El “socialismo del siglo XXI” ha marcado una profunda impronta cultural al conjunto de la sociedad. Los antivalores de la corrupción, el autoritarismo, el centralismo y la vocación hegemónica, que han caracterizado a esta corriente política, han permeado a los sectores llamados a suplantar su presencia en la conducción del estado y de la sociedad. Veinticinco años de hegemonía y control absoluto del poder, les ha permitido destruir el tejido social creado en la democracia y contaminar, de forma negativa, la vida social y política de la nación.
De entrada se ha profundizado un relativismo ético. Perdimos como sociedad el respeto al valor del trabajo honrado y el respeto a lo ajeno. Existe una tentación a la riqueza fácil, a apropiarse de forma indebida de los bienes ajenos. El saqueo perpetrado en estos años de la revolución, con absoluta y total impunidad, por la amplia legión de activistas revolucionarios y de unos cuantos militares, devenidos en altos funcionarios de la administración pública, no tiene precedentes en el último siglo de vida Republicana.
En el campo político propiamente dicho, el antivalor más extendido es el de la vocación hegemónica y autoritaria. La tentación por perpetuarse en las funciones de control político y del Estado. De usar las instituciones para el ejercicio personal y familiar de un poder ilimitado. Esa conducta ha entrado hasta los tuétanos en buena parte de nuestra sociedad. Cada dirigente siente que está llamado a ejercer las funciones de dirección de forma indefinida. Vale decir los valores del pluralismo político y doctrinario, y de la alterabilidad democrática los hemos desechado.
De ordinario, todo el que asume una representación política siente que debe perpetuarse en su ejercicio. Y si las circunstancias no le permiten su permanencia en las funciones, entonces se las arregla para que su familiar más próximo (hijos o pareja) ejerza en su nombre dichas funciones. Esto nos trajo la figura de la reelección indefinida para el ejercicio del gobierno y de otras funciones públicas.
Hugo Chávez, en su ambición de poder absoluto y eterno, estableció primero, usando sus operadores en la Asamblea Constituyente de 1999, la reelección inmediata del presidente y demás cargos ejecutivos de elección popular. Doce años le parecieron muy poco. Las ilimitadas atribuciones establecidas al presidente de la República también le parecieron pocas. Aquel traje a la medida confeccionado con la estructura del poder público en la Constitución de 1999 ya en 2007 le quedaba muy ajustado. Entonces presentó el proyecto de reforma constitucional para avanzar al Estado Socialista o Comunal, donde los poderes conferidos a su autoridad le fuesen ampliados y donde su permanencia en el poder se estableciera de forma indefinida. Los 33 artículos del proyecto de reforma constitucional del 2007 pusieron en evidencia el talante autoritario que le caracterizó. La lucha de la sociedad democrática impidió su aprobación y en el memorable referéndum del 2 de diciembre del 2007 se rechazó la propuesta. El comandante no aceptó la decisión mayoritaria de la sociedad. Continuó maniobrando para impulsar sus pretensiones. Dos años más tarde propone una enmienda para garantizar su permanencia en el poder. Es así como el 15 de febrero de 2009 se realizó el referéndum y se aprobó la primera enmienda de los artículos 160, 162, 174, 192 y 230, con el único fin de permitir la reelección inmediata de cualquier cargo de elección popular de manera continua o indefinida.
Chávez logró su objetivo de garantizar su permanencia y la de su camarilla en el poder. Solo que él pensó que sería eterno. Pocos años pudo hacer uso de su pretensión, pero la nación venezolana ha sufrido de forma dramática la permanencia en el poder de la cúpula ineficiente y corrompida instalada por él en el poder.
No tengo duda alguna de que esa figura de la reelección ha sido una causa fundamental en la destrucción de nuestro país porque ha impedido la alternabilidad, no solo en el poder nacional, sino en otros niveles y sectores de la sociedad. Lo lamentable de esta figura y de esta conducta es que ella agrada a sectores que se oponen a los sucesores de Chávez en el poder.
Varios de ellos luchan para derrotarlos política y electoralmente, pero sueñan que esa norma les permitirá a ellos establecerse, junto a sus equipos, por muchos años en el poder. La tentación hegemónica no solo está presente en los partidarios de la revolución bolivariana. Está ahí subyacente en muchos de los que se le oponen. Sería muy trágico para nuestra sociedad que salgamos de una hegemonía para caer en otra.
Es esa la razón que me viene moviendo desde hace ya casi 10 años de impulsar un cambio de la estructura del poder público nacional para garantizar su equilibrio y su alternabilidad. Mi propuesta de eliminar, para los cargos ejecutivos, la reelección indefinida, y para el cargo de presidente consagrar la no reelección absoluta, tiene que ver con nuestras debilidades institucionales y culturales, y con nuestro compromiso de garantizar que la democracia sea una realidad cultural, jurídica y política para nuestro país.
Por eso considero fundamental, en el marco del debate que estamos adelantando, con miras al proceso de elecciones primarias, para seleccionar una candidatura unitaria que enfrente al actual aspirante a la reelección “eterna”; precisar si tenemos la voluntad política de vacunar a la sociedad venezolana contra el virus de la hegemonía política y personal del poder.
He sido persistente, reiterativo y sistemático en estos años con esta materia, porque la considero un elemento esencial para restablecer la democracia y garantizar su estabilidad en el tiempo. Percibo en sectores importantes poca receptividad a la tesis. Pareciera que varios de ellos añoran el poder por largo tiempo. De forma directa o indirecta evaden el tema, o expresan sus dudas. Algunos argumentan que cinco años es muy poco tiempo “para reconstruir al país”, como si esa tarea fuese solo la labor de una persona en ejercicio del poder. Otros sostienen la tesis de un periodo de cuatro años, con una reelección inmediata, al estilo norteamericano, como si aquí tuviésemos el desarrollo institucional y cultural de los Estados Unidos de Norteamérica. Es decir, gobernar ocho años. Pocos recuerdan que en el siglo XX el periodo de 5 años era suficiente para adelantar, como en efecto se adelantaron, importantes gestiones de gobierno.
Venezuela debe abandonar el síndrome del caudillismo, del líder único. Venezuela necesita un liderazgo plural para impulsar una sociedad de instituciones que sustituya la cultura caudillista reforzada y potenciada por el “socialismo bolivariano”.
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