“Primum non nocere”.
Hipócrates
De aquel día recuerdo casi todo. Corría el tercer trimestre de 1992 y estaba en el inicio del internado rotatorio, mi último año como estudiante de Medicina. Me encontraba en una de las primeras guardias de la pasantía de medicina interna y tenía a cargo a los pacientes hospitalizados en el servicio. Como suele ocurrir antes de iniciar una guardia, me entregaron una lista con los pacientes críticos y lo que estaba pendiente durante el turno. El doctor Pablo Sánchez, uno de los residentes de postgrado, me llamó aparte:
—El señor Julio Perdomo está muy mal. Probablemente fallezca esta noche.
—¿Hay algo pendiente? —interrumpí.
—Con él ya no hay nada que hacer. Hoy te toca aprender que en medicina también hay que saber cuándo dejar de hacer las cosas.
—¿De verdad no hay nada que se pueda hacer por él? —lo interrumpí por segunda vez.
—Sí, acompañarlo. Hoy te llevarás ese aprendizaje.
¿Cómo se acompaña a un paciente que está muriendo?
Aquella vez doblé el reporte de guardia y lo introduje en el bolsillo de mi bata, y rápidamente me dirigí a refugiarme a la habitación que teníamos asignada para el turno de descanso.
No quería que me vieran llorar.
Apuré mis lágrimas y me fui a la sala donde me esperaba una noche infinita.
Julio tenía una enfermedad oncohematológica (leucemia o linfoma, no recuerdo cuál). Se había complicado con una reactivación del virus varicela-zóster: lesiones costrosas cubrían casi todo su cuerpo. Aun recibiendo oxígeno, su respiración era difícil y entrecortada. No estaba consciente. Agonizaba. Fui a verlo y me mantuve a su lado. Recuerdo haber intentado hablarle, tocar su mano sin respuesta.
Recé por él, por mí, por la circunstancia.
Yo no quería que muriera.
Me habían formado para la vida y desconocía cómo actuar en una circunstancia como esa. Las primeras guardias son emocionalmente complejas. Uno no es más que un puñado de teorías, ávido de respuestas que solo llegan con años de ejercicio profesional.
Aquella noche fue larga. Amaneció. Y Julio, contra todo pronóstico, seguía con nosotros.
Entregué la guardia, fui a la habitación a cambiarme y desayuné, aliviada. Pero cuando regresé a retomar el trabajo matutino, encontré su cama vacía.
Julio había fallecido.
Mucho después recordé su historia.
La enfermedad de mi padre nos sorprendió en marzo de 2003. Iniciando la jornada en mi consulta pediátrica, recibí una llamada. Atendí. Era mi mamá con voz nerviosa:
—No sé qué le pasa a tu papá. Se despertó y fue a la cocina a servirse un café, pero está como perdido. Siento que no me entiende. Tiene la boca torcida.
Presentí que se trataba de un accidente cerebrovascular (ACV). Recogí mis cosas y le pedí a la secretaria que suspendiera la consulta. Mi trabajo estaba muy cerca de casa y corriendo llegué en 5 minutos.
Mi papá me miraba confundido. Tenía los rasgos faciales desviados. Fui con mis hermanas a la emergencia de la clínica más cercana. Un estudio por imagen confirmó el diagnóstico de ACV.
—Vamos a ser optimistas, pues hasta los momentos pareciera ser algo leve —dijo el neurólogo.
Decidieron trasladarlo a una habitación luego de un tiempo de observación prudente en el área de emergencia. Lucía estable respecto a su condición de ingreso. Pero cuando tomamos el ascensor para ir a la habitación, todo cambió: dejó de hablar y perdió la movilidad del lado derecho del cuerpo.
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Mi papá había migrado de Italia a Venezuela siendo muy joven. Era tímido, hablaba poco. Lo de él era la acción, no en vano fue mecánico automotriz. Amaba la tecnología, la innovación y sentía fascinación por reparar cosas. En sus manos cualquier objeto que consideráramos perdido lograba una segunda vida. Fue el traumatólogo de mis Barbies cuando las piernas de estas sucumbían por los excesos de mis juegos. Le bastaba un taladro, un tornillo y una buena tuerca para ponerlas de nuevo en su justa posición y así regresarme la sonrisa. Y la esperanza. Para él no había imposibles. Le temía a la muerte y a cualquier símbolo que en su imaginario la evocara: las velas, por ejemplo. En la mesa no podían ponerse candelabros así fuese una ocasión festiva. Las funerarias y los carros fúnebres le hacían voltear el rostro.
El mayor daño cerebral que le produjo el ACV fue en el área correspondiente al lenguaje y, por ello, perdió en gran medida la capacidad de comunicarse. Nos entendía, pero, si intentaba hablar, no lo lograba. Cuando conseguía hacerlo, lo que decía no guardaba relación alguna con lo hablado. A veces se daba cuenta y se frustraba. Esta circunstancia y el hecho de ser una persona activa hicieron que aceptara con mejor talante la fisioterapia; no así la terapia del lenguaje.
