Sobre los hechos y el contexto que caracterizan a la dictadura chavista y su actual causahabiente, me refiero con amplitud en mis libros Historia Inconstitucional de Venezuela (2012) y El problema de Venezuela (2016).
Lo palmario, sin embargo, es que los repetidos golpes de Estado «constitucionalizados» por la Justicia Suprema bajo control de aquella desde 1999 y ejecutados por Chávez hasta 2012, forjaron un caos social, diluyeron a la república, y acrecentaron el poder de su despotismo mesiánico; tal como ocurriese, en menor grado, bajo el fascismo italiano, que consagra un régimen de la mentira, de fraude al Estado de Derecho, de inmediatez entre el líder y el pueblo, con apoyo militar y el carácter sirviente de las instituciones.
En 1995, sin perspectiva alguna de coronar su camino hacia la presidencia de Venezuela, asesorado por Norberto Ceresole, neofascista argentino, descubre Chávez que las señales del tiempo nuevo –me refiero a las del siglo XXI– abrían la posibilidad de avanzar hacia esa fórmula triangular, la del líder-pueblo-fuerza armada. Entonces la titula Ceresole como posdemocracia, expresión que se consagra bajo significados mejor elaborados –refiriéndola a la pobre salud de la democracia– con el ensayo Coping with Post-Democracy del sociólogo Colin Crouch, en 2000.
Sorprende, sí, que no mediase resistencia en las élites, primeras beneficiarias de la experiencia fenecida en 1998. Antes bien, aceleraron y cooperaron con la tendencia hacia la ruptura. La precedía una severa y previa campaña de demonización de la democracia de partidos que nace en 1958 y exacerbada por Chávez. No quedaba memoria social, nadie la alimentaba. Poco decía, a su término, la modernización alcanzada en ese largo tramo cuando el promedio de vida de los venezolanos pasa de 53 años a 73 años. Venezuela dejó de ser una «república de letrinas» y el agua pura llegaba a todos los hogares, a la vez que se canalizaban las aguas servidas, y la educación como la salud se universalizaban.
La mendaz tesis del fracaso democrático o de la mala salud de la democracia nuestra encontró paradójico eco en Estados Unidos y su Centro Carter. Y es que no resistieron ni el congreso plural electo en 1998 sin mayoría del chavismo, ni la antigua Corte Suprema de Justicia, que se autodisuelve al aceptar que la misma constituyente interviniese al Poder Judicial destituyendo, sin fórmulas de juicio, a la mayoría de los jueces de la república. Era el primer y más importante paso para la simulación democrática. Los jueces le harían decir a la Constitución lo que no dice, purificando los atentados contra ella.
Casualmente, la realidad muestra que el país ha sufrido de regresiones y mutaciones profundas a lo largo de su historia republicana, cada tres décadas. Se toma 30 años el proceso emancipador y de independencia, luego de lo cual se instala, en 1830, la república mal llamada conservadora, esencialmente liberal y tributaria de los constituyentes de 1811. La regenta el general José Antonio Páez, quien separa a los militares del ejercicio del poder total, encomendándole el dibujo de lo nuestro al grupo de ilustrados civiles que forman la Sociedad Económica de Amigos del País.
Tras los enconos que ello suscita sobreviene la Guerra Federal hacia 1959, que culmina con el Tratado de Coche. Se abren otras tres décadas hasta finales del siglo XIX, dominadas por el general Antonio Guzmán Blanco, cuyo padre, Antonio Leocadio Guzmán, es el apologeta del pensamiento constitucional de su pariente, Simón Bolívar: centralista, militarista, de poderes presidenciales vitalicios, de neta factura tutelar.
Treinta años y algo más, hasta 1935, dura la larga dictadura del castro-gomecismo, que clausura el tiempo de los muchos jefes para rearmar a la nación bajo la horma de los cuarteles. Es la de la revitalización del cesarismo democrático bolivariano, cultivado por el positivismo de inicios del siglo XX. Y contra esa realidad fatal emergen los sueños de la generación universitaria de 1928.
Los estudiantes, encabezados por Jóvito Villalba y Rómulo Betancourt –se les separará más tarde el católico Rafael Caldera, de la generación de 1936– beberán de las fuentes del marxismo, evolucionando hacia los predios del «socialismo criollo». Sus sueños de civilidad cristalizan treinta años después, a partir de 1959, con el nacimiento de una verdadera república civil de partidos, incluso acaudillados.
En 1989 llega a su término este ensayo de democracia civil no tutelar bajo el orden constitucional de mayor duración en Venezuela, el de 1961. Es su soporte el Pacto de Puntofijo, agotado tras el derrumbe soviético. Y así sobreviene una transición más compleja por corresponderse con el momento de la fractura de lo histórico global y en el plano de lo civilizatorio occidental. En lo interno se manifestará como una contradicción abierta con los partidos históricos venezolanos, cuyos líderes optan por predicar el fin de las ideologías y celebrar el advenimiento de la Aldea Humana.
Cubren este tiempo las segundas administraciones de Carlos Andrés Pérez –mediando el interregno de Ramón J. Velásquez– y de Rafael Caldera, y en el año 2019, con la pandemia y la llegada de la guerra contra Ucrania, se cierra bajo Chávez y Maduro, que han hecho implosionar a la república y la nación.
Pero del Chávez que transita desde lo bolivariano hasta los predios del marxismo de estirpe cubana, a los que se somete volviéndose prohombre del Foro de São Paulo; del Maduro que asume ser socialista del siglo XXI, cuyos aliados se declaran progresistas en 2019, bajo abrigo del Grupo de Puebla; y, luego de un período de inenarrable postración de los pueblos afectados por la experiencia de la deconstrucción a manos de los huérfanos de la URSS, nada resta en pie. Sobreviven los remedos republicanos y democráticos. Es llegada la hora del capitalismo de vigilancia y la de los algoritmos que acaban progresivamente con la civilización de la razón, para conjugar la experiencia humana a partir de los sentidos.
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