El resultado obtenido por Gustavo Petro en la primera vuelta de las elecciones colombianas –uno de cada cuatro votos fueron a favor del ex guerrillero– es la consecuencia del arraigo que su populismo trasnochado ha causado en una vasta población agotada por la inutilidad de la diatriba política de los últimos años y abandonada a su suerte por el gobierno de un presidente que solo tuvo como norte concluir un acuerdo de paz que lo hiciera pasar a la historia mundial como el gran componedor de un cruento conflicto histórico viejo de medio siglo.
En efecto, Juan Manuel Santos le puso fertilizante al discurso –que no propuestas, léase bien– del candidato de la izquierda radical, quien promete a las clases olvidadas un futuro mejor sin un plan definido, y les ha hecho soñar con el horizonte de bienestar que nunca llegaron a alcanzar durante los dos mandatos presidenciales que están a punto de fenecer.
Una cuarta parte del electorado colombiano compuesto de jóvenes y de representantes de las clases populares llegó a las urnas electorales agotado por la inutilidad de los partidos políticos, que tampoco fueron hábiles para haber reclamado y conseguido de los últimos gobiernos una respuesta a las acuciantes necesidades sociales del pueblo neogranadino.
Esa decepción de los gobernantes y de los partidos que cada día gana más espacio en el alma ciudadana y esta fractura social irredenta se constituyeron en el caldo de cultivo dentro del cual el comunista Gustavo Petro se consolidó como uno de los dos optantes al Palacio de Nariño.
Por fortuna, su candidatura quedará en el tintero, pero no así los graves problemas que enfrenta la sociedad de la patria vecina. El Banco Mundial ha categorizado a Colombia como uno de los países más desiguales del planeta. Las cifras de tal aberración colocan al país vecino en el puesto 14 de 168 países en desigualdad en el ingreso, acceso a la educación y a la salud entre hombres y mujeres.
La fractura social sigue agudizándose a ojos vista y terminará por producir una polarización creciente si el nuevo gobierno secundado por los partidos políticos no acometen, al unísono, la urgente tarea de brindar justicia social en medio de la fortaleza económica que el país de seguro va a protagonizar con Iván Duque a la cabeza del gobierno.
La tarea en los días que siguen es fraguar alianzas entre las toldas para armarse con la conducción del país, pero de esa gesta Colombia también va a quedar polarizada.
La agenda para actuar es extensa y lo inteligente sería que en esta recta final que nos separa del 17 de junio el candidato mayoritario se esmere en presentar soluciones para mejorar la educación, para incrementar la productividad, para fortalecer el agro, la industria y la minería, para generar recursos para la innovación y la investigación, para terminar con la corrupción en la política y en la justicia, para reducir la violencia, para instrumentar lo que quede de bueno del chueco acuerdo de paz, para resolver los reclamos sociales en materia de empleo y de vivienda y, sobre todo y por encima de todo, para reducir la brecha entre ricos y pobres haciendo que el crecimiento percole hacia los más débiles y se abran oportunidades de bienestar para los menos favorecidos.
La OCDE, por fortuna, acaba de presentar un “marco de acción” orientado a políticas inclusivas donde se abunda en 24 elementos para evaluar eficientemente las desigualdades y propuestas de políticas que enfrenten las distancias sociales y de género.
El caso es que de cara a una nueva administración en Colombia, poco importará el norte ideológico del ganador si este no se empeña temprano en convertirlo en un país pujante, como corresponde, pero igualitario.
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