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Conversaciones memorables 3

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Ana Lucía de Bastos

Salí a montar bicicleta con mis amigos y traspasé el área que me estaba permitida. Subimos por la carretera a otro conjunto residencial y una vez ahí escucho a un señor, sentado en una esquina, recitando un largo poema. No era un sitio habitual para un pordiosero, pero ahí estaba, un señor —quién sabe si era joven o viejo, era mayor que yo, así que para mí, entonces, era viejo— en una esquina, con la ropa sucia de estar en la calle.  Me acerqué a oírlo recitar. Era un largo poema sobre una serpiente emplumada. Cuando terminó de recitarlo, nos contó que estaba publicado por el Banco del Libro. Me aprendí el nombre y le dije que buscaría su libro. Entonces lo recitó en portugués, en inglés, en francés. Yo tenía tantas ganas de saber quién era él. Me senté a su lado y se puso a llorar. Me dijo que era un hombre rico, de la familia Boulton. Que podía investigar y me daría cuenta de que era una familia muy importante. Para probarlo, nos enseñó la marca de sus pantalones y zapatos sucios. Nos dijo que la vida no valía más la pena para él. Que quería que lo atropellara un carro, que a nadie le iba a importar. A mí, a mí sí me importaría, le dije sinceramente cuando hizo el amago de pararse en la carretera. Nos dijo que la vida podía ser muy triste a pesar de tener todo ese dinero. Que a veces uno quería morirse, matarse. Entonces comenzó a llover, nos teníamos que ir. Le dije que viniera a mi casa, que llamaríamos a su familia. Mis amigos se asustaron y se adelantaron. Yo no quería volver sin ellos, los necesitaba, pero ellos no querían que viniera el indigente.

Dejé al poeta bajo la lluvia. Al llegar a casa busqué a la familia Boulton en las Páginas Blancas. Con la ayuda de mi mamá conseguimos hablar con un vigilante de la familia, a quien le expliqué la historia. Nos dijo que investigaría de quién se podía tratar. Llamaron al día siguiente: no había nadie de su familia que estuviera perdido, que tuviera ese nombre, que hubiera escrito ese libro. En cuanto pude me acerqué al Banco del Libro en Altamira. El libro no existía, ya no podría escuchar nunca más ese poema.


Andrés Boersner

Hola, Nelson. Excelente proyecto, ideal para una celebración tan importante. Agradecido por incluirme en la curaduría. Concuerdo contigo en la importancia  de la conversación como género literario. Ya lo sabían los antiguos y durante todo el siglo XX se retomó de manera formidable por escritores y filósofos tan solventes como Borges, Berlin, Steiner, Suzuki, Krishnamurti, Cioran o Uslar Pietri (por citar un ejemplo local). Uno de los libros fundamentales de nuestra historiografía contemporánea es Confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez, escrito por uno de los ilustres directores de El Nacional. Los alemanes no dudan en catalogar Conversaciones con Goethe como uno de los diez libros  icónicos de su repertorio. Lo mismo los ingleses con  la Vida del doctor Johnson. Sócrates, Buda, Epicuro y muchos otros no existirían sin el registro conversacional. ¿Qué son los archivos de O’Leary aparte de una conversación continua y cotidiana con Bolívar? Los ensayos de Montaigne, ¿no son otra cosa que conversaciones imaginarias con su gran amigo Étienne de La Boétie?

Te agradezco mucho la invitación y acepto con temor el reto. Pero de eso se trata: los escritos de circunstancias son la cara amable de la moneda. Los encuentros espaciados y definitivos son otra cosa. Lo considero un desafío, como texto abierto al público, ya que  comporta mucho más que eso. Es como desollarnos en vivo. Aparte de las conversaciones íntimas, familiares, que cambiaron o distrajeron mi rumbo, no recuerdo otras tan contundentes como las que tuve con Miguel Von Dangel. Creo que hay otros interlocutores más autorizados que yo que armarán un escenario más detallado, revelador y contundente, acerca de seres tan entrañables y definitivos  como Montejo, Cadenas, Sofía Imber, Elisa Lerner, Victoria  de Stefano o el kiosquero de nuestro barrio que nos introdujo en el mundo de las historietas con El monje loco o con revistas de «alta temperatura» como la mexicana Lulú.

Espero que esto te llegue, en un país, nuestra Venezuela, donde no  resulta descabellado imaginar la resurrección del telégrafo.

Abrazo, Andrés.


Ariel Jiménez

Una conversación con Catalino

Hay en efecto conversaciones, a menudo casuales, que cambian nuestras vidas. Recuerdo una, cuando era todavía un adolescente de 12 o 13 años, que me impresionó durablemente, tanto, que la recuerdo como un verdadero despertar intelectual. Estaba en el patio de mi casa, en lo que se conoce como El camino de los españoles. Hasta allí había llegado un campesino solitario proveniente de Altagracia de Orituco, a quien mi padre le había conseguido un lugar para vivir, bastante más arriba, en la zona de Sanchorquiz.

