El militar y político venezolano José Manuel Hernández –llamado El Mocho por haber perdido en combate dos dedos de la mano derecha–, durante su estadía en Nueva York en 1896, presenció los eventos de la campaña electoral que llevó al republicano William McKinley a la presidencia de Estados Unidos. De la experiencia vivida circunstancialmente, Hernández adquiere conocimientos e ideas sobre cómo encauzar afanes proselitistas –los esfuerzos para atraer seguidores–, que tiempo después aplicará exitosamente como abanderado del Partido Liberal Nacionalista en las elecciones presidenciales de 1897. Así pues y de manera inédita en Venezuela, el avezado caudillo popular realiza giras a las distintas regiones del país, donde celebra mítines políticos y reuniones diversas que acentúan su creciente popularidad. Solo el fraude cometido por el régimen del general Joaquín Crespo pudo anular el triunfo del Mocho Hernández, desconociendo de tal manera la decisión de la mayoría. El hecho histórico marcará el comienzo del fin del régimen legalista, la caída del Liberalismo Amarillo y la oportunidad que aprovecharán Cipriano Castro y los andinos para asumir el poder.
Cien años después y mientras los partidos del estatus protagonizaban la quiebra del modelo político instaurado a partir de 1958 –conviene leer el ensayo de Gustavo Velásquez–, Hugo Chávez Frías recorría el país con fines igualmente proselitistas. El avance y consolidación de su popularidad se hizo palmario a partir del primer cuatrimestre de 1998, coincidiendo tiempo después con la defenestración de los candidatos de Acción Democrática y Copei y el ineficaz endoso de sus seguidores a favor del novel Proyecto Venezuela de Henrique Salas Römer.
Veinticinco años más tarde, se consolida en la escena pública venezolana el liderazgo político de María Corina Machado, resultante de su talante democrático y espíritu combativo en defensa de los valores de la ilustración, de su honestidad a toda prueba, de su constancia de propósito y de la sindéresis de un discurso y una propuesta fraguada en ideas claras y sustentables que posibilitan el definitivo rescate de la dignidad nacional. En su caso, también se da el recorrido por las calles de ciudades y pueblos a lo largo y ancho de la geografía nacional, tanto como el acuerdo y unificación con la gente común, donde quiera que se encuentre.
Los tres ejemplos referidos en líneas anteriores tienen similitudes, pero igualmente responden a realidades históricas muy distintas, de efectos diferenciados, por razones obvias. Los hechos y circunstancias particulares de cada caso nos describen objetividades sociopolíticas que van desde el tiempo y predominio de los partidos armados –el caso del Mocho Hernández y las milicias decimonónicas–, la quiebra de un modelo político que surgió del Pacto de Puntofijo en 1958 –la prueba histórica comentada por Ramón J. Velásquez, según la cual los jefes de los partidos, a diferencia de los Borbones, sí olvidan y aprenden, cuando las circunstancias los obligan–, o la interpretación del poder político como conjunto de alianzas y acuerdos entre los diversos sectores que integran un país. Y así llegamos a la hora actual, señalada por una severa crisis de gobernabilidad y una realidad económica y social extenuante para una población mayoritariamente desatendida –esto último, por sí solo, explica el deseo ferviente de cambio político que vienen expresando con mucha fuerza las grandes mayorías a nivel nacional–.
Es obvio que el régimen quiere mantenerse en ejercicio del poder público, como también intenta legitimarse ante el país y la comunidad de naciones democráticas. Pero mientras se niegue a facilitar un proceso electoral libre, transparente y verificable, no será posible alcanzar reconocimiento –legitimidad–. En esos términos no habrá estabilidad política, ni soluciones a los problemas que agobian a la ciudadanía, ni reactivación económica, ni sosiego social. Naturalmente, tanto irá el cántaro al agua hasta que se rompa, tarde o temprano.
Volvamos al deseo ferviente de cambio político –que no necesariamente es revancha, como algunos pudieran pensar–. Políticamente hablando y contra todo pronóstico, se está fraguando un fenómeno telúrico que viene consolidándose desde los estados y municipios del interior, con fuerte arraigo popular –no es precisamente un movimiento de clases medias y acomodadas, aunque igual éstas se vienen sumando a la tendencia mayoritaria–. Se trata pues de una pacífica manifestación popular en rápida expansión –ya está a las puertas de la ciudad capital–, cuyo desenvolvimiento tendrá predecibles consecuencias en la vida del país. Y en nuestro caso no valen las erróneas comparaciones con Cuba y Nicaragua –cada nación tiene sus singularidades y las tendencias sociales, económicas y políticas, se expresan de manera desemejante–.
La resistencia al cambio por parte del régimen es una realidad todavía palpable en la Venezuela de nuestros días –sus personeros no terminan de comprender la naturaleza del proceso en marcha, como tampoco la entendió en su oportunidad, guardando las diferencias del caso, el legalismo de Joaquín Crespo–. En ciertos actores políticos esencialmente afectos al régimen, prevalecen los temores existenciales que les ofuscan al encarar el imprescindible acuerdo político entre todos los sectores de la vida nacional, obviamente incluido el chavismo. Ello explica los desafueros de los últimos días. Pero la suerte premonitoria está echada y el pueblo guiado por un liderazgo genuino y renovado, mantendrá su determinación hasta el final.
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