La decisión que cada colombiano tome este domingo sobre el destino presidencial de su país tendrá, como nunca antes ha ocurrido, tanto en lo anímico como en lo político, un componente venezolano de alto tenor.
La sociedad vecina no cuenta con una tradición de movilización masiva a la hora de acudir a las urnas para votar. Los colombianos de a pie no son de los que históricamente se han movilizado en masa a seleccionar al residente del Palacio de Nariño. En 56 años de contiendas presidenciales la votación ha promediado 46% de participación. Así que cualquiera que sea el sueño que alberga cada colombiano en su corazón, no está convencido de que su suerte va a ser modificada desde lo alto del poder. Concitarlo a acudir a depositar su voluntad tanto en elecciones presidenciales como parlamentarias es, pues, una tarea ciclópea.
Es por eso que resulta por lo menos llamativo que en la preparación de esta medición electoral que se librará mañana en las urnas el anzuelo para atraer a los electores a expresarse no sea un tema de peso de Colombia. El tema de la paz, con la gravitación profunda que tiene en la cotidianeidad de la población, no ha halado tanta gente como la argumentación en torno a la circunstancia que atraviesa Venezuela. Mirarse en nuestro espejo ha sido el gran argumento para motivarlos a no repetir la gracia del país vecino depositando un voto a favor del candidato de la coalición de las izquierdas.
La última encuesta de la firma especializada Invamer, efectuada a solicitud de la revista Semana, mostró cómo uno de cada dos colombianos cree que Colombia puede seguir los pasos de Venezuela en lo que atañe a deterioro económico y empobrecimiento de la población hasta los niveles de desastre que exhibimos hoy. Nos hemos convertido en un modelo a evitar a toda costa y en la más patética demostración de las consecuencias que es capaz de producir a un conglomerado pujante, como era el nuestro hasta hace dos décadas, la aplicación del obtuso modelo revolucionario venezolano.
Así es como el colapso económico social y de salud que ha ocurrido más allá del Arauca fue tema constante de campaña. Los candidatos de derecha hicieron esfuerzos importantes por mostrar al electorado que una victoria de Gustavo Petro en las presidenciales colocaría a Colombia en una senda tan nefasta como la nuestra. Esta manera de razonar en torno al candidato de Inclusión Social por la Paz le ha colocado plomo en el ala y lo llevará a perder en la contienda por la magistratura de su país. Su vinculación con Hugo Chávez hace unos años, y la posible financiación de su candidatura proveniente de donaciones venezolanas vinculadas con el gobierno son dos obstáculos decisorios con los que Petro tuvo que lidiar en su campaña de captura de votantes. De esa gesta no ha salido bien parado.
El candidato ha crecido en las encuestas de su país, es cierto, pero es preciso reconocer que ello ha sido más por obra de la prensa antiuribista que por otra cosa. Es un daño grande el que se le ha hecho al país neogranadino el inflar a este aspirante a la presidencia, corriendo tras el arcoíris de cerrarle el paso a Iván Duque o de apuntalar a un candidato del santismo.
Lo que no se ha dicho suficientemente, por ser un tema más sofisticado y por ello más difícil de trasmitir, es que la presencia colindante de un país como el nuestro, en donde se practica desde lo más alto del poder gran liberalidad y complicidad con el narcotráfico, lavado de dinero y la corrupción, no le facilitará a los colombianos la tarea impostergable de limpiar a su país de estas lacras. Esta situación arriesga la muy buena relación de Colombia con el gobierno de Donald Trump, el mejor aliado que se haya podido labrar Juan Manuel Santos desde su alta investidura y uno que les resulta imprescindible para el redespegue económico colombiano.
No es poco lo que Colombia como nación tiene en su agenda de los próximos meses.
En efecto, lo peor que podría hacer el elector que mañana se anime a salir de su casa a votar es depositar su papeleta a favor del chavismo y su fracasada revolución.
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