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El diálogo inacabado

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Eterna es la pregunta que por siempre perturbará a la condición humana:

¿Quién y qué es el hombre?

Y el intento, y argumentos para responder, nos conducirán siempre a la misma interrogante.

El filósofo Emilio Lledó afirma, en su obra Lenguaje e Historia, que pensar es, en primer lugar, la instalación en la estructura lingüística actuando esta dimensión.

Por su parte, el escritor Gustavo Luis Carrera muy acertadamente nos recuerda, en el ensayo El compromiso inferente, que escribir es situarse en un diálogo.

Pero, ¿cuál fue la importancia e impronta del diálogo, esta figura léxica-literaria asumida por el pensamiento de los antiguos hebreos para acercarse a Dios, en textos parte de su Tanaj o Torá, que fueron incluidos en la primera Biblia, para que la casi totalidad del mundo europeo de los primeros siglos de nuestra era, en relativo poco tiempo se convirtiera masivamente al Cristianismo y Catolicismo?

Para contestar esta pregunta se hace necesario considerar algunos sucesos y hechos históricos por los que hubo de transcurrir la humanidad en la antigüedad.

Así, nos atrevemos a afirmar que todo comenzó, cuando pensar fue, en su momento, el inicio del gran diálogo íntimo.

Original, surgido en la etapa verbal del desarrollo humano, y era la palabra ideada imagen de cosa sentida en la realidad del mundo exterior, al hombre descubrir que en él existía un ser fuera.

De los sentidos, para protección de su desamparo natural y social, con quien comenzaría un íntimo e incesante diálogo consagrado, aun cuando para describirlo en su recuerdo tuviera, necesariamente, que recurrir al léxico referencial de la realidad en que se estaba instalando, pero haciendo que su nombre solo pudiera pronunciarse en palabra santificada.

Así, el hombre intentó entender y superar el conocimiento del pasado, tratando de comprenderse a sí mismo, en su condición humana de instintos y limitaciones intelectivas, bajo los imprecisos signos del lenguaje humano. Y esta precariedad natural lo condujo, inexorablemente, al diálogo interior consagrado, único con que podría sobrepasar las limitaciones de su condición humana y hablar con la divinidad haciéndose la pregunta:

¿Quién soy y cuál es mi destino?

Sería persistente diálogo, recogido y expuesto por el hombre en los signos escriturales en la avanzada etapa urbana de la antigüedad, con la convicción de que su pensamiento comportaba la verdad de que el hombre es, por naturaleza, antropológicamente un ser religioso, que necesita la divinidad.

Fue en aquella desarrollada etapa societaria de importantes ciudades, en la cual se redactarían los grandes textos que sustentan las diversas religiones del ámbito mediterráneo y de la India y China.

Y afirman desde el siglo XIX los estudiosos de la filosofía de Martín Buber, que en aquella etapa de regulación social, viéndose el hombre inmerso en la opresiva relación de dominación y utilidad impuesta por lo societario, asiento del poder y decisión ajeno a su albedrío, tuvo que recurrir al diálogo íntimo en protección de su individualidad, a ese yo-Tú consigo mismo y con su Dios, como bien apuntaría este filósofo, por cierto, judío.

Fue de aquel tiempo la redacción, en Israel, de los primeros textos de la Tanaj o Torá, Antiguo Testamento, que incluían versos del íntimo diálogo del hombre consigo mismo y en comunicación con Dios: Salmos, Libros Sapiensales, Proverbios y Eclesiastés. Estos diálogos humanos consagrados, íntimos, inspirados por el espíritu divino, apoteosis de devoción de un pueblo creyente en un solo y único Dios.

Y es significativo para nosotros, que todas esas religiones politeístas que existieron, hayan situado a sus dioses hacia las alturas etéreas, en las cúspides de sus pirámides, o en la cima de una montaña como fue el caso griego del Olimpo; mientras los israelitas colocaron a Dios en la interioridad del alma humana.

De aquí lo simbólico que se nos muestra, y resulta ser, el suceso de la Torre de Babel y la confusión de las lenguas, considerando que textos del pensamiento israelita sitúan a Dios, conforme a interpretación rabínica, en la expresión verbal *los Cielos*, imagen integradora de las letras originales: Beth -principio femenino- y Aleph -el principio masculino-, síntesis originaria de la vida humana.

Dentro de este largo proceso histórico, en el sur mediterráneo, para el siglo III d.C., en la Biblioteca de Alejandría, eruditos judíos redactaron en griego la primera Biblia conocida, llamada de los setenta o septuaginta, con los distintos textos de la Tanaj, o Torá hebrea, incluyendo Salmos, Proverbios y Eclesiastés.

E intelectualmente, desde el siglo III a.d.C, en el norte mediterráneo, la dinámica histórica del pensamiento griego, no obstante su mundo de religión politeísta, había estado desarrollando una reflexión filosófica fundada en el logos, la idea y la palabra, imbricada en definiciones léxicas de su lenguaje, cuyo abordaje de análisis y comprensión asistidos de la razón, colocaría, -ineludiblemente- a dicha reflexión, en el diálogo socrático, algunos dicen que bajando la filosofía del cielo a la tierra, y nosotros decimos que sumida en la verdad del espíritu humano.

Que no en vano, en El Fedón o la inmortalidad del alma, de Platón, Cebes le dirá a Sócrates que el alma (cito textualmente), cuando examina los asuntos por sí misma sin recurrir al cuerpo, tiende hacia lo que es puro, eterno, inmortal e inmutable, y cuando es de esta misma naturaleza, se une a ello, si es para sí misma, y puede.

Y esta imagen dialógica del pensamiento humano, continuaría imponiéndose en el íntimo reflexionar griego y romano hasta el pensamiento de Séneca (siglo IV d.C.), considerándose al hombre principio y fin de su valor moral, cuya alma, o espíritu, trascendía su condición temporal.

Ideas estas últimas compartidas por San Agustín en su obra Soliloquios, aplicando el coloquio platónico para exposición de la fe cristiana, sostenido mediante el Diálogo íntimo entre Dios y la Razón, interpolado éste en unidad de pensamiento con los diálogos del alma humana cantados en los textos de la Biblia; sentenciando que esta es la vía expedita a la que el hombre debe recurrir para acercarse a la verdad de Dios, única e incuestionable.

Sería, pues, en nuestra modesta opinión, el diálogo íntimo y revelador, figura natural léxica propia del pensamiento y lenguaje del hombre, ejercido exteriormente por su instinto gregario en comunicación humana, imprescindible en la retórica literaria, ya descrito en la Biblia como búsqueda recurrente de Dios por el hombre, tratando de comprenderse en su verdadera dimensión humana, ética y moral; el que integrado al pensamiento dialógico grecolatino a partir de los diálogos platónicos, hizo posible, que en apenas unos doscientos años, el mundo europeo politeísta aceptara -casi íntegramente- su conversión al pensamiento de la fe cristiana.

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