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Leemos libros, los conservamos en bibliotecas en las que permanecen cuidadosamente ordenados por temas o por autores (en la mía, parece que de noche cambian de lugar y se visitan unos a otros porque ¡nunca los encuentro donde creo que deben estar!) y al leerlos rozamos o entramos en el conocimiento y afinamos la sensibilidad y enriquecemos el lenguaje; muchas veces, consultamos el diccionario para conocer el significado de alguna palabra o frase.

Cuando leí por primera vez a Alejo Carpentier sentí que me aplastaba la solidez del idioma que manejaba: “Ató la gúmena a la bita” El diccionario explicó que se trataba de amarrar el cabo en el poste para asegurar la embarcación. Era el popular grito margariteño de ¡Tiráme el cabo! Por eso Vladimir Nabukov sostiene que el mejor lector es aquel que tiene un diccionario al lado.

Es un lugar común decir que el libro es fuente de conocimiento y de sabiduría. ¡Es símbolo del universo si consideramos que el universo es un inmenso libro, es decir, una revelación. Maravilla saber que un libro cerrado es una materia virgen que al abrirse se fertiliza. Antes del libro, observaba Sartre, lo que se tiene en las manos es un conjunto de hojas blancas con líneas negras. Cuando se convierten en libro, este llega a las librerías, alguien lo compra (¡Sartre insiste en el hecho de comprarlo!) y lo lee, comienza la literatura. 

Un ser esclarecido comparó el libro con el corazón humano: abierto, ofrece ideas y sentimientos; cerrado, los oculta. Se le asocia a los árboles porque en cada una de sus hojas pueden removerse misterios y profundos secretos. De hecho, para muchos el libro puede conectarse con una inteligencia cósmica, pero al mismo tiempo con la inteligencia individual que reside en el corazón.

Gustav Flaubert sostenía que un libro bien escrito no podía ser peligroso. Lo reveló Julian Barnes en El loro de Flaubert, editado por Anagrama, en una anécdota sostenida por Jean Paul Sartre en Les Mots, Gallimard,1964.

Carolina Flaubert, la sobrina de Gustav, tenía 80 años cuando concedió una entrevista a la escritora americana Willa Cather en el sur de Francia y reveló que su famoso tío le había dicho que un libro bien escrito no podía ser peligroso. Muchos años más tarde, en Alsacia, en el seno de un familia judía, una amiga de la casa dijo que los niños podían leerlo todo porque los libros bien escritos no podían hacerle daño a nadie. ¡Era repetir la frase de Flaubert! El niño de la casa aprovechó la circunstancia para pedir permiso a su mamá y leer un libro particularmente célebre y la madre exclamó: ¡Si mi hijo lee libros como ese a esa edad, ¿qué hará cuando sea grande? Y el niño dijo: ¡Los viviré! Se llamaba Jean Paul Sartre y el libro que quería leer era Madame Bovary.   

Uno sospecha que los sátrapas continentales, sobre todo cuando provienen de los cuarteles y toman por asalto al poder político, es gente que frecuenta poco los libros e ignora por ejemplo que Rimbaud puso colores a las vocales; que Joyce concentró su atención en los sucesos de un solo día para componer su Ulises o que los Aurelianos y Juan Arcadios Buendía apoyaron sus destinos en los presagios de las barajas. Porque ¿qué libros de altura imaginativa e intelectual puede leer el soldado dentro de la sorda conducta cuartelaria? 

De seguro, muchos de los autócratas que han desfilado por las crónicas del país quisieron emular, siendo niños, a los superhéroes de la historia pero acabaron siendo chafarotes o caudillos de poca monta; pequeños caporales ajetreándose en las oscuras trastiendas de las intrigas y conspiraciones políticas y ya adultos solo leen libros sobre egos exaltados, biografías napoleónicas o resuelven crucigramas en sus tiempos de ocio mientras inventan nuevos agobios contra sus víctimas. ¡Se dijo que durante el perezjimenato los esbirros, hoy llamados “patriotas cooperantes”, solo leían la Gaceta Hípica!

“Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”, expresó Jorge Luis Borges. Flaubert afirmó: “¡Qué sabios seríamos si solo conociéramos bien cinco o seis libros!”. Y Salvador Garmendia, cuando le preguntaron cuál era el libro más importante que había leído, mencionó sin vacilar al libro Mantilla, porque le enseñó a leer!

Los absurdos aunque abnegados profesores de literatura durante mi adolescencia fermintoriana, obligados por un Ministerio de Educación menos fraudulento que el actual, se empeñaron en que debía leer a los trece años La Ilíada y La Odisea, lecturas que hoy, a mis 87 años de edad, me deleitan, pero que entonces resultaban penosas y agotadoras y solo lograban que odiase a Homero y con él, a la literatura.

El equivalente homérico (en la áspera y precaria lectura adolescente del celular y el iPod) es Cien años de soledad, un libro que a los chamos les resulta difícil de leer porque no lo entienden. Sé de una profesora que puso como tarea liceísta resumir en cuatro líneas cada capítulo de este glorioso libro. Google ya lo ha reducido a media cuartilla y los alumnos lo achicaron aún más. ¿No es un crimen? ¿No es devolvernos a la barbarie, a la tribu, a la intemperie? ¡Jamás ocurrió en democracia el despropósito de reducir los tesoros literarios a cuatro líneas! O de reducir nuestras vidas a la desventura del hambre y de los destierros. ¡Espantos que solo suceden en la despiadada oscuridad de la tiranía bolivariana!

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