Por NELSON RIVERA
I.
Julius Oppenheimer llegó a New York en 1888. Judío procedente de Alemania. Ella Friedman era pintora, educada, exquisita. Con veinte años, ya había vivido en París —un año— estudiando a los primeros impresionistas. Su familia, judíos alemanes también, habían llegado a Baltimore en 1840. Oppenheimer no tardó en progresar en el negocio de las telas y las confecciones. Se casaron en 1903 y, al año siguiente, se produjo el nacimiento de Robert Oppenheimer. Sobre la creciente prosperidad de la familia, baste con decir que, a lo largo de los años, un Picasso, un Rembrandt, tres Van Gogh, así como obras de Vuillard, Derain, Renoir y Cezanne, entre otros, formaban parte del patrimonio familiar. Frank, el menor, nació en 1912. Un velero, servidumbre, comodidades.
Retraído, un tanto enfermizo, ajeno a la actividad física, el pequeño Robert Oppenheimer fue precoz: leía y escribía poesía. Coleccionaba, clasificaba y etiquetaba piedras. Tenía doce años cuando comenzó a intercambiar cartas con geólogos, en las que compartía información, hacía consultas, daba cuenta de alguna lectura. Uno de sus corresponsales propuso que le admitieran en el Club Mineralógico de New York. Un día le llegó una invitación a dictar una conferencia. Estupefactos, los estudiosos vieron entrar al niño conferencista escoltado por sus padres. Mucho antes de eso, los Oppenheimer habían entendido que Robert estaba dotado de capacidades excepcionales. No solo ellos. También el niño: cuando ingresó a una escuela privada, la Sociedad por la Cultura Ética —cuyo lema era “Hechos, no credos”—, ya había aparecido en él el aire arrogante y distante del estudiante estrella. En un ambiente que estimulaba actitudes liberales, y que asociaba educación con responsabilidad, “leía a Platón y a Homero en griego, a César, a Virgilio y Horacio en latín”.
Cuentan los biógrafos: el tercer año, en el transcurso del curso de física, Oppenheimer se subió al camino de la ciencia. Un testimonio: “Se ponía rojo enseguida. Parecía muy frágil, con las mejillas de color rojo intenso, muy tímido, y por supuesto muy brillante. La gente se daba cuenta de inmediato de que era distinto a los demás, y superior”. Además de las asignaturas esenciales, estudiaba alemán, francés, latín y griego. Cuando se graduó en 1921, era el mejor, de forma indiscutible. En ese tiempo, había adquirido las dotes de un audaz navegante, siempre en comercio con el peligro. En alguna medida, la riqueza familiar y su condición de judío lo avergonzaban.
II.
En 1922 ingresa en Harvard. Solitario, envuelto por un aire de extrañeza que irradiaba su timidez, llama la atención por su verbo refinado, sus frases elegantes. Chejov, Mansfield y Shakespeare se alternaban con ciclos melancólicos y rachas depresivas. Pocos amigos. No tenía un camino claro hacia adelante. Tomaba cursos de esto y aquello: filosofía, química, literatura, historia, matemáticas. Era aficionado a los maratones de lectura, por ejemplo, las 3 mil páginas del libro de Edward Gibbon, Historia y decadencia del Imperio Romano. Participa en publicaciones. Hay quienes le perciben como distante e indiferente hacia los asuntos del mundo. En 1923, Niels Bohr, físico danés que el año anterior había ganado el Premio Nobel de Física, dictó dos conferencias en Harvard, que deslumbraron a Oppenheimer. Más adelante, el filósofo y matemático Alfred North Whitehead llegó al campus a dictar un curso sobre los tres volúmenes de los Principia mathematica, que escribió de forma conjunta con Bertrand Russell. Solo dos alumnos se atrevieron a inscribirse, Oppenheimer, uno de ellos. En junio de 1925, tres años después de haber ingresado, se graduó con calificación summa cum laude en Química.
Dos meses más tarde se incorpora a los laboratorios de física de Cambridge, en Inglaterra. Vive en lo que llama “un miserable agujero”. No tarda en alejarse del laboratorio, de la física experimental. Durante una sesión en el laboratorio de Ernest Rutheford (Premio Nobel de Química en 1921), Oppenheimer se desmayó. simultáneamente, su interés por la física teórica crecía. Dedicaba horas a la lectura de libros y artículos científicos. Patrick M.S. Blackett, que ganaría el premio Nobel de Física en 1948, lo acogió como su pupilo. Pero la depresión acechaba a Oppenheimer, quien protagonizó una serie de episodios, alguno de ellos de cariz criminal (envenenó una manzana y la dejó en el escritorio de su tutor). Solo la intervención del padre evitó consecuencias mayores, pero la universidad lo obligó a dar inicio a un tratamiento psiquiátrico. Viaja. Lo acompañan amigos. Está en Córcega, bajo el traspiés de una relación, cuando se produjo en él una especie de revelación para su espíritu: leyó En busca del tiempo perdido, de Proust, y comenzó a salir de la depresión. Regresó a Cambridge, puso fin a las sesiones con el psiquiatra, amplió el círculo de sus amigos, enfiló sus intereses hacia el universo de la física teórica.
III.
En 1926 están ocurriendo hechos decisivos en el mundo de la física (que la biografía de Bird y Sherwin narran con paciente y riguroso detalle). Werner Heisenberg habla del comportamiento de los electrones. Erwin Schrödinger propone una nueva teoría de la estructura del átomo. Aparece la noción de mecánica cuántica. Conoce a Paul Dirac (que formularía la ecuación que permitiría predecir la existencia de la antimateria). Conoce a Niels Bohr. A diferencia de Dirac, el genio algebraico que sostenía que leer obstaculiza el pensamiento, Oppenheimer se reconoce en lo contrario: en la física que puede expresarse en palabras. A finales del verano de 1926 Oppenheimer viaja a Gotinga, el reino europeo de la física teórica, a la Universidad Georgia Augusta.
“Oppenheimer tuvo la suerte de llegar a Gotinga poco antes de que finalizara una extraordinaria revolución en física teórica: el descubrimiento de los cuantos (fotones), por Max Planck; el espectacular logro de Einstein, la teoría de la relatividad especial; la descripción de átomo de hidrógeno ofrecida por Niels Bohr; la formulación de la mecánica matricial, por Werner Heisenberg; y la teoría de la mecánica ondulatoria de Erwin Schrödinger (…) Cuando Robert se marchó de Gotinga ya estaban establecidas las bases para una física postnewtoniana”. La lista de los científicos con los que interactuó, Max Born (Premio Nobel de Física en 1954), James Franck (Premio Nobel de Física en 1925), Otto Hahn, Ernst Pascual Jordan, John von Neumann, George Eugene Uhlenbeck y tantísimos más, dan cuenta de una época excepcional.
Gotinga marca una temporada de florecimiento para Oppenheimer. Allí encontró una especialidad (un foco), un entusiasmo y un potencial. Y más: despertaba la admiración de sus colegas y profesores, no siempre con la contención o el recato debido (Max Born escribió: “Era consciente de su superioridad de un modo bochornoso e inoportuno”). En alguna ocasión, Maria Göppert (que en 1963 ganaría el Premio Nobel de Física) lideró una especie de comunicado de protesta dirigido al rector de la universidad, y que firmaron algunos de sus compañeros, exigiendo que se “refrenara al niño prodigio”: desmantelaba los argumentos de sus profesores, hablaba con franqueza “insoportable”, y resolvía los problemas antes que los profesores terminaran de enunciarlos. En 1927 publica varios artículos científicos. No pasaba nunca desapercibido. Sus profesores escribían informes en los que insistían en su brillantez ilimitada. En nueve meses obtuvo su doctorado, con una tesis sobre el impacto del efecto fotoeléctrico en el hidrógeno y los rayos X.
