La palabra Caribe es un sortilegio. Y apenas esa magia verbal se acercaría a revelar la riqueza de un mapa que vislumbramos anclado en el imaginario prometedor de lo prodigioso, en el trazo a vuelo de pájaro que nos fascina cuando divisamos las Antillas desde los aviones o al pintarlo con espuma en la travesía de las peligrosas corrientes de sus rutas marítimas.
La voz Caribe surge de un canto. Expresado este en arawak, creole, español, neerlandés, francés e inglés, principalmente. Y más que voz, sería la melodía afinada de un diapasón de belleza inaudita: un coro que emite la sinfonía de una naturaleza cuyo universo marino lo delimitan las tierras que asoman a un fragmento del Atlántico entre los trópicos, a playas bañadas por aguas de tornasol azulado, celestes cobalto y esmeraldas turquesas.
La sola voz Caribe desencadena un tropel de deseos que impelen a la aventura de surcar sus aguas procelosas, de atesorar con una mirada perdurable sus arenas y de engarzar sus deslumbrantes islas con el gozo que provoca explorar su desatada hermosura de vocación femenina, venusina, claro. Y esta magnificencia incluye, entre las más cristalinas aguas de sus riberas y en sus territorios, la dimensión humana tan rica y generosa de su gente.
La historia del Caribe también la condensa su ficción. Desde la Cuba de Carpentier y de Lezama Lima, pasando por el Puerto Rico de Julia de Burgos, Luis Palés Matos y la República Dominicana de Pedro Mir; hasta los confines del arco de Barlovento con la Guadalupe de Saint-John Perse, la Martinica de André Cesaire, la Santa Lucía de Derek Walcott y la Trinidad y Tobago de V.S. Naipaul; y ya en tierra firme, de García Márquez a Rómulo Gallegos y a Uslar Pietri; de Rubén Darío a Miguel Ángel Asturias, Salarrué y Martínez Rivas, se desata el nudo de un cordel de poderosos autores en su talento fundador, con la más alta poesía.
El elenco creativo del mapa múltiple del Caribe es de un enorme peso intelectual y a esa pluralidad se suma el ingenio de artistas plásticos y músicos. Entre ellos: René Portocarrero, Alejandro Obregón, Jacobo Borges, Carlos Cruz-Diez, Jesús Rafael Soto, Sir Dunstan St. Omer y Derek Walcott, en su versión acuarelista; Bola de Nieve, la vieja y nueva trova cubana, Daniel Santos, Willie Colón, Rubén Blades, Jimmy Cleef, Bob Marley, Ronald “Boo“ Hinkson y Oscar D’León, por citar tan solo unos cuantos valores fundamentales de la tradición popular de nuestro interior mar Mediterráneo –como calificaba Carlos Fuentes al Caribe–.
Este casi listín telefónico incompleto recuerda que la especificidad que encierra las fronteras contribuye a la diversidad de la identidad cultural más esplendorosa cuando se levanta la mano de la singularidad creativa para enlazarla con otras manos hermanas. Así se propició el sueño libertario de Juárez, de Martí y de Bolívar, muy lejos de la manipulación ideológica de nuevos aprendices de brujo, ayunos de las magnas tradiciones espirituales autóctonas y africanas, y cuya imposición está derivando en algunos autoritarismos.
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