Una de las más complejas y completas notas de la palabra, sin ser filocalista, estriba en su capacidad para comunicarnos mejor entre los seres humanos, en la medida que, sepamos y ampliemos de forma progresiva y sostenida el vocablo usualmente adoptado. Esta paradoja transforma el uso del lenguaje, preferiblemente escrito, en el mejor mecanismo para preservar y reproducir toda la experiencia de la humanidad y sus humanidades. No en vano se dice que, en nuestros días, se habla y escribe un mejor español que el empleado o acuñado por Bello, Cervantes o Nebrija. El desaparecido euskaldún, exportavoz del entonces Lehendakari José Antonio Ardanza, Joseba Arregi Aranburu, afirmaba que la palabra no tiene espacio propio suyo. No tiene sustancia. La palabra existe -prosigue Arregi- sólo si en ella se da algún encuentro, una revelación del ser. En fin, el lenguaje sin determinación y deseo de instrumentalizarse, es débil, sin sentido y hasta sobrante.
Desde hace algunos años he compartido una honda preocupación con el doctor Ramón Escovar León. Esta se centra en el cada vez más persistente uso de un retorcido español para la redacción de sentencias en Venezuela. Hemos trabajado en conferencias públicas, organizadas por la Fundación Universitas, así como algunos textos para la reflexión, sobre la dificultad que muchas veces entraña leer un fallo que, por sus características como acto de Estado, debería ser lacónico, preciso y jurídicamente sustancial. Tres características que pudieran lucir contradictorias, pero que, en el fondo, una conlleva a la otra. A esta debilidad se le suma lo que también Arregi advertía en 2004, que vivimos tiempos de arrogancia del “poder, del conocimiento, moral, de capacidad militar, política y económica; arrogancia al pretender someter a la naturaleza a nuestros deseos, a nuestras necesidades sobredimensionadas; e inclusive, arrogancia por creernos en posesión de una verdad ética que supuestamente nos dice que estamos en el lado bueno de la historia”. Esta sobrevaloración termina reflejada en las decisiones judiciales donde pareciera que mientras más extensas y repletas de figuras (lógicas, pintorescas y patéticas), recursos retóricos (lenguaje tropológico para ser más precisos), citas -in extensas- petulantes o nitofilia, el fallo sería mucho más imponente. En fin, caetera desiderantur: ¡escribe y escribe que “algo quedará”!
Los jueces poseen la más delicada de las funciones del Estado, como es la de dirimir conflictos a través de las instituciones jurídicas. Sin un Poder Judicial, sencillamente los altercados -por muy nimios que sean- se resolverían en justas sangrientas o quien sabe qué métodos donde lo característico sería imponer la desaparición al otro, cuando no a ambos disputantes. Su elevada función pública, aunada a sus amplísimas potestades -incluyendo las hermenéuticas- obligan al sentenciador a administrar el lenguaje para que precisamente, ante las tentaciones de una falsa ataraxia judicial, pueda cumplir con elevadas miras su delicado papel constitucional dentro de un país. No puede ser, y en esto me acompañarán los lectores colegas, que, ante un tiempo de altísimas incertidumbres, quien debería generar el esclarecimiento, sea más bien un amplificador del estado de irresolución jurídica. En la Venezuela actual esto pareciera ser moneda de curso corriente, aunque leyendo las Memorias del abogado Pedro Núñez de Cáceres (Prólogo de Caupolicán Ovalles, Caracas, Ediciones Biblioteca Nacional, 1993), en el siglo XIX, era práctica regular ese castellano inflado, producto de una asfixiante acidia. Agrega Núñez “(…) en una causa que se ventilaba en un tribunal, se sentenció condenando a una parte a pagar la cantidad demandada y terminaba el fallo con las palabras, etc., etc., etc. El interesado pidió aclaratoria de lo que debía entenderse por aquellas tres etcéteras, y el juez entonces proveyó: Se declara que la primera etcétera son las costas, la segunda los daños y la tercera los perjuicios (…)”.
Pudiera en este siglo XXI venezolano encontrarnos con el estupor de este tipo de sentencias. A lo mejor no son tan burdas como lo narrado por Núñez de Cáceres. Sin embargo, un ampuloso uso del español también pudiera acarrearnos gravísimas disputas, sobre todo, si los fallos venezolanos deben ser ejecutados en el extranjero, como, por ejemplo, es regular en materias como extinción de dominio o arbitraje, tal como nos advierte el profesor Escovar León. Muchos indicarán que la solución será cursos de formación permanente a los jueces. Pudiera ser, pero, tampoco podemos someterlos a constante activismo de tipo docente sin un anclaje o brújula de buena praxis en su oficio. Esto implica que tenga en sus manos, una guía judicial de estilo, donde, quien no lo cumpla pueda ser evaluado y sancionado. El buen uso del lenguaje judicial debe ser una política de Estado de irrestricto cumplimiento. Es más, la recuperación del Estado de Derecho comenzará cuando el lenguaje jurídico no sea un reducto para imponer las abyecciones ideológicas de un proyecto unilateral y totalitario.
Algunos afirman que esto sería reducir a nuestros jueces a una suerte de “preescolar” permanente. Debo responderles que no es así. Cada día son más y más las naciones que han debido preparar e imponer sus manuales de estilo judiciales. Naciones que para nada son del mal llamado “tercer mundo”. En el caso francés se hizo para nada menos y nada más que las sentencias de Casación civil, una de las joyas de la corona jurisdiccional introducidas en la modernidad jurídica gala (Vid. École Nationale de la Magistrature. Méthodologie du Jugement Civil, París, 2013). Los mexicanos poseen no sólo el manual federal de estilo, sino también, los cuadernos por cada una de las entidades federales, dada la peculiaridad de su arquitectura en cuanto a la forma de Estado. República Dominicana, siguiendo el ejemplo francés, está haciendo lo propio en un proceso de renovación jurídica total, pues, en la isla, se ha adelantado una de las reformas más ambiciosas en el contencioso-administrativo, la extinción de dominio y la contratación pública. En España, desde 2017, la RAE y el Consejo General del Poder Judicial delegaron en el Académico de la Lengua Santiago Muñoz Machado la elaboración del denominado Libro de estilo de la Justicia. Son 726 páginas que nos ilustran, desde la más elemental redacción de una oración, hasta la concreción de compuestos univerbales o pluriverbales; los pormenores de una “óptima sentencia”. Excelencia que se logra respetando las características propias del español jurídico, por cierto, plasmadas en el numeral 3 del artículo 243 del Código de Procedimiento Civil: “Una síntesis clara, precisa y lacónica de los términos en que ha quedada planteada la controversia”. No basta, como dice la máxima, saber Derecho, sino también, saber exponerlo y escribirlo.
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