A mediados de 1927 está de regreso en New York. Luego de pasar el semestre de otoño en Harvard se muda a Pasadena, California, donde le habían ofrecido una plaza como profesor en el Instituto Tecnológico de California. Se reencuentra con su hermano, con quien tiene una relación entrañable. Pasean en barco o se van a las dunas, donde pasan días enteros pintando. Oppenheimer es un bolsillo abierto: no escatima en las atenciones y obsequios con que recibe a los amigos que llegan desde Europa. Continúa produciendo artículos científicos sobre la teoría cuántica. Es un fumador sin control. Tose. Siempre tose. Un médico le advierte de una posible tuberculosis. Esto le anima a proponerle a Frank (entonces de 16 años) hacer una viaje a Nuevo Méjico (“al desierto un par de semanas”), en busca de aire seco. Viajan hasta allí. Se hospedan en el rancho de Katherine Page. Los hermanos hacen largas excursiones a caballo. Un día tiene lugar una salida que se convertirá en un hito: a un par de kilómetros, en ascenso, los conduce a una rústica cabaña, rodeada de 72 hectáreas de pastos y cruzada por un riachuelo, que se ofrece en alquiler. Tras un juego de palabras, el lugar se convierte en Perro Caliente. Los Oppenheimer lo rentan por cuatro años hasta que, finalmente, Robert lo compra en 1947: el lugar que será su refugio en muchos sentidos, el sitio alejado del mundo, a donde se retiraría en los tiempos adversos que le aguardaban más adelante.
Oppenheimer vuelve a Europa. Continúa formándose. Emprende proyectos insólitos: aprender neerlandés en seis semanas, por su cuenta, para dictar una conferencia en ese idioma. Va por distintas ciudades. Intercambia con prominentes científicos del momento (por ejemplo, con Wolfgang Pauli, el físico que Einstein propuso para el Premio Nobel de física y que lo recibió en 1945; o Isidor Isaac Rabi, Premio Nobel de Física en 1944, que sería uno de sus amigos y que más adelante escribió: “Nunca me topé con nadie que fuera más inteligente que él”).
“Cuando dejó Zurich, en junio de 1929, para regresar a Estados Unidos, se había consolidado una reputación internacional por su trabajo en física teórica. Entre 1926 y 1929 publicó dieciséis artículos, un número extraordinario para un científico (…) Fue el primer científico que dominó la naturaleza de las funciones de onda del espectro continuo (…) Si bien el joven Oppenheimer amaba la mecánica cuántica por la belleza de sus abstracciones, era una teoría que no tardaría en revolucionar la manera en que los seres humanos se relacionan con el mundo”.
Los primeros tiempos de Oppenheimer como profesor fueron de titubeos. Los preceptos básicos de la comunicación con sus alumnos se le escapaban. Solo con el paso de los años adquirió las habilidades que lo convertirían en un docente de enorme prestigio. Paulatinamente desarrolló métodos pedagógicos propios y comenzó a practicar la que sería una de sus capacidades únicas: conducir a los alumnos hasta el límite comprensible de los fenómenos físicos. Mientras, seguía produciendo.
“El 14 de febrero de 1930, Oppenheimer terminó de escribir un artículo clave, “Sobre la teoría de electrones y protones”. Partiendo de la ecuación del electrón de Paul Dirac, enunció que debía existir una contraparte del electrón cargada positivamente y que debía tener la misma masa que su homólogo. No podía ser un protón, tal como había sugerido Dirac. Oppenheimer predijo la existencia de un antielectrón: el positrón. Contra todo pronóstico su colega no se había dado cuenta de que su propia ecuación ya lo predecía y de buen grado concedió a Oppenheimer el mérito de esa idea, lo cual empujó al propio Dirac a plantear que quizá existiera una nueva clase de partícula, desconocida para la física experimental, que tenga la misma masa que el electrón y carga opuesta (…) Hizo falta alguien como nuestro protagonista para empujar a Dirac a predecir la existencia de la antimateria”. El episodio tiene relevancia, porque resultaría emblemático del hacer profesional de Oppenheimer, como un agitador, un factor de estímulo a las investigaciones de otros. En un tiempo en que la física vivía una eclosión en Estados Unidos y Europa, y en el que la competencia entre los científicos alcanzaba cotas nunca antes vistas, Oppenheimer tenía una capacidad donde resultaba imbatible: llegaba a la esencia de los fenómenos antes que nadie. Se anticipaba. Vislumbraba las virtudes, los defectos y las consecuencias de cada idea, de forma simultánea al enunciado. Su pensamiento, a velocidad desquiciante, atravesaba hacia ámbitos donde otros extraordinarios físicos no llegaban, quizás porque las fuentes de su energía mental no solo provenían de la racionalidad científica: también de la literatura y de la filosofía. Y era capaz de sintetizar, en un solo movimiento mental, toda una serie de fenómenos, incluso aquellos que parecían muy alejados unos de otros. De hecho, entonces muchos de sus amigos pensaban y así lo expresaron, que Oppenheimer estaba llamado a escribir ‘la biblia’ de la física cuántica, que recogiera todos los conocimientos producidos hasta entonces.