De no poder caminar, pasó a hacerlo con ayuda. Luego, aunque con dificultad, a hacerlo de modo independiente. En el lenguaje hubo algún avance, pero nunca volvió a pronunciar palabras con fluidez. Vinieron tiempos complejos que sobrellevamos con el amor, la paciencia y la dedicación que desarrolló todo el grupo familiar. Yo, en medio de todo, agradecía ser médico: opinaba con base y buscaba las mejores alternativas para su tratamiento.
Todo parecía controlado y estable hasta que años más tarde comenzó a presentar convulsiones. Eran secuelas del ACV. De allí en adelante hubo un retroceso importante. Costó mucho encontrar un anticonvulsivante apropiado. Fue necesario que le cambiaran el tratamiento en varias oportunidades por poca respuesta o por la aparición de efectos secundarios no tolerados. A esto se añadió que en el país comenzaban a escasear muchos medicamentos. Nos tocaba peregrinar por las farmacias de Caracas en su búsqueda o, en su defecto, conseguir que alguien nos hiciera el envío desde el exterior.
También en ese tiempo el medicamento que recibía para el manejo de una arritmia cardíaca lo llevó a desarrollar fibrosis pulmonar como efecto adverso. Como consecuencia de ello, en muchas oportunidades presentó infecciones respiratorias que incluso requirieron hospitalización porque había sido colonizado por una bacteria oportunista (Pseudomona aeruginosa).
No era posible erradicarla. Solo pudimos controlarla con antibióticos a los que progresivamente hizo resistencia. Su función renal poco a poco se fue deteriorando al igual que su esfera neurológica. En esas circunstancias, uno de sus médicos me advirtió que ya no teníamos muchas alternativas terapéuticas.
—En este punto con tu papá me siento entre la espada y la pared —me dijo.
Enfrentarme a la posibilidad de su muerte me generaba mucha ansiedad. Aunque yo no era su médico (y sus tratantes siempre me lo recordaban con mucho afecto), me sentía responsable. Era una especie de bombero apagando incendios que se reproducían.
Eran incendios infinitos.
Y si llegase el momento, ¿cómo se acompaña a un ser querido que está muriendo?
Volví a esa pregunta que me había formulado mucho tiempo atrás con alguien que sí era mi paciente. Ante esta situación, una de mis mejores amigas y colegas me sugirió contactar a especialistas en medicina paliativa. Inicialmente lo postergué. Me costaba aceptar la posibilidad de que mi papá falleciera. Yo también sentía un gran miedo ante la enfermedad y la muerte, y lo había identificado en una conversación con un amigo psiquiatra:
—Por algo muchos de nosotros somos médicos. Cuando escogimos serlo, además de la vocación de servicio, seguramente también pesó ese miedo. La profesión nos otorga una falsa “sensación de control” que nos ayuda a mitigarlo —me dijo.
Me tocaba enfrentarme al hecho de que la ciencia (mi faro, mi ancla de salvación hasta ese entonces) ya no ofreciese soluciones posibles. Aceptar no tener “el control” de la enfermedad y dejar de sentir culpa por ello.
La medicina paliativa llegó para enseñarme que, frente a un paciente terminal, cuando pensamos que ya no hay nada que hacer, es cuando podemos hacer más para garantizar la calidad de vida que le queda al enfermo. Por ello, y respetando siempre la voluntad del paciente y de su familia, no tienen lugar medidas terapéuticas extraordinarias que pudiesen prolongar su agonía.
En visitas que hicieron a nuestro hogar, el doctor Fabio Fuenmayor y la doctora Angela Montañez, médicos de cuidados paliativos, revisaron minuciosamente el caso de mi papá y manifestaron a toda la familia que el objetivo sería un tratamiento enfocado en el manejo de cualquier síntoma que le generara sufrimiento o dolor.
Ellos me enseñaron a dejar de asumir el rol y la responsabilidad de médico tratante frente a él y los míos, y a aceptar el rol de cuidador. Fueron solidarios, empáticos y compasivos con él y con nosotros. Aclararon siempre todas nuestras dudas, guiándonos en el tránsito de la incertidumbre que genera esta condición. Nunca estuvimos solos.
Mi papá falleció en abril de 2013, en su casa, bajo el afecto de su familia, y con la supervisión y atención de médicos de cuidados paliativos.
Después de 20 años de esas primeras guardias, entendí finalmente lo que me dijo el doctor Pablo aquella noche: “En medicina también hay que saber cuándo dejar de hacer las cosas”.
Me costó tiempo, pero lo aprendí.
RITA ANTONINI
ILUSTRACIONES: CARLOS LEOPOLDO MACHADO
Esta historia fue producida en el curso Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias, dictado a profesionales de la salud en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.
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