Apóyanos

Conversaciones memorables 15

    • X
    • Facebook
    • Whatsapp
    • Telegram
    • Linkedin
    • Email
  • X
  • Facebook
  • Whatsapp
  • Telegram
  • Linkedin
  • Email

Octavio Armand

El teólogo

A Fernando Gael, de 3 años, lo van a llevar a misa por primera vez. Le advierten que tiene que permanecer en silencio y portarse bien porque la iglesia es la Casa de Dios. Allí se va a rezar. Rezar, le explican, es pedirle cosas a Dios, que es muy bueno.

La Casa de Dios resulta ser muy grande, mucho más grande que la suya. Impresionado por la enorme sala repleta de sofás de madera largos e incómodos, y por la gente elegante absolutamente quieta hasta que de repente unos se levantan y otros se arrodillan, aunque luego todos se vuelvan a sentar solo para levantarse y arrodillarse de nuevo; intrigado también por el hombre que anda por la tarima disfrazado de mujer, que le susurra al libro, al trozo de pan y a la copa de plata, y a quien la gente obedece murmurando; por tantas cosas incomprensibles el niño se convence de que el dueño de esa casa tiene que ser alguien de veras muy poderoso.

Al terminar la misa Fernando Gael pide que le den el teléfono de Dios. Le dicen que Dios no tiene teléfono. Y le preguntan: ¿Por qué quieres llamarlo? —Para que venga a mi casa. ¿Y para qué quieres que venga a tu casa? La respuesta, que pesa como la brisa a las hojas del árbol, no se hizo esperar: —Para que juegue conmigo.


Oriana Reyes

Palabra viva

Disfruto conversar durante horas con familiares y amigos y me place volver a escuchar sus historias. Sin embargo, últimamente participo con predilección en conversaciones que me depara el azar con desconocidos. Si tengo oportunidad, comento a quien está a mi lado en un autobús o en cualquier parte: “Qué calor…”, “qué bueno que haya bus todavía”, “aquí como que abren tarde…” o cualquier otra frase que azuce al otro a hablar, a extenderse en cuentos, impresiones, quejas, esperanzas, lo que sea que quiera decir. Las más de las veces tengo suerte, así que he ido armando una colección de anécdotas ajenas.

Recuerdo las razones minuciosas por las cuales un hombre prefiere criar conejos y no chivos, la encrucijada de una señora por decidirse entre medicina naturista o quimioterapias para tratarse un cáncer recién detectado, el arrepentimiento de una muchacha por tomar un mototaxi, por primera vez en su vida, para conocer a los papás de su novio (“y él ni siquiera quiere venirme a buscar, aquí, donde me dejaron, para guiarme hasta su casa”)…

En cualquiera de esas conversaciones, mis intervenciones, si no son preguntas, son más interjecciones que otra cosa. Sin embargo, no hay conversación con un desconocido de la que no salga con agrado. ¿Por qué? Seguramente hay varias explicaciones, pero me gustaría aventurar una: la palabra en boca de quien nunca había escuchado hablar se me presenta en la dualidad de ser siempre la misma y siempre otra. Además, en boca de otro, la palabra me dice de quien la profiere que no es tan ajeno como pensaba. De ambas maneras la conversación se me hace un testimonio de vida: de la palabra viva y de la vida (la del otro, la mía) en palabras y cómo no salir gustoso de recordar que la vida habla.


Oriette D’Angelo

En el año 2015, antes de irme de Venezuela, me tomé un café con Ricardo Ramírez Requena. Recuerdo haberle expresado mi preocupación porque iba a empezar de cero en un nuevo país y él, taza en mano, me dijo que aprovechara la oportunidad de ser anónima. Sus palabras resonaron y han resonado en mí desde entonces. Ser anónima era distinto a ser invisible, pensé. Y lo que me preocupaba era ser invisible, convertirme en alguien con una identidad fantasma. Mis primeros años en Estados Unidos fueron así, desde un margen que era solo mío. Un margen desde donde observé una cultura que se me hacía ajena y que poco a poco iba mermando en mí. Disfruté del anonimato hasta que quise salir, hasta que quise que mi nombre ya no fuese Oriew, como algunos norteamericanos que no escuchaban bien mi nombre decidían llamarme, y empecé a ser Oriette de nuevo, con la “r” bien pronunciada, con un “et” no americanizado. No cedí al lenguaje y mi resistencia también me sacó del margen. La cultura en español en Estados Unidos permite que varios anónimos sigamos siendo anónimos juntos, en comunidad. Y siempre, cada vez que choco con puertas o extraño Venezuela, recuerdo a Ramírez Requena, café en mano, hablándome de esas oportunidades que se abrirían a mi paso si ponía la atención suficiente. Siempre que quisiera aprovecharlas, claro. Despacio. A mi ritmo. Desde la constante disidencia.