Sin embargo, esa mente apabullante, dotada de una potencia capaz de avanzar por caminos inexplorados y abismales, llevaba consigo una amenaza interior: era impaciente. No lograba aquietarse. No se detenía en ningún problema (Bohr atinó cuando dijo que Oppenheimer era un genio que sacaba mal las cuentas). En aquellos años escribió artículos, a partir de sus facultades para la disquisición teórica —naturaleza infinita de las líneas espectrales; radiación cósmica; rayos gamma; electrodinámica; cascadas de electrones y positrones; y más). En un trabajo publicado a finales de los años treinta, sobre las estrellas de los neutrones, anunció una realidad que solo pudo ser observada en 1967. Otro artículo, escrito en colaboración con Hartland Snyder, “Sobre la contracción gravitacional continua”, publicado el 1 de septiembre de 1939 —el día que Hitler invadió Polonia—, pasó entonces casi desapercibido. Décadas después, ha quedado en evidencia que en él “se había abierto la puerta a la física del siglo XXI”, porque sin usar el término, vislumbraron la existencia de los agujeros negros.
VI.
El crack de 1929 apenas afectó a Oppenheimer: percibía un magnífico salario y sus padres continuaban siendo una fuente de posibles auxilios. La madre murió en 1931 y Oppenheimer incorporó a su padre a la cotidianidad de sus días. Aprendió sánscrito para leer el Bhagavad Guitá. Algo en su interior le interrogaba sobre la necesidad de paz interior.
Los años que vienen son imposibles de resumir o de enunciar. Cursos, universidades, producción de artículos, viajes, relaciones con científicos destacadísimos, investigaciones, las turbulencias de un movimiento científico que no deja de expandirse y generar noticias.
Con el ascenso de Hitler al poder (1933), la política se desliza en la agenda de Oppenheimer, de modo inesperado. De Alemania llegan las noticias de la persecución, los despidos, el exilio forzoso de profesores y eminentes investigadores. Oppenheimer se convierte en activista. Asiste a reuniones, participa en campañas de recolección de fondos, toma el micrófono en mítines. En 1936 conoce a Jean Tatlock, psiquiatra, periodista y miembro del Partido Comunista de Estados Unidos. Sufría un trastorno maníaco depresivo. Ella logra interesar por la Guerra Civil de España y la causa del Frente Popular. Dan inicio a una difícil relación amorosa. Y más: a través de ella, el espacio de sus amistades se llena de profesionales o científicos que simpatizaban o militaban en la organización comunista (señalan los autores que, en algún momento de la década de los treinta, el Partido Comunista estadounidense tuvo alrededor de 250 mil inscritos).
Con la misma energía que invertía en otros conocimientos y actividades, Oppenheimer leyó entonces autores marxistas, asistió a reuniones, firmó documentos públicos, prestó su casa para encuentros diversos, participaba en debates, hizo aportes de dinero para distintas causas, que resultarían tapaderas de las argucias de Stalin.
En 1937 se produjo la muerte del padre. Frank también se ha enrumbado por el camino de la física y también se ha vinculado con el mundo de la izquierda. De hecho, a diferencia de su hermano, que nunca llegó a pertenecer a una organización política, Frank sí se adhirió al partido. “Robert estaba rodeado de parientes, amigos y colegas que en un momento u otro pertenecieron al Partido Comunista. Como izquierdista y simpatizante del New Deal donó considerables sumas de dinero a causas defendidas por el partido, pero siempre sostuvo que nunca tuvo el carnet de afiliado”. Sin embargo, esto no siempre resultó claro para quienes le conocían. Había quienes pensaban que militaba. Otros, que le conocían más, entendían que alguien con su carácter jamás hubiese podido someterse a la disciplina de los comunistas. No faltó quien testificara que sí formó parte de la estructura partidista. La admiración que sentía por los rojos se había originado por la lucha que los había enfrentado a los nazis. En marzo de 1941, el FBI inauguró el expediente Oppenheimer que, con el paso de los años llegaría a sumar más de 7 mil páginas. En las mismas lo único que alcanza a probarse es que era una especie de inestable simpatizante.
