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“Fuera de la revolución nada”

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Por ARMANDO DURÁN

¡Al poeta, despídanlo!

Ese no tiene nada que hacer.

No entra en el juego.

No se entusiasma.

No pone en claro su mensaje.

No repara siquiera en los milagros.

Estos versos de Fuera de Juego, libro de Heberto Padilla que recibió el Premio Nacional de Poesía Julián del Casal de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba correspondiente al año 1968, fueron el detonante del escándalo internacional que pasó a la historia de la revolución cubana como el “caso Padilla”. El desenlace de aquel ingrato incidente se produjo tres años después, la noche del 27 de abril de 1971, en la sede de la Uneac, cuando Padilla, tras 37 días de riguroso aislamiento en una celda de la Seguridad del Estado, acusado de “traición a la Patria”, se presentó, a petición suya, ante una nutrida representación del mundo intelectual cubano. Durante varias horas de humillante y vergonzosa autocrítica, “confesó” el crimen, pidió perdón por sus culpas, expresó la repulsión que sentía por sí mismo, acusó de haber cometido idéntica y repugnante deslealtad de poner en duda la verdad de la revolución a algunos de los escritores y poetas presentes, como Norberto Fuentes, César López y Pablo Armando Fernández, y a otros ausentes, como José Lezama Lima y Belkis Cuza, su esposa, los exhortó a rectificar públicamente su mala conducta, como él hacía en esos momentos, y agradeció el amable esfuerzo que durante sus 37 días de cautiverio hicieron sus interrogadores para ayudarlo a entender la inmensa y canalla magnitud de su delito.

Diez años antes, el 30 de junio de 1961, en un salón de la Biblioteca Nacional de Cuba, ante la protesta que habían manifestado algunos intelectuales cubanos por la censura al documental PM realizado por Sabá Cabrera, hermano de Guillermo Cabrera Infante, y Orlando Jiménez Leal, Fidel Castro decidió celebrar varias reuniones en la Biblioteca Nacional con escritores y artistas cubanos en unas jornadas de un inaudito debate sobre el papel que le correspondía desempeñar en el marco del naciente proceso revolucionario. Un tema que ahora, a dos meses de la derrota del imperialismo en las playas de Bahía de Cochinos, le daba una nueva y perentoria dimensión a la advertencia que había formulado Ernesto Che Guevara en los primeros días del amanecer revolucionario cubano sobre los intelectuales cubanos que, según él, no tenían derecho a la palabra, porque cargaban con el pecado original de no haber hecho la revolución.

Fidel Castro clausuró aquel 30 de junio su tercer y último encuentro semanal con los representantes de la intelectualidad cubana con un largo discurso, cuya exclusiva finalidad fue desarrollar un silogismo que le diera sentido razonable y absoluto a la terrible sentencia guevarista: si bien la revolución defiende y garantiza el derecho a la libertad creativa de escritores y artistas, por encima de todo, incluso de los derechos y libertades de cada ciudadano, estaba el derecho de la revolución a existir, un derecho, sostuvo con su firmeza habitual, que nadie, absolutamente nadie, tenía derecho a negar, de modo que dentro de la revolución todo estaba permitido, pero fuera de ella nada de todo lo que se hiciera se hacía contra la revolución. Es decir, y ese fue su categórico mensaje no solo a los trabajadores intelectuales cubanos sino a toda la nación, que lo que no se ajustara con precisión a los valores y a los intereses de la revolución ponía en peligro la existencia del proceso y, por lo tanto, lo que no se articulara en su forma y contenido al engranaje revolucionario, automáticamente pasaba a ser un delito contrarrevolucionario.

Aún faltaban, sin embargo, tres vueltas de tuerca para llegar a transformar a Fidel Castro, de simple líder máximo de la revolución, o sea, de ser el primero entre unos pocos más o menos iguales, a ser reconocido como único líder y dueño de esa revolución. El primer ajuste para alcanzar ese ambicioso objetivo fue la integración, en julio de ese año 1961, del Movimiento 26 de Julio, el Directorio Estudiantil Revolucionario y el Partido Socialista Popular, las tres organizaciones que habían participado en la lucha armada contra la dictadura, en una alianza que se llamó Organizaciones Revolucionarias Integradas. El segundo paso en esa dirección fue la fusión, el 26 de mayo del año siguiente, de las tres organizaciones en una sola, el Partido Unido de la Revolución Socialista, versión criolla de los europeos Frentes Populares de los años 30. Por último, el 3 de octubre de 1965, tras la purga de una parte de la vieja dirigencia comunista cubana acusada de pretender romper la unidad revolucionaria, se transformó el PURS en el nuevo Partido Comunista de Cuba, con Fidel Castro como su primer secretario y jefe único de todos los poderes. Para siempre.

