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Conversaciones memorables 7

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Eritza Liendo

Palabra de Bruna

Hace más de 20 años, cuando empecé a dar clases en la Escuela de Comunicación Social, mi colega y amiga Isabela Track me facilitó un texto de la española Rosa Montero. Me dijo: “Lee esto. Te puede ser muy útil cuando te toque explicar la técnica de la descripción”. Se trataba de El amor se adapta a lo que hay, un artículo que Montero publicó en El País. En efecto, el texto en sí mismo era una clase magistral acerca de cómo describir personajes y estados de ánimo.

El tema de feos que se enamoran Rosa Montero lo plasmó también en uno de sus cuentos compilados bajo el título Amantes y enemigos. Eventualmente, le envié un correo a la escritora española, ¡y ella me respondió! ¡Y yo me sentí dichosa! En Twitter, Montero es @BrunaHusky, y es una mujer sencilla que no se hace de rogar. Si le hablas, te responde. Conversa contigo, y te hace sentir que la sensibilidad literaria se nutre de sí misma; que, para ella, escribir sobre feos, enanos y deformes es una manera de alzar la voz por quienes no necesitan ser bellos y perfectos para llenar el mundo de una magia que no tiene forma pero sí mucha fuerza.

Conversar con Rosa Montero, así haya sido mediante una plataforma virtual, fue un hermoso privilegio porque a Bruna le gusta ser leída, le gusta ser sabida. Y a mí me da un regusto tremendo tener la certeza de que ella sabe de mí, que devoro sus libros, que amé La loca de la casa y también a Fatma, la prostituta de Instrucciones para salvar el mundo. Fatma es hermosa. Es buena. Palabra de Bruna.


Elisabetta Balasso

Los talentos

Tuve una conversación memorable con un amigo que había ido a Yale a realizar su doctorado en Matemáticas. Nos encontramos en Nueva York, donde fui a pasar una Semana Santa. Era la primera vez que iba a esa ciudad, y mi primer contacto con las maravillas del Metropolitan Museum. Finalmente pude ver arte egipcio en vivo; me pasé horas admirando los papiros y copiando invocaciones faraónicas en una libreta con hojas coloreadas. Tenía quince años. Esa Semana Santa nevó a destiempo.

Con Sabatino pude congraciarme con la trigonometría y descubrí que existía una geometría no euclidiana, lo cual invitaba a reformular la realidad de otra manera, y posiblemente influenció mi interés por los modelos no-lineales del tiempo. Lo había conocido en la Escuela de Música Juan Manuel Olivares, donde daba clases el maestro José Francisco del Castillo. Este amigo, que ahora se dedica a redes neuronales aplicadas a la predicción de las fluctuaciones económicas, formaba parte de un grupito de tres jóvenes brillantes —un matemático que tocaba violín, un arquitecto que tocaba flauta traversa y un geólogo que tocaba piano— amantes de la música de cámara, del arte medieval y de H. P. Lovecraft. Solían subir al Ávila en tiempos en que parecía una excursión, con botas Frazzani y sánduches caseros. Habían creado y poblado su propio mundo de fantasía, antes de Minecraft.

Mamá estaba en el interior de un pequeño café con una amiga comiendo quiches lorraines y yo me senté en la acera con Sabatino. Los copos de nieve caían danzando leves y se derretían pronto. La esencia de la conversación era que los talentos que nos han sido concedidos implican la responsabilidad de desarrollarlos: son un don que no debe ser desperdiciado. Sigue vigente.


Enza García Arreaza

Small talk, le dicen

El matrimonio es un diálogo intrigante, pongamos también que es la caída libre por excelencia. Su naturaleza divina reside en lo que está a punto de revelarse pero se nos escapa. Por eso el matrimonio es un dios cómico, en ello totemizamos la contienda verbal que va del rezongo a la confesión, del hartazgo a la esperanza. Mi primer ejercicio literario fue llenar los agujeros que iban quedando en las conversaciones de mis padres, ese matrimonio embrujado por dos niños muertos incapaces de resucitarse el uno al otro. Ahora yo formo parte de mi propia tertulia matrimonial. Cada vez que mi esposo más o menos me miente o se olvida de compartir conmigo algún asunto de extrema importancia (por condición de su neurodivergencia), me pregunto en qué consiste tener la última palabra. Pero me distraigo. Nos distraemos. Queremos hablar sobre lo que nos falta, y entonces un tiroteo masivo o una TODAVÍA crisis humanitaria nos ocupa la burbuja y quedamos callados hasta que alguno ofrece café y el otro sentencia que hay que reparar la llave del fregadero. En tiempos de inteligencias artificiales soplándonos el bistec queda el encantamiento de mirarnos sin saber qué decir. Supongo que mi marido y yo nos encontramos sobre todo para esas pausas casi invencibles en la conversación de nuestros días. Desde ayer no dejamos de hablar del final de Succession (2023), concluimos que a lo mejor nosotros hubiéramos criado mejor a los desalmados muchachitos Roy. Sin los millones de dólares, pero con silencios en los cuales sentirse a salvo.