Hacia 1939, aproximadamente, tomó alguna conciencia de los riesgos que para su reputación —en el mundo de las universidades— podían representar sus vínculos con los comunistas. Hasta 1942-1943, sus simpatías se mantuvieron más o menos firmes. También hacia el final de 1939, la tempestuosa relación con Tatlock se rompió. El día en que Katherine Kitty Puening Harrison obtuvo su divorcio, unas horas después se casó con Oppenheimer. Era el 1 de noviembre de 1940. Era bióloga, botánica y comunista. Meses después, en mayo de 1941, nació el primer hijo de la pareja, Peter. “Kitty nunca llegó a desarrollar un vínculo con Peter”.
VII.
Enero de 1939. Un joven científico, Luis W. Álvarez, lee en un diario una pequeña noticia: dos químicos alemanes habían demostrado que el núcleo del uranio podía dividirse en dos partes o más. Álvarez corre a informar a Oppenheimer. Al día siguiente Oppenheimer lo ha visto claro: el proceso podría generar energía o inaugurar el camino hacia la creación de una bomba. Aunque todavía no lo saben, ha comenzado un arduo y complejísimo proceso, en una primera instancia científico, y más adelante también militar, que conduciría a la invención y construcción de la bomba atómica.
Mientras, las cosas continúan como venían: Oppenheimer enseña rodeado de decenas de estudiantes que lo idolatran; numerosos científicos mantienen sus ilusiones y vínculos políticos con la Unión Soviética; se aproxima y aleja de los esfuerzos por organizar un sindicato de científicos en el Laboratorio de Radiación, lo que activa a los servicios de inteligencia del Ejército.
“En junio de 1941, muchos físicos empezaron a temer que la comunidad científica alemana hubiera avanzado mucho más en la investigación de la fisión nuclear”. La preocupación por el estancamiento provoca una iniciativa: hay que invitar a O. a una reunión secreta, el 21 de octubre, en New York. A pesar de sus vínculos con los comunistas, se reconocía que debía ser incorporado. “Las contribuciones, constantes y brillantes (…) eran impresionantes. Cada vez se volvía más imprescindible”. Entonces una idea comenzó a ganar terreno: si se querían resolver con prontitud los problemas conceptuales y técnicos derivados de la construcción de una posible bomba atómica, Oppenheimer debería tener un papel relevante en el proceso. De un día para otro arrancó la actividad.
Coordinador de Ruptura Rápida: tal el nombre del cargo que crean para Oppenheimer. De inmediato convoca a algunos de los más brillantes físicos a incorporarse al proyecto. Muchos han huido de Alemania y de otros países de Europa. Comienzan las medidas de seguridad. Deben avanzar sin disponer de datos experimentales. Muy temprano las cuestiones más peliagudas asoman en las conversaciones: el riesgo de que los nazis avancen con mejores resultados, el temor a que la bomba resultara un arma excesiva. Los impulsores políticos del proyecto tuvieron que presionar al Departamento de Guerra para que aceptaran que Oppenheimer y otros científicos izquierdistas fueran parte del proyecto. En septiembre de 1942, el coronel Leslie R. Groves fue designado como jefe del Proyecto Manhattan.
A pesar de que no había ganado el Nobel (y tendría que dirigir a varios ya premiados); de que era un teórico sin experiencia en ingeniería y cuestiones experimentales; de que carecía de experiencia administrativa; y de que tenía un expediente que lo vinculaba a los comunistas, Groves, militar autoritario y políticamente conservador, enemigo del New Deal, preguntó a quienes se oponían al nombramiento si tenían un nombre mejor (alguien dijo: “No podría dirigir ni un puesto de hamburguesas”). En octubre de 1942 fue designado. A pesar de la necesaria confidencialidad del proyecto, en Berkeley, en universidades y laboratorios científicos del país, se repetía que Oppenheimer estaba al frente de “algo” para el desarrollo de armas de gran potencia. Los espías se multiplicaron. Los amigos o agentes de los rusos buscaban información por todos los medios posibles, incluyendo el cultivo de falsas amistades.
VIII.
