Nuestro primer acercamiento con la extinción de dominio ocurrió hace diez años por una investigación rutinaria sobre Derecho urbanístico, materia a la cual he dedicado casi con exclusividad mi quehacer profesional y académico. Fue en Bogotá durante unas pesquisas relacionadas a la entonces discusión del Plan de Ordenamiento Territorial (POT) de la capital neogranadina, lo que me permitiría acceder por primera vez a un concepto desconocido para los abogados venezolanos. Un capítulo relativo a la propiedad urbana nos sugería la depuración de las titularidades de inmuebles obtenidas de “forma ilícita”, ya que, de accederse bajo esta modalidad, era más que seguro que se “extinguiría el dominio” de dicho bien sobre un titular aparente. Una sentencia que nos centró toda la atención, y por supuesto, la típica curiosidad científica. Por otra parte, en ese momento, Colombia estaba preparando un salto cualitativo en materia de extinción de dominio. El Congreso de la República discutía el proyecto de Código de extinción de dominio, definitivamente aprobado en 2014. Debo confesar que, para esa época, la sola revisión superficial del concepto nos generó enormes dudas acerca de su constitucionalidad. Inclusive, a primera vista, estimé que era una materia propia de la territorialidad académica del Derecho penal. ¡Estaba equivocado!
Durante la década pasada proseguimos los estudios en la medida que despejaba incógnitas y concluía que en definitiva nada tiene que ver con el Derecho penal, salvo, los motivos para declarar la extinción del dominio y el procedimiento para ejecutar sus sentencias. Antes de la pandemia, nuestro colega y co-autor de varios libros, el profesor Rafael Simón Jiménez Tapia, nos había venido apuntando sobre los pormenores de la extinción de dominio y el papel protagónico que tuvo este instituto en el adecentamiento de la violencia patrimonial existente en toda Centroamérica, imputado a las maras y el crimen organizado. Tuvimos el privilegio de acercarnos al instituto en los másteres sobre políticas anticorrupción y compliance desarrollados por la Universidad de Salamanca, que, se potenciarían, debido a los confinamientos obligatorios por el covid-19. En ese contexto, aunado a las largas horas de mayor libertad (ocio creador), decidimos revisar toda la literatura escrita sobre el decomiso sin condena (como se le conoce a la extinción de dominio fuera de Latinoamérica), y acercarnos con los “encuentros virtuales” (vía Zoom) a los juristas artífices de la Ley Modelo de Extinción de Dominio en 2011, como es el caso de nuestro buen amigo el profesor Gilmar Santander Abril, y de los también colegas, Andrés Ormaza, Erick Guimaray, Julio Ospino Gutiérrez, Óscar Solórzano, Jairo Acosta Aristizábal, Dennis Cheng y Mónica Mendoza. También, los estudios en Salamanca me permitieron tener contacto con los profesores españoles Isidoro Blanco Cordero y Nicolás Rodríguez García.
La literatura del Derecho penal, en general, por no decir todos, acusan a la extinción de dominio como una forma de violentar los principios garantistas, médula ósea de la dogmática penal moderna. No es fácil encontrar en alguna obra de Derecho penal algún elogio o por lo menos reconocimiento de una institución sumamente exitosa, de la cual, se hacen cada día más adictos las organizaciones supranacionales. Es más, si un experto en Derecho penal muestra sus simpatías hacia la extinción de dominio en las primeras de acercamiento, sería para dudar de su formación, salvo que, esté comprometido con el instituto mucho antes de su especialización. Por ejemplo, el célebre catedrático de la Universidad de Utrech, profesor John Vervaele, como el primer tratadista del sistema continental que abordó al decomiso sin condena tras la importación de la figura del Derecho angloamericano por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos; fue enfático con decomiso sin condena: es un intruso en el Derecho penal.
Si yo fuera penalista quizá asumiría las mismas posiciones, pues, para una rama del Derecho que ha sido manipulada por diferentes regímenes políticos, incluyendo al nazismo, mantener las bases garantistas (presunción de inocencia, garantías objetivas, non bis in idem y otros) frente a la tentación del poder requiere de mucha fortaleza. Esto implica que cada penalista comprometido con el Estado de Derecho se erige como una suerte de atalaya para proteger estos principios y evitar que se corrompa la justicia penal. Es más, siempre he recomendado a los reputados penalistas venezolanos, que ellos deben vigilar porque la extinción de dominio no salga de sus cauces naturales para el cual fue creada: la delincuencia económica. No quiero imaginarme lo que sucedería en Venezuela si acá se llegase a extender el ámbito de esta, como, por ejemplo, ocurre en casi todos los países vecinos que han incorporado a la extinción de dominio en sus activos legislativos. Se usa para perseguir la elución fiscal, los fraudes electorales, las violaciones para las reglas de propiedad intelectual, castigar las actividades con la “moral pública”, o hasta extremos basilisco para los patrimonios usados para participar en protestas cívicas por reformas fiscales. Esto último sucedió en Colombia entre 2020-2021, cuando la Fiscalía solicitó la extinción de dominio de los patrimonios de las empresas que facilitaron la movilización durante las protestas contra las medidas fiscales y tributarias del entonces gobierno del presidente Duque. Estas deformaciones debemos evitarlas, y de allí que, el Derecho penal debe enfrentarlo cuando la desnaturalización se encuentra “ad-portas”.
Sin embargo, ni soy penalista ni tampoco un apologeta fanatizado de la extinción de dominio como si ésta fuera una panacea o verdad incuestionable salvífica. Sencillamente en los años de experiencia con el instituto, encontramos que existe una lógica más allá de la heredada del constitucionalismo clásico y de su propio garantismo. Debo recordar que la delincuencia económica en nuestro tiempo no es como la de hace 20 años, en la cual, era perfectamente identificable quien delinquía y quien no. Hoy, el mimetismo es la regla. No se constituyen compañías para defraudar -salvo los casos más burdos o de poca monta- sino que se busca penetrar lo más inimaginable del espectro económico libre para lavar activos o regularizar lo irregularizable. Por ejemplo, se adquieren fundaciones, colegios, compañías y hasta ONG, con una característica troncal en todas: un nombre comercial o institucional intachable en su historia. Este prestigio es el atractivo más llamativo, que en un contexto económico ruinoso como el actual, una transacción que resulta “cándida” y “legalmente salvadora de la quiebra”, implica su incorporación a la actividad ilícita sin que sus directivos se den cuenta. En fin, la delincuencia económica 2.0 en su más agresiva actuación.
Por esta razón, tanto ONU, Unión Europea, la ODCE, el GAFI y otros organismos supranacionales, deben diseñar institutos eficientes que detecten y castiguen patrimonialmente a tiempo estas incursiones “disfrazadas de legalidad”, de la delincuencia económica. Por ello, la extinción de dominio no es una materia de penalistas.
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional