Más de 11.000 guionistas de Hollywood se han declarado en huelga hace 2 meses. A ellos se han unido, en las últimas semanas, los más de 160.000 actores agrupados en la red de sindicatos SAG-AFTRA: los rodajes se encuentran por completo detenidos.
Los reclamos obedecen a los cambios en la industria surgidos a raíz de la pandemia y al afianzamiento de las llamadas plataformas en el modelo global de consumo: más streaming, menos salas de cine.
Denuncian, además, que el nuevo modelo de negocios haya favorecido lo que llaman una gig economy, un sistema de remuneración basado en el trabajo a destajo, sin garantías de estabilidad en el tiempo, que estimula deliberadamente la competencia desleal entre escribidores. Al tener que trabajar para las plataformas por demanda, del tipo Netflix o Disney, los guionistas dejan de percibir las regalías acordadas a las reposiciones de filmes y series en los medios predominantes hasta hace pocos años.
No se registraba una huelga de guionistas desde 2007 y los huelguistas exigen que la remuneración por su trabajo tome en cuenta lo que estos 15 años han traído a la industria del cine.
La brecha entre lo que la agrupación de casas productoras les ofrece y lo que reclaman los escribidores es de unos 345 millones de dólares. La huelga será larga, calculan ambos bandos; cosa de meses, igual que la anterior.
“Hollywwod es fácil de odiar, fácil de despreciar, fácil de difamar”, afirmó Raymond Chandler en un ensayo sobre los escritores estadounidenses y Hollywood, publicado en allá por 1945 en The Atlantic Monthly (antecesor del actual The Atlantic). Aún hoy puede leerse con sumo provecho. Y añadía, “algunas de las mejores difamaciones son obra de personas que nunca han pasado por la puerta de un estudio”.
No era este último, precisamente, el caso de Chandler, un exitoso novelista del género policial y guionista muy cotizado en su tiempo que, sin embargo, no ahorra acerbas críticas al asfixiante sistema de estudios, imperante en Hollywood hace más de ochenta años. Pero le escandaliza menos el dispositivo financiero hollywoodense de su tiempo que la esencial perversidad de pretender “explotar un talento sin concederle el derecho a ser un talento”. Orson Welles es el ejemplo más socorrido de esto, pero no ha sido el único.
Con todo, Chandler reserva el calibre más grueso para sus colegas, los escribidores a quienes considera “un miserable hatajo de mercenarios”.
Agrega que no duda que preferirían ser mucho mejores escritores y ganarse la vida en algo que tuviese el decoro de una profesión liberal. “Pero eso no les va a ocurrir, porque la mayoría de ellos dedican todo su tiempo a un trabajo que tiene tantas posibilidades de alcanzar calidad como un pequinés de convertirse en gran danés”.
En ese deleznable mundo laboral halló F. Scott Fitzgerald materia para su obra crepuscular: los diecisiete relatos que escribió durante los dos últimos años de su vida —murió en 1940—, recogidos en Historias de Pat Hobby. En la proverbial lista de personajes indelebles que ofrece la literatura, colocaré siempre en un puesto muy alto a Pat Hobby.
Sobreviviente del cine mudo, como la Norma Desmond de Sunset Boulevard, Pat llegó a ganar —nadie se explicó nunca cómo— hasta 2.500 dólares por semana y llegó a poseer una piscina, pero en el cine parlante que en 1927 inauguró la demanda por escritores ya no hubo lugar para él. A pesar de ello, ninguna novedad técnica iba a sacar a Pat de Hollywood.
Perseveró haciendo miserables chapuzas guionísticas —añadiendo diálogos, podando descripciones—, cualquier cosa con tal de tener acceso a los platós y sentarse en la cafetería, junto a los extras vestidos de cowboys y las platinadas María Antonietas. Confiaba en el regreso, “el segundo acto” que, según el propio Fitzgerald, el sueño americano no le concede a nadie.
En 1939, Pat tiene ya 49 años, se ha alcoholizado y solo con suerte llega a hacer 250 dólares semanales. Sus dos últimas esposas han renunciado ya a reclamarle la pensión alimentaria. En lo moral, sus propensiones son las mismas de una rata.
Fitzgerald sublimó parte de su propia fallida experiencia hollywoodense en dos personajes. Uno de ellos es Monroe Stahr, el brillante y trágico superproductor de cine, protagonista de El último magnate.
Uno de los mejores biógrafos de Fitzgerald, Andy Turnbull, dice que Stahr encarnó en la ficción las aspiraciones que Fitzgerald llevó a Hollywood y Pat Hobby las humillaciones que aceptó y la degradación en que se hundió en procura del éxito. Lo sorprendente es que Hobby nunca nos resulta aborrecible ni lastimero.
La mano maestra de Fiztgerald modela un fracasado insumergible, voluntarioso, nunca del todo patético, cuyas ruindades nos hacen sonreír.
Pat no prodiga amargas reflexiones sobre el negocio de Hollywood, sus juicios sobre la “fábrica de sueños” son más bien desapasionados y pragmáticos. El ideal de Hollywood llega a advertir serenamente, es lograr hacer cine sin necesidad de escritores.
Como Pat no es del tipo solidario, con seguridad no acompañaría al gremio de escribidores huelguistas que hoy denuncian la amenaza que entraña para el gremio el uso de Inteligencia Artificial.
“Lo que quiero es un pase gratuito para la función privada, míster Marcus—dice en el relato titulado Pat Hobby y Orson Welles—, y que todo lo demás siga como está”. Poco han cambiado las cosas, al parecer, en estos últimos 80 años.
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