerosas atrocidades sociales cometidas en el devenir de su historia. La monarquía hispanica, el ‘monstruo’, ha facilitado que las dos naciones herederas de otros primaciales imperios coloniales, Inglaterra y Francia, mantengan, la Commonwealth y la Organización Internacional de la Francofonía. Incluso, otros países como Holanda, Suecia, Noruega o Dinamarca buscan influenciar en América con sus «valores positivos» frente al elenco de negativa transmisión cultural española. Y lo hacen sin rubor alguno y ocultando sus verdaderas barbaridades coloniales en África y Asia, mientras se presentan ante el mundo hispano y ante el resto del planeta con pasados blanqueados. Todo ello resulta paradójico porque en Francia, la doctrina pura del colonialismo está bien admitida y expuesta en ‘La Enciclopedia’, a la que debemos unir el racismo iniciado con la desacralización del ser humano por los ilustrados franceses y elevado a categoría mayor «científica» por Arthur de Gobineau, cuyos estudios sobre las razas humanas y la superioridad e inferioridad de estas asustan a propios y extraños. Sin olvidarnos de que el inventor del concepto «francophonie», en 1880, Reclus, dividió a los seres humanos por el idioma que hablaban y decidió que la nación francesa creó la lengua superior por lo que solo quienes la practican, afirmó, podían alcanzar el máximo nivel civilizatorio.
Y lo mismo aconteció con la cultura anglosajona, en la que el carácter salvaje de los indios americanos, no proclive a la rápida asimilación de la cultura superior anglosajona, hacía lícita su ejecución sin piedad. Así, al sacar al mundo hispano de las bondades y perfección del ámbito anglosajón, los británicos y los norteamericanos, y también los franceses y los holandeses, nos ubican en el campo de los «bárbaros». Y dudan de que las soluciones occidentales sean válidas para nuestro «exótico» mundo, democracia incluida. Estos imaginarios, en gran medida, perviven hasta hoy. El estereotipo pasa a Hispanoamérica donde se entiende que sus habitantes, en el periodo colonial, hay que incluirlos en la categoría del buen salvaje de Rousseau y después en el elenco del buen revolucionario, tal y como ya advirtió, en 1976, Carlos Rangel. Mientras, Petro y su séquito no se pusieron frac en la cena oficial con el rey Felipe VI, porque su uso es antidemocrático y elitista. Qué gran altura, qué respeto al real anfitrión, qué elevado nivel intelectual. Sobrecoge.
Artículo publicado en el diario ABC de España
- El autor es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Rey Juan Carlos
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