“Tendría que concebir nuevas aptitudes que aún no poseía, lidiar con problemas que nunca había imaginado, adquirir hábitos de trabajo muy alejados de su anterior estilo de vida, y adaptarse a actitudes y comportamientos (como los protocolos de seguridad) que lo alteraban emocionalmente y eran ajenos a su experiencia”. En acuerdo con los militares, escogieron un lugar alejado de todo, Los Álamos, en Nuevo Méjico, y lo rodearon de seguridad. En aquel lugar donde no había infraestructura adecuada, ni servicios consolidados, ni aglomeración humana, en alguna medida desafiando dificultades de comunicación, logísticas, de suministros y más, se levantó en tiempo récord el centro de operaciones del Proyecto Manhattan, que fue una estructura —corporación científico-militar—, con organigrama, niveles, funciones, reglamentos y más. La primera planta nuclear del mundo.
En marzo de 1943, Los Álamos se puso en funcionamiento, con un equipo inicial de un poco más de cien personas, donde más de la mitad eran científicos e ingenieros. A los seis meses, la población del centro sobrepasaba las mil personas. Al año, más de 3 mil quinientas. A mediados de 1945 era una pequeña ciudad en la que convivían unos 2 mil militares y unos 4 mil 500 civiles, distribuidos en pequeñas casas, apartamentos, galpones y caravanas, más 37 edificaciones técnicas que incluían fábricas, laboratorios, almacenes, oficinas, una biblioteca, un prostíbulo, un auditorio y salas de reuniones, estacionamientos, hasta un concejo municipal, un mundo donde las tensiones entre civiles y militares acechaban, y donde Oppenheimer, que despachaba entre cuatro y cinco cajetillas de cigarrillos por día, ejercía su mandato rodeado de admiración, crecientes habilidades, capacidad de acceder a recursos ilimitados y un cronograma que debía cumplirse del modo que fuera. Aquello se constituyó en una comunidad, con sus implicaciones, deseables o no. “Un lugar donde todos lo sabían todo de todos”.
Difícilmente podré plasmar aquí el activismo, la agitación, los debates, la complejidad, las dificultades inesperadas, los desafíos teóricos y técnicos, las dificultades administrativas, el necesario secretismo del proyecto, la vida interna de una comunidad, intervenida por las obligaciones de seguridad, en la que la mayoría trabajaba al borde de sus fuerzas, persuadidos como estaban de tener una misión en la que estaban comprometidos la seguridad de la nación, la derrota de Hitler y los nazis, el final de la guerra. Sin embargo, Los Álamos era también una comunidad en la que, de forma evidente o soterrada, dudaba. Donde las advertencias, como las de Niels Bohr, resultarían proféticas (“El temor más profundo era que la invención desencadenara una carrera mortal en el desarrollo de armas nucleares entre Occidente y la Unión Soviética”).
IX.
Mientras tanto, las sospechas sobre los vínculos de Oppenheimer con los comunistas no se disipan. Los hechos demostrarían que agentes de la Unión Soviética, por distintas vías, intentaron obtener información sobre lo que ocurría en Los Álamos. Los espías soviéticos, que habían penetrado la comunidad científica estadounidense, estaban por todas partes y trabajaban.
Inevitablemente, la biografía emplea páginas y páginas en la cuestión de las simpatías izquierdistas de Oppenheimer, las amistades y relaciones que tenía con científicos o académicos también izquierdistas, y también en las frases desatinadas o provocadoras con las que respondía cuando le interrogaban, lo cual ponía sobre la mesa la cuestión de si la lealtad de Oppenheimer por su país podía o no fracturarse por motivaciones políticas.
Sobre la maraña anterior vino a sobreponerse y entremezclarse el debate en los altos escritorios y pasillos del poder militar y civil, las turbulencias intestinas entre las distintas facciones, las actuaciones de funcionarios como el Secretario de Guerra, los jefes militares, los parlamentarios, los asesores, los diplomáticos, los estrategas, los que se pronunciaban desde su propio Olimpo como el general Marshall, los que pensaban en lo inmediato, los que forcejeaban desde el futuro, los que afirmaban y negaban en un mismo razonamiento, los factores como Churchill o Stalin, la influencia que tenían los servicios de inteligencia —que, por cierto, no daban descanso a Oppenheimer—.