No recuerdo bien las circunstancias de la conversación, solo que se centró sobre la noción de tiempo. Él me hablaba de la posibilidad de cambiar la hora de un país, algo que me parecía imposible, porque para mí la hora era, simplemente, la manifestación de un valor que abarcaba al universo entero, y que fluía de manera permanente, igual para todas las cosas y seres del mundo, estuvieran donde estuvieran e hicieran lo que hicieran. El reloj, pues, para mí, solo medía el paso de ese factor que nada ni nadie podía cambiar: el tiempo.

Yo no tenía entonces el conocimiento necesario para deslindar la noción de tiempo universal, tal y como lo concebía Newton, por ejemplo, de la medida del tiempo y de los husos horarios. Para mí, en la ingenuidad de un adolescente ignorante, la hora que medía el reloj y el tiempo como tal, eran una misma cosa. Y él, ese campesino humilde, me hizo entender que se trataba de cosas distintas. Que el tiempo era una cosa, un valor del universo, y otra la medida del tiempo, que era tan solo una convención humana que podía ser modificada. Era la primera vez que yo me enfrentaba a una noción que más tarde se convertiría en una de las características centrales del pensamiento moderno tal y como lo descubro, con asombro, en los escritos de Albert Einstein: que entre la verdad ontológica del mundo, y las herramientas creadas por la humanidad para darles una explicación plausible, existía un abismo que no podíamos franquear.

Esa conversación fue para mí memorable. Un choque intelectual que mis lecturas posteriores no hicieron más que confirmar y profundizar. Nunca pude olvidar aquella tarde, en un patio cualquiera de la Caracas marginal, con un ser que nada predisponía a la abstracción, y que abrió un abismo en mi mente.


Aura Marina Boadas

Una frase que me martillea la cabeza

Una conversación memorable la vislumbro privada y vinculada a un momento especial. Lo que aquí propongo se acerca más a los actuales hilos de conversación que abundan en las redes sociales y consisten en la interconexión de una serie de elementos individuales que se van tejiendo como una cadena de pensamiento para construir un discurso.

Recientemente, me he percatado de que desde hace años mantengo una conversación sobre feminismo a la que se han ido incorporando distintos interlocutores. La primera, mi mamá, para quien la autonomía y la formación académica eran dos premisas innegociables.

Finalizando bachillerato un profesor me recomendó leer las Memorias de una joven formal, diario sobre la búsqueda de una vida propia. Esto bastó para tomarme la obra de Simone de Beauvoir, por tarea.

Una amiga de la familia me regaló Las palabras y las mujeres, de Marina Yagüello, para llamar mi atención sobre las variaciones del lenguaje según el sexo de los hablantes.

Una colega se ocupa de estudiar literatura escrita por mujeres y una amiga es lectora voraz de novelas de autoría femenina. Ambas me transmiten análisis y frases memorables.

Otra amiga me devuelve, como en un espejo, una frase que le dije algún día: “Que te censuren otros si quieren, pero no tú”.

En una defensa de tesis hablan sobre muñecas de tela que participan en la narración de relatos para sensibilizar sobre problemáticas femeninas, y recuerdo las muñecas que yo hacía, todas de personalidad definida y bautizadas según el santoral.

Una activista dice que a veces cuando las mujeres ya se perfilan para cargos de poder, los evaden racionalizando los hechos y argumentando otros planes. Una frase que me martillea la cabeza.

Hoy constato que he mantenido una conversación continuada, fragmentaria, oportuna, aliados que alertan, una sororidad que sostiene, acompaña y respalda.


Azalia Licón

Esta es una conversación continuada, que inicia en la pandemia por Skype y continúa hoy en día vía WhatsApp con mi colega, amiga e investigadora Oriana Mejías Martínez, con quien he tenido el raro gusto de abordar el tema que debería interesar profundamente a nuestra generación: cuáles son las causas que nos llevaron a este insilio-exilio, a esta profunda grieta que trastocó los cimientos de nuestros núcleos familiares y de nuestra identidad.

A ambas nos une y nos interesa la fotografía como documento histórico, en estas conversaciones he aprendido de Oriana la necesidad de abordar la mayor cantidad de fuentes documentales a las que se pueda acceder para reconstruir, con ese material disponible, ese tiempo que no vivimos, y en ese pasado, encontrar posibles respuestas sobre nuestro presente. Nuestras conversaciones han llegado a espacios de investigación, como la Hemeroteca Nacional, en la que una vez coincidimos con Claudio Fermín, mientras trataba de que me dieran el tomo en el que reposa un ejemplar del Últimas Noticias del 28 de febrero de 1989, cosa que nunca ocurrió. En este mismo lugar nos horrorizamos cuando encontramos una selección “curada” de material hemerográfico del Caracazo, coincidimos en que era terrorífico el nivel de injerencia de “el gran hermano”, en cuanto a lo que puedes leer y no, de materiales que no deberían ser sometidos a ningún filtro por parte de quien administra una parte fundamental de la memoria histórica de este país.