Eugenia Arria

Mi padre y las hormigas

Las hormigas tienen mundo, insistía mi padre. Yo lo escuchaba con ojos atentos y me inclinaba hasta casi rozar la tierra para ver de cerca, como una lupa, a esos pequeños seres que despertaban en mi padre tanta gravedad. Nuestros paseos de la escuela a la casa, a pesar de la corta distancia, pasaron a ser tiempos largos de conversación y escucha, rodillas sucias, pausas de silencio y hasta una que otra lágrima. Piénsalo, me decía mi papá mientras seguía con la mirada el caminillo laborioso de las hormigas. Nos quedábamos en silencio, mudísimos, mesmerizados por un modo de vida que nos superaba, tan ajeno, y que al mismo tiempo nos unía como ninguna otra cosa. Desde entonces soy de esas personas que miran hacia abajo para evitar pisar hormigas o que las pisen. Desde entonces pienso en la profundidad de lo mínimo. Desde entonces no dejo de ver nuestras semejanzas. Ahora, más de dos décadas después, me doy cuenta de que mi padre solo quería acercarme a ellas y sacudirme la arrogancia propia de la subjetividad. El mundo no es solo interior, Eugenia. El afuera existe y hay muchos interiores que desconocemos. Ahora no puedo dejar de pensar en las hormigas y en la fuerza esencial común a todos los cuerpos de la que habla Spinoza, o en la lluvia de átomos lucreciana, o en la agencia del mundo, de los mundos. Las hormigas me enseñaron a reflexionar y, en cierto sentido, a cuidar lo que no entiendo. Ahora solo basta llamar y decir: “Papá, estaba pensando en las hormigas”, para renovar una conversación inagotable sobre la vida, la muerte y más allá.


Federico Prieto

Apenas comenzaba el año 1960. Caracas era una ciudad en crecimiento vertiginoso y cosmopolita por la que se veía gente de todas partes del mundo. Como decía una propaganda francesa de la época, Venezuela aparecía a los ojos del mundo como un país envidiable en el que valía la pena vivir. Yo tan solo era un niño inquieto y revoltoso de esos a los que las mamás decían en buen caraqueño de la época que había que tenerles miedo. Pero en el fondo, aunque era cierto, lo que ya había en mí era una dispersa inquietud por conocer todo cuanto existía, no me daba tiempo físico —todavía me sigue ocurriendo— para prodigarme en lo que llamaba mi atención. A San Bernardino, urbanización donde viví desde mi nacimiento, llegaron dos franceses de unos 20 años de edad. Se instalaron en un edificio, el 5 de Oro, de la avenida Paraíso. Si no me equivoco, habían venido a Venezuela a perfeccionar su español, aunque, de hecho, lo hablaban bastante bien con fuerte acento francés. Renaud y Bastian. Aún llegan sus nombres a mi memoria porque estar en su compañía y escucharlos hablar despertó en mí una de las pasiones que me iban a acompañar a lo largo de la vida. Un día me invitaron a pasar a su taller y desde entonces los visité semanalmente durante meses. Me sentaba sobre unos cojines y me dedicaba a observar con atención lo que allí sucedía. Aparte de escucharlos hablar y verlos pintar figuras llamativas con trazos y formas extrañas, lo que más me emocionaba y llamaba la atención de estar con ellos era escuchar la música que ponían. Una música extraña que me atrapó y ya no me soltaría. Davis, Coltrane, Monk, Brubeck y muchos otros. Más tarde también pude leer algunos de los libros que tenían. Casi todos estaban relacionados con el existencialismo, así que yo los llamaba los existencialistas.

Han pasado más de 60 años de haber estado inmerso en ese espacio y siempre he considerado que ellos tuvieron un papel relevante en mis gustos por la música, la pintura, y mi curiosidad por cierta corriente de la filosofía.


Gabriel Payares

¿Quién nos espera, Victoria?

Al caserón de Sebucán, tan parecido al de mi infancia, en donde vivía Victoria de Stefano, llegué algo así como un jueves con un libro suyo bajo el brazo. Suyo porque semanas atrás me lo había prestado: Austerlitz, mi primer fracaso lector con H. G. Sebald. Lo deposité sobre su mesa larga, cuadrada, con el aire del escolar que no ha podido hacer su tarea. Ella, generosa como fue siempre, lo recibió con un gesto que le restaba importancia. “Hay lecturas que tardan”, dijo, un modo genial de decirme que yo aún no estaba listo. Victoria sabía de paciencias.

Ese mismo día, o puede que otro, me atreví a preguntarle sobre lo que estaba escribiendo. Mejor dicho, sobre cómo lo estaba escribiendo. Su método, me confesó, consistía en leer cada día desde el principio lo escrito, para así añadir las líneas que resultaran adecuadas. A mí, ávido e infructuoso perseguidor de finales, se me antojó un método digno de kōan zen. “¿Y no tardas demasiado de esa manera?”, le consulté. Ella entonces me miró con ojos buenos y una sonrisa velada, pudorosa. “¿Y quién me está esperando?”, replicó. Yo no supe qué contestarle. Nadie, pudo haber sido la respuesta, o tal vez Tú misma, no lo sé. Tampoco importa. Ella entonces fue a la cocina y puso a hervir el agua para el té.


Gabriela Kizer

Conversaciones memorables

Se estremeció mi alma

cuando Julia, la maestra de primaria,

me reconoció: “¡Gabrielita, Gabrielita!

Tú eras veinte por ciento habla,

ochenta por ciento escucha”.

Seguramente en el curso de los años

atiné a decir un par de cosas;

toqué el alma de alguien,

seduje a alguno,

lastimé a otro.

Con la musa,

entre cháchara y cháchara,

tuve también conversaciones memorables;

cuánto admití, cuánto le rebatí, quién sabe.

El tiempo, como dicen, pone todo en su sitio:

las perdurables dádivas de mis maestros,

las voces amadas o terribles,

aquella dignísima conversación que esperé en vano

o la menos digna que alcancé a tener.

Cuánto reposaría mejor en el olvido.

Incluso la bronca de la maestra del kínder

—“¡Cochina, cochina!”—

por haberme ensuciado las manos de chocolate.

De todo esto está forjado

el silencioso ochenta por ciento

en que me ha sido dado vivir.

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