El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, encarna con su lucha sin cuartel contra las pandillas aquello que, en el ideario popular, representaba el dictador chileno Augusto Pinochet en 1973. Pasó medio siglo. La mano dura, más allá de los excesos, se ha convertido en una moneda de cambio en Iberoamérica. Dos de cada diez jóvenes de 16 a 25 años que no vivieron los años de plomo están de acuerdo y un 13 por ciento de los mayores de 61 años también. Son porcentajes bajos, pero ambas generaciones se dan la mano en la encuesta anual de «Latinobarómetro», que ausculta el pulso de la región desde 1995.
Bukele, en el gobierno desde 2019, anunció en julio que pretende ser reelegido en 2024. No puede. En teoría. La letra constitucional de su país solo permite la reelección no consecutiva. Dice el informe: «La gran diferencia con la ola de recesión democrática de los años sesenta del siglo XX es que no hay militares. Esta vez, todos los dictadores son primero civiles elegidos en comicios libres y competitivos que luego se quedan en el poder cambiando las reglas y haciendo seudo elecciones para mantener la categoría de democracia. Ya no se usan armas ni militares. Asumen la presidencia. Son electo-dictaduras civiles».
La democracia como sistema perdió apoyo en la última década y, en forma proporcional, el autoritarismo ganó adhesión. El sondeo, titulado La recesión democrática en América Latina, muestra que abraza la democracia menos de la mitad de los ciudadanos, el 48 %, 15 puntos menos que en 2010. ¿Qué pasó desde entonces? Emergieron populismos de izquierdas y de derechas mientras iban extinguiéndose los partidos tradicionales y, con ellos, la moderación. El hartazgo de políticas fallidas, promesas incumplidas y actos de corrupción lleva a concluir que un gobierno autoritario puede ser mejor para un 17 %, dos puntos más que hace 13 años.
El respaldo a la democracia sobresale en Uruguay, seguido por Argentina, Chile y, curiosamente, Venezuela. Decae, al punto preferir el autoritarismo, en México, República Dominicana, Guatemala, Paraguay, Perú y Costa Rica. La falla, explica el informe, radica en «la deficiencia de la democracia para producir los bienes políticos que demanda la población». ¿Cuáles son? Igualdad ante la ley, justicia, dignidad y justa distribución del ingreso. Inciden en formar negativa dos factores negativos: la corrupción, en la cual están envueltos presidentes y expresidentes, y los personalismos al mejor estilo de «El Estado soy yo», versión Luis XIV.
En la región, 21 expresidentes están condenados por corrupción y 20 no terminaron sus mandatos desde 1978. Un tercio de los elegidos desde que ese año han trasgredido las reglas de la democracia. Datos desalentadores, así como la insatisfacción con el sistema en Colombia; Ecuador; Panamá; Paraguay; Venezuela, más allá del apoyo de su población, y Perú, en el fondo de la tabla tras los sucesivos cambios de gobierno. Emerge entonces el Bukele o el Pinochet que, ante a la frustración, los latinoamericanos llevan dentro por su raigambre presidencialista: que un líder imponga «orden y progreso», como dice la bandera de Brasil, «por la razón o por la fuerza», como rezan las monedas chilenas.
La mano dura, expresada de ese modo, «está íntimamente vinculada a la desafección política, ya que este es un fenómeno reciente de distanciamiento de la ciudadanía con respecto a la política que se refleja en las encuestas y, en ocasiones, en un aumento de la abstención electoral», señala el informe. Es decir, no me importa quién sea ni cómo sea. Solo exijo soluciones inmediatas. Los personalismos opacaron a los partidos políticos, cuya imagen y legitimidad se han desplomado. Desde 2018 hubo 18 alternancias en el poder. Eso se traduce en abstencionismo y votos nulos y blanco. En una palabra, indiferencia.
La excepción en esta ocasión ha sido Nicaragua, donde la deriva autoritaria del régimen de Daniel Ortega no ofrecía condiciones de seguridad a los encuestadores. Deplorable. Todo se resume en una frase del informe: «Por definición, los dictadores no se eligen. Sin embargo, en América Latina se han elegido. Es una manera blanda de llegar a ser dictador». Ocurrió en Perú con Alberto Fujimori, en Venezuela con Hugo Chávez y Nicolás Maduro, en Nicaragua con Ortega y siguen las firmas. Y, también, la naturalización de los intentos de vulnerar las leyes en beneficio propio.
En síntesis: «América Latina tiene una crisis, primordialmente de su élite, que a su vez desencadena una crisis de representación. Esta crisis de la élite tiene su indicador más nítido en la presidencia en una región donde los personalismos han debilitado la democracia. Se observa una ambición de poder desmedida que motiva a los presidentes, partidos políticos y coaliciones a quedarse en el poder, incluso a costa de romper las reglas de la democracia. Por la crisis y atomización del sistema de partidos políticos, cobran más importancia las personas, mientras que la abundancia de personalismos acentúa la crisis de representación».
Más de 100 presidentes de la tercera ola de democracias, estrenada en el mundo en Portugal en 1974 y en Iberoamérica en República Dominicana en 1978, no han sido sometidos a ningún proceso ni acusación. ¿La democracia se ha transformado en un botín de corruptos? Algo así a los ojos de los latinoamericanos, sometidos a una falsa dicotomía entre derechas que defenderían la libertad sin impedimento e izquierdas que defenderían la libertad sin dominación. Sin polis (política) ni demos (pueblo) ni red en la región más desconfiada del planeta, tan polarizada como otras, con una urgencia peligrosa: mano dura, explícita o solapada. Sin invocar en la mayoría de los casos a Bukele ni a Pinochet.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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