Este conjunto de hechos —que puede entenderse como la recapitulación de un atiborrado, enrevesado y casi inasible torrente de información—, conformado por realidades y rumores, de evidencias atizadas por interpretaciones o percepciones distorsionadas, impulsadas por el activismo de sus rivales y enemigos ideológicos o políticos, a los que se añadieron las dudas de orden moral que el mismo Oppenheimer tenía sobre cuál era el uso posible y las repercusiones que tendría el arma atómica, más adelante, en los años cincuenta, conducirían al científico al centro de una sonora investigación por parte del Congreso de Estados Unidos, que tuvo resultados considerables en su vida.
X.
Bajo una atmósfera de ansiedad, temores y miedos, la Prueba Trinity se realizó el 16 de julio de 1945, casi diez semanas después de que Alemania hubiese firmado su rendición, mientras la guerra continuaba en el Pacífico. Fue la primera prueba de un arma nuclear de la historia, en una escala pequeña. Científicos que observaron la explosión, a 32 kilómetros, documentaron la ola de calor que envolvió sus rostros y sus cuerpos. Frank Oppenheimer, que acompañó a su hermano a presenciar el experimento, escribió que la luz le atravesaba los párpados, aunque te mantuvieras con los ojos cerrados. “Al margen de lo que le pasara a Oppenheimer por la cabeza, lo que sí es cierto es que quienes lo rodeaban estaban eufóricos”. La prueba había demostrado lo que, hasta ese día eran, en lo medular, desarrollos teóricos: que el arma tenía una capacidad destructiva que sobrepasaba cualquier previsión.
Tras la prueba, “a Oppenheimer comenzó a cambiarle el humor”. El artefacto científico había adquirido la condición de arma, con lo cual pasaba al control total del Ejército. A partir de ese momento el malestar y las controversias se incrementaron. Oppeheimer se debatía entre sus responsabilidades corporativas (seguía siendo el jefe del Proyecto Manhattan) y la angustia que le producía la letalidad del arma y lo que desataría su utilización si, de recurso disuasivo destinado a poner fin a la guerra, se lanzaba en alguna parte.
A las 8 y 14 horas del 6 de agosto de 1945, un bombardero B-29 lanzó una bomba de uranio sobre Hiroshima. En Los Álamos la noticia se celebró como una victoria: el esfuerzo de aquella comunidad de científicos, ingenieros, técnicos y especialistas, había cumplido su cometido. Dos días después de que se lanzara la bomba de plutonio sobre Nagasaki, Japón firmó su rendición. “Mientras su nombre se hacía famoso en todo el planeta, Oppenheimer se hundía en la depresión”. Solo en octubre, dos meses después de que fueran lanzadas, el Ejército permitió que una comisión de tres científicos viajaran a Japón a observar lo ocurrido. Lo que contaron al regresar escenificaba las peores presunciones de quienes temían lo peor.
XI.
A continuación, lo previsible: se desatan los debates —¿pasar a la siguiente etapa, la bomba H?—, las posiciones y contraposiciones, las lógicas militares y defensivas contrapuestas a las consideraciones morales y humanitarias. En el seno de la comunidad científica, el debate ético rompe la cohesión. Los argumentos y corrientes en pugna son de extraordinaria complejidad, y la biografía logra, de forma admirable, mostrar los elementos y protagonistas en lucha, como si fuese la narración del preámbulo de una acotada guerra civil. Oppenheimer está en el meollo de esas batallas. No siempre es fiel a un punto de vista. Su propia cabeza es un campo de batalla. La mente privilegiada entiende la lógica del Estado, del accionar del presidente Harry S. Truman, los ímpetus militares y también el abanico de razonamientos de sus colegas. Para muchos, en ese momento, Oppenheimer resulta incomprensible o, peor, un traidor, alguien en quien no se podía confiar. A esta corriente, que ponía en tela de juicio su reputación, contribuyó él mismo, una vez más, como le había ocurrido alguna vez en el pesado y le volvería a ocurrir en las audiencias del Congreso Nacional, donde sus comentarios o respuestas, a veces demasiado sinceras, o que contenían una burla a la pregunta, o que remitían al contexto y no a la nuez de la respuesta, o que parecían un devaneo, o que sugerían una confesión donde no la había, se articularon como un expediente en su contra, que ganó muchos adeptos.