Ese año se lanzó una implacable ofensiva revolucionaria contra lo que se llamó “diversionismo ideológico” y después se tomó la decisión de liquidar de un plumazo lo poco que aún quedaba de propiedad privada en Cuba. Se respaldó, oficial y públicamente, la intervención de los tanques soviéticos en la perversa tarea de sofocar la primavera de Praga. Fue entonces cuando muchos jóvenes cubanos, entre ellos Padilla, que venía de trabajar dos años en la agencia de Prensa Latina en Moscú, se sintió “fuera de juego” en una Cuba cada día más burocratizada según el asfixiante modelo soviético. No obstante, Padilla no percibió los peligros que le acarrearía no aceptar el carácter implacable de la nueva realidad cubana y a principios de marzo de 1971 cometió el error de leer, en un recital organizado por Universidad de La Habana, varios poemas de su premiado pero estigmatizado libro Fuera de juego.

Hasta ahí llegó la paciencia de la revolución con Padilla. Muy poco después del recital la Seguridad del Estado los detuvo a él y a Belkis Cuza y el suceso dio lugar a que un grupo de muy importantes intelectuales de las dos Américas y Europa que hasta ese momento apoyaban contra viento y marea la revolución cubana firmaran una carta dirigida a Fidel Castro publicada en el diario francés Le Monde en su edición del 9 de abril de 1971, en la que “los abajo firmantes”, entre ellos Carlos Barral, Simone de Beauvoir, Italo Calvino, Jean Daniel, Margarite Duras, los hermanos Goytisolo, Alberto Moravia, Octavio Paz, Jean Paul Sartre, Jorge Semprún y Mario Vargas Llosa, señalan que, aunque reiteran su solidaridad con los principios y objetivos de la revolución, “le dirigimos la presente para expresar nuestra inquietud debida al encarcelamiento del poeta y escritor Heberto Padilla y pedirle reexaminar la situación que este arresto ha creado”.

La respuesta de Fidel Castro a este correo fue el espectáculo protagonizado por Padilla aquella noche del 27 de abril de 1971, autocrítica que en términos reales constituyó un golpe irreversible de los servicios de inteligencia y contrainteligencia de Cuba a la imagen de la revolución en el corazón del mundo cultural de todo el mundo, que a su vez provocó la redacción de una segunda carta a Fidel Castro, firmada por los subscriptores de la primera, a quienes se añadió ahora, entre otros, otro grupo de importantes intelectuales como Giulio Einaudi, Juan Marsé, Pier Paolo Pasolini, Alain Resnais, José Revueltas, Juan Rulfo y Susan Sontang.

“Creemos un deber comunicarle”, le decían al todopoderoso primer ministro cubano, “nuestra vergüenza y nuestra cólera. El lastimoso texto de la confesión que firmara Heberto Padilla solo puede haberse obtenido por medio de métodos que son la negación de la legalidad y la justicia revolucionarias. El contenido y la forma de esa confesión, con sus acusaciones absurdas y afirmaciones delirantes, así como el acto en la Uneac, en el cual el propio Padilla y los compañeros Belkis Cuza, Díaz Martínez, César López y Pablo Armando Fernández se sometieron a una penosa mascarada, nos recuerda los momentos más sórdidos de la época estalinista, sus juicios prefabricados y sus cacerías de brujas.”

En su magnífico libro de ensayos La Polis Literaria (Taurus, 2018), Rafael Rojas sostiene que aquella noche se produjeron, por los menos, dos fracturas, la “de una amplia y heterogénea comunidad internacional involucrada en el proceso político de la isla”, y el fin de lo que él califica como el periodo de “mayor conexión de América Latina y el Caribe con la Guerra Fría”. Pero además de desvanecer la utopía que todavía deslumbraba a buena parte de la intelectualidad mundial, el caso Padilla le presentó a todos, dentro y fuera de Cuba, el dilema irreversible de estar con la revolución o contra la revolución. Sin medias tintas ni pendejadas, como muchos años después, en noviembre de 2006, le planteó a los venezolanos Hugo Chávez, el gran aliado de Fidel Castro. Con todas sus consecuencias.

Fuera de juego

A Yannis Ritzos, en una cárcel de Grecia

¡Al poeta, despídanlo!

Ese no tiene nada que hacer.

No entra en el juego.

No se entusiasma.

No pone en claro su mensaje.

No repara siquiera en los milagros.

Se para el día entero cavilando.

Encuentra siempre algo que objetar.

¡A ese tipo, despídanlo!

Echen a un lado al aguafiestas,

a ese malhumorado

del verano,

con gafas negras

bajo el sol que nace.

Siempre

le sedujeron las andanzas

y las bellas catástrofes

del tiempo sin Historia.

Es

incluso

anticuado.

Sólo le gusta el viejo Armstrong.

Tararea, a lo sumo,

una canción de Peter Seeger.

Canta

Entre dientes

La Guantanamera.

Pero no hay

quien lo haga abrir la boca,

pero no hay

quien lo haga sonreír

cada vez que comienza el espectáculo

y brincan

los payasos por la escena;

cuando las cacatúas

confunden el amor con el terror

y está crujiendo el escenario

y truenan los metales

y los cueros

y todo el mundo salta,

se inclina,

retrocede,

sonríe,

abre la boca

“pues sí,

claro que sí,

por supuesto que sí…”

y bailan todos bien,

bailan bonito,

como les piden que sea el baile.

A ese tipo, ¡despídanlo!

Ese no tiene aquí nada qué hacer.

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