Paola Romero

QUENTIN SKINNER, UNIVERSITY OF OXFORD

Autoritas

Hay algo único, y particularmente retador, en conversar con alguien a quien se admira. Una vez tuve la osadía de escribirle un e-mail a un reconocido profesor en Inglaterra. Sus libros sobre filosofía política, en particular sobre Hobbes y Maquiavelo, son parte del mobiliario de la cultura académica anglosajona. La filosofía, a diferencia de las ciencias “duras”, no cuenta con una tabla periódica o con un vocabulario numérico infalible; cuenta con la autoritas de aquellos que se convierten en una guía para la lectura y la reflexión propia. Para mi grata sorpresa, recibí una respuesta inmediata a mi correo electrónico, en la que dicho profesor valoraba mis ideas y me invitaba a almorzar en el café de la mítica British Library, especificando que no contaría con más de 45 minutos pues era su hora de descanso. En esa misma biblioteca se encerraron por meses Marx, Lenin, y tantos otros, a tratar de cambiar el mundo, no siempre para mejor. Empezaron entonces las dudas, ¿de qué vamos a hablar?, ¿cómo conversa uno con aquel que sólo conoce a través de la escritura?, ¿qué puedo agregar a una conversación con aquel que sabe más? Me di cuenta de que hemos olvidado la importancia de la conversación entre maestro y alumno, la que practicaron y convirtieron en ejercicio filosófico el joven Platón con su mentor, Sócrates, y luego el viejo Platón con su discípulo Aristóteles. La conversación con Quentin Skinner duró mucho más que los 45 inglesísimos minutos del plan original: hablamos de la guerra civil inglesa, de sus caminatas por los Pirineos, de que la palabra stanza en la poesía significa cuarto o recámara, el espacio íntimo de los versos de Dante en su poema Il Convivio. Olvidé que había llegado a ese almuerzo con pena, y salí ganando un interlocutor.


Pausides González

De la A a la F

Hace varios años, en una de aquellas desesperantes colas que se hacían en la autopista Francisco Fajardo (o en cualquier lado de Caracas), se me vino de la nada un juego, digamos, poético: la imagen de una tabla alfabética para clasificar a los poetas, una suerte de acrónimo de la “A” a la “F”. “A” eran los Aedos, “B” los Bardos, “C” los Comunes, “D” los Deficientes, “E” los Equivocados y la “F” era la de los Falsos, los francamente falsos. Confieso que me gustó la travesura y comencé a hacer pruebas para ver qué tal funcionaba esa máquina medio endemoniada y me dio por meter en ella a los poetas venezolanos del siglo XX. Poniendo nombres dentro de una categoría y nombres en otra, el tiempo se me pasó volando y llegué a casa sin darme cuenta.

Meses después, en medio de una sobremesa con un grupo de amigos, poetas y narradores con quienes recién había viajado a Chile para asistir a un congreso de literatura, mi esposa me animó a hablar sobre aquella tabla de los poetas. Me acomodé mejor en la mesa de nuestra cocina, me llené de coraje y expliqué cómo la “A” correspondía a los Aedos: los alados, alquimistas, augures; y así, cada categoría la iba acompañando, en la medida de lo posible, con calificativos que empezaban con su respectiva letra. Todos se involucraron en el juego cuando me preguntaron por los Aedos venezolanos y les respondí que solo habíamos tenido a Pérez Bonalde en el XIX y a Ramos Sucre en el XX. Ese fue el comienzo de una buena tanda de indagaciones, discernimientos, deliberaciones. La curiosidad crítica nos ganó a todos al mismo tiempo que entrábamos y salíamos de lo serio a lo banal. Recuerdo que nos preguntábamos no sin cierta malicia sobre uno y otro poeta y las respuestas nos divertían; se nos creaba, entre risas y cejas levantadas, un intercambio de dudas y certezas. Hubo pequeños parricidios y grandes desagravios: unos nombres bajaban y otros subían como números bursátiles. Fue una tarde muy amena en la que, desenfadados, hablamos de poesía y en la que celebramos la amistad y la felicidad, a propósito de aquel lúdico laberinto de letras.


Rafael Castillo Zapata

Circunloquio sobre un coloquio

¿Qué puede tener de memorable la conversación que, en 1937, sostienen, en La Habana, dos poetas, Juan Ramón Jiménez y José Lezama Lima? El poeta andaluz había llegado a La Habana, en viaje de exilio, en noviembre de 1936.  Pronto entrará en contacto con la juventud poética cubana, en la que destacan José Lezama Lima y los poetas que lo acompañarán, más tarde, en la legendaria aventura de Orígenes, grupo y revista. En junio de 1937, éste dará cuenta, en su Coloquio con Juan Ramón Jiménez, de uno de esos encuentros entre poetas que la presencia del autor del Diario de un poeta recién casado concita durante su estadía. El testimonio de Lezama es un registro inspirado del diálogo que ambos poetas mantienen en torno a la pregunta sobre la probable o improbable peculiaridad de la literatura insular en su relación con la literatura del continente. Tema crucial, sin duda, para un poeta cubano, para quien la insularidad tiene que ser un asunto ontológico, de identidad y de pertenencia. En su interpelación a Juan Ramón, Lezama Lima despliega con apasionada temeridad sus puntos de vista a propósito de lo que ya comienza a definir como una teleología insular e indaga la opinión de su colega. La confrontación dialéctica que se establece entre ellos es inspiradora: un forcejeo de conceptos que fluyen encauzados a través de imágenes marinas, pespunteado por punzadas irónicas de un Juan Ramón más bien escéptico y ladino, y por las réplicas de un sagaz Lezama que no se deja acorralar y se defiende. Ejemplo de diálogo entre poetas, donde los haya, este coloquio resulta memorable no sólo por lo que en él lleva y trae la marea de la palabra compartida, sino por la perspectiva vertiginosa del testigo, que inventa y tergiversa a su albedrío, y ordena caprichosamente su recuerdo. Juan Ramón, al leer el testimonio de Lezama, declarará lo siguiente: “En las opiniones que José Lezama Lima ‘me obliga a escribir con su pletórica pluma’, hay ideas y palabras que reconozco mías y otras que no. Pero lo que no reconozco mío tiene una calidad que me obliga también a no abandonarlo como ajeno”.  Generoso y a la vez ególatra, como todo poeta, un perplejo Juan Ramón salda así, de modo salomónico, la memoria de una conversación que, si no se ajustaba del todo a la realidad de lo que en ella realmente se dijera, enriqueció estilísticamente su evocación, haciéndola memorable precisamente por eso, por ser literariamente bella, en tanto que infiel.

El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!

Apoya a El Nacional