El 16 de octubre de 1945 renunció a la dirección de Los Álamos. Aunque no sabía cuál sería su próximo destino profesional, continuó intentando promover criterios de contención y racionalidad en la administración Truman. En una reunión con el presidente, le dijo: “Siento que tengo las manos manchadas de sangre”. Truman reaccionó mal. Hablaba de Oppenheimer como “el científico llorica”. A medida que pasaban los días, en las entrañas del poder, perdía credibilidad. De forma simultánea, el FBI lo seguía, sus enemigos sumaban páginas y páginas a su expediente, en mayo de 1946 cruzaron el límite: instalaron un micrófono en su casa. Lo investigaban en los mismos días en que los sectores más conservadores de la política estadounidense calentaban motores para poner en movimiento la maquinaria del macartismo. Oppenheimer se estaba quedando solo.
XII.
A los meses volvió a la docencia, en días en que su posición política se endurecía hacia la Unión Soviética. En julio de 1947 fue designado director del Instituto Princeton. Le asignaron una mansión, rodeada de 100 hectáreas de prados y bosques, un establo y un corral. En las paredes de ese lugar colgaron algunas de las extraordinarias obras de arte que todavía eran de su propiedad. Su despacho estaba cerca del de Einstein y del de Bohr. El lugar era una congregación de mentes brillantes. Como escribió un joven científico en su diario: es un lugar irreal. Basta caminar por los pasillos y por allí andan Einstein, Bohr, Dirac, Gödell, Eliot, Berlin, Kennan, Oppenheimer.
Entre tanto, al tiempo que hacía su trabajo, el Comité de Actividades Antiestadounidenses avanzaba. En junio de 1949 fue llamado a declarar. Su declaración fue errática, sesgada y mal enfocada: salió a la calle, con lo que su reputación continuó haciendo aguas. Sus enemigos estaban de fiesta. Así estaban las cosas cuando se vio arrastrado a la controversia de la bomba H, lo que empeoró las cosas: su posición no resultaba clara para los observadores que conocían las proyecciones en juego.
A comienzos de 1950 Oppenheimer no tiene dudas: van a por él. Quienes quieren liquidarle ganan terreno. Los informes en su contra se sistematizan. No lo sabe: no da un paso sin que el FBI no lo sepa. Vive rodeado de micrófonos. En abril de 1954 le “suspenden” en el chequeo de seguridad de la Comisión de Energía Atómica. La reproducción del interrogatorio al que fue sometido es la de un hombre acorralado e inseguro, delante de un implacable y seguro interrogador. También a su esposa la citan al banquillo. El 26 de mayo de 1954, la Junta emite un veredicto —dos votos a favor, uno en contra— aunque no hay evidencias concluyentes en su contra, debía considerarse riesgoso para la seguridad nacional (por sus amistades). De seguida, le rescindieron sus credenciales de seguridad (que le permitían acceder a información de seguridad del Estado).
El siguiente capítulo tiene tinte cinematográfico: el escándalo en los diarios cambia en 180 grados su estatuto reputacional: de siniestro “padre de la bomba atómica” se reconvierte en un científico mártir, víctima de las fuerzas más reaccionarias y antijudías. Entonces se publicaron centenares de artículos y editoriales, a su casa llegaron miles de cartas: se lo apoyaba y se lo denostaba. Durante unos meses encarnó el símbolo del intelectual perseguido. Dictó conferencias, viajó, adquirió una casa al filo de una playa en la isla de Saint John, donde se refugiaba a menudo, con su esposa y sus dos hijos. En los sesenta, con el ascenso de John Kennedy al poder y, tras su asesinato, durante el mandato de Lyndon Johnson, fue rehabilitado. En 1966 concretó su salida del Instituto Princeton, anunciada desde el año anterior. En febrero de 1966 recibió el diagnóstico que le informaba de su cáncer en la garganta (tenía 40 años fumando entre cuatro y cinco cajetillas por día). Un año después, el 18 de febrero de 1967, con sesenta y dos años, murió mientras dormía.
*Prometeo americano. El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer. Kai Bird y Martin J. Sherwin. Traducción: Raquel Marqués García. Penguin Random House Grupo Editorial. España, 2023.
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