Hemos conversado también sobre cómo la ceguera selectiva de una parte de quienes debían “atacar al enfermo”, sobre todo en el plano de lo cultural-simbólico, hizo que el monstruo terminara de coger forma.

No queremos que se vuelva a cometer ese error.

Tenemos siete años sin vernos personalmente.


Bárbara Piano

Fragmentos

Conversaciones memorables, que cambian conceptos de vida, dijo Nelson Rivera, sostén de este maravilloso entretenimiento dominical llamado Papel Literario. Busco y rebusco en mi memoria y no encuentro sino fragmentos: por ejemplo, las amenazadoras (para mí) conversaciones del Taller Calicanto de la querida Antonia Palacios. Jamás intervenía por temor a decir algo tonto, pero escuchaba en silencio,  torturada por mi propia ineptitud, conversaciones llenas de anécdotas y de citas eruditas.

O, en otro ámbito, las conversaciones atrapadas con el rabillo del oído, en las que se critica a tal o cual persona, o se habla de nosotros mismos.  ¡He allí  una verdadera epifanía! No hay nada igual…

O las conversaciones de los grupos de WhatsApp; el del condominio por ejemplo, dónde yo leo a medias lo que dijo Fulano y Fulano lee por encima lo que respondí y así nos enganchamos en una brutal pelea, tecleando como locos la pantalla del celular, para luego finalizar en nada, abandonando el ring por cansancio.

En otros siglos las conversaciones eran un arte, no sé cuántos tratados existen sobre la argumentación, ni quiero saberlo, pero era un arte. Tal vez porque tenían mucho tiempo antes de que oscureciera y llegara la hora de apagar las velas.


Benjamín Scharifker

Un diálogo cristalino

Los científicos dialogan con sus objetos de estudio mediante experimentos y observaciones, y nutren sus preguntas y respuestas de conversaciones que sostienen con mentores, colegas y discípulos.

Mi primer encuentro con Alexander Milchev, investigador de la Academia Búlgara de Ciencias, fue en Inglaterra en 1978. La guerra fría enrarecía la relación a través de la cortina de hierro, pero no la impedía. La escuela búlgara era conocida por sus avances en el estudio del crecimiento de cristales y el propio Milchev había contribuido con aportes notables. Siendo investigador de la Academia y 10 años mayor que yo, mi trato hacia él era de doctor. Hasta que me dijo: “No me sigas llamando doctor: en mi país, para ser doctor, además de la tesis doctoral, hace falta escribir una disertación sobre marxismo, y no he sido capaz de hacerlo”.

En el laboratorio de Electroquímica de la Universidad de Southampton, y durante tres meses, hicimos experimentos con cristales de plata creciendo sobre superficies de carbono. Observamos que cuantos más cristales había, más lento crecía cada uno de ellos. La irreproducibilidad de los resultados y las dificultades para entenderlos nos obligaron a la búsqueda de variables escondidas. El diálogo con los cristales nos llevó a una extendida conversación científica durante cuatro décadas. La sostuvimos en sucesivos encuentros personales en Bulgaria y otras partes de Europa, por vía postal, luego correo electrónico y, sobre todo, con publicaciones científicas. Desde nuestros respectivos laboratorios, contradijimos, complementamos o corroboramos los conocimientos que procurábamos y las conclusiones a las que llegábamos. La profundidad y el rigor de las ideas conversadas fueron impulso para elaborar, junto a otros colegas, teorías que hoy nos permiten describir la velocidad de formación y crecimiento de cristales sobre superficies y su distribución espacial.

Alexander Milchev falleció en Sofía el 6 de noviembre de 2022. Sus ideas permanecen.


Carlos Katán

Una conversación sobre Trilce

Trilce, como todo gran poema y toda gran conversación, es el lenguaje hablando a través de nosotros, más allá de la propia lengua.

Nos reunía en Granada a Héctor Hernández Montecinos y a mí, un homenaje a los cien años de publicación de Trilce de César Vallejo.

Hablamos sobre el lenguaje, de la manera en que avanza periódicamente igual que una enfermedad y de que su fin es la autodestrucción. De cómo creemos, angustiosamente, que las palabras, en su autonomía, se dirigen hacia el camino de la absolución final y cómo el poeta se encuentra sujeto a sus designios.

Héctor comentaba cómo Zurita decía que cuando el verdadero poema surge, no habla el poeta sino el lenguaje.

“Es el lenguaje hablando a través del poeta quien escribe, cuando intentamos forzarlo para que diga lo que queremos —y no lo que tiene que decir— es cuando todo se tuerce”,

Hoy pienso en que al final lo que nos reunió era esa potencia destructiva, esa fascinación por el fin del lenguaje con la que nos topamos cuando leemos a Vallejo.

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