Las mañanas de domingo tienen un encanto natural, quizá porque sabemos que ese día no suele haber clases o trabajo y podemos sentirnos libres. Una tenue luz de sol, un cielo azul claro despejado, algo de viento —que, sin ser frío, refresca— y el olor de las arepas de mamá en el budare son las primeras cosas que percibo al despertar. Luego de desayunar, me visten y, como cada domingo en la mañana, la cita es en la iglesia, a unas pocas cuadras de la casa.
Ya es una escena conocida, la rutina me ha hecho aprenderla.
Me siento entre mis padres y sé que no debo correr ni hablar fuerte, aunque la verdad es que no siento ningún deseo de hacerlo. Veo a cada persona a mi alrededor: sus caras, sus ropas y sus gestos. ¿Por qué ese señor tiene esa cara? ¿Por qué esa abuela se ve tan cansada?
Finalmente llega Pablo, a quien todos llaman padre. A veces lo veo en casa con mi papá disfrutando alguno de los discos de su colección y tomando algo. A veces come con nosotros.
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Me llama la atención que en un momento de la misa todos se paran a hacer una fila, incluso mi papá y mi mamá. Ellos me dicen que los espere sentado y eso hago. Pero hay algo que me intriga. ¿Qué van a buscar en esa fila? Luego de pensarlo, cuando la fila se ha terminado y sin que mis padres me puedan detener, me levanto y voy hasta Pablo.
Lo veo fijamente y no alcanza a verme. Obvio, soy un enano de 3 años, así que decido halar su sotana. Él cree que lo estoy saludando, pero no es así, eso ya lo he hecho bastante, lo que quiero es eso que les ha dado a todos.
Todos me miran y ríen —ciertas conductas infantiles generan gracia y esta es una de ellas—. Mi papá me llama de cerca del estrado para que no suba hasta allá, pero yo lo ignoro. Alguien sube la voz y dice: “Seguro quiere comulgar”, lo cual produce muchas risas. Pero es la verdad, eso busco, y por alguna razón Pablo hace caso a ese comentario de un feligrés y me da una hostia.
Me gustó y, a partir de esa primera vez, cada vez que íbamos a misa, yo hacía lo mismo: halar la sotana de Pablo para que me diera la hostia. Se convirtió en todo un show que a todos parecía alegrarles.
Yo jugaba como cualquier niño. Sin embargo, pasaba mucho tiempo solo porque así lo quería y, ya más grande, porque mis padres debían trabajar. En este tiempo, veía televisión, pero más que todo leía. Mi papá siempre ha tenido una biblioteca interesante, y además leía papeles, notas y documentos guardados. Nadie sabía cuántas cosas leía. ¿Qué más se puede esperar de un niño que lee de todo y tiene tanto que explorar en una casa sola?
En las vacaciones, siempre participaba en un plan vacacional en un parque nacional que quedaba cerca de la casa. Allí aprendí mucho, hice grandes amigos que aún conservo. Pero no quería hacer algunas cosas. El contacto físico, ensuciarme. Por más que me lo pidieran en los juegos, yo me hacía a un lado. Pensaba en mi ropa, casi toda blanca, y no quería que se ensuciara. A algunos de mis compañeros no les gustaba esto, y a los guías del plan vacacional tampoco. Y a veces, cuando hablaba, los demás niños no me entendían mucho, y los grandes me decían que mis temas no eran para ese momento.
Vuelvo a mi niñez y lo recuerdo con nitidez. Es extraño. Hablo de lo que leo o lo que pienso. En ocasiones, le digo a alguien lo que le va a pasar por lo que está haciendo y no le gusta. Voy creciendo y me dicen que no debo ser creído, que es malo ser echón. Conozco los términos, pero la verdad no sé por qué piensan que aplican para mí. Honestamente creo que todos somos iguales, solo que si veo que alguien está haciendo algo que yo sé que no está bien, me parece adecuado ayudarlo advirtiéndoselo.
Me gusta mucho la música. Mi papá tiene una cantidad enorme de elepés. Son discos de vinilo de unos 30 centímetros de diámetro y, aunque el tocadiscos es sagrado, ya me enseñaron a usarlo, así que, cuando estoy solo, disfruto de toda esa música.
Ya estoy más grande. Tengo 9 años. En la escuela soy parte de los brigadieres de tránsito, de la Sociedad Bolivariana y del club de ciencias. Me inscribieron en un curso llamado catequesis, que es para hacer la primera comunión. Debo ir cada sábado en la mañana. Para mí es más bien como un repaso, todo lo que me dicen allí ya lo conozco.
“Los mandamientos son 10, los 2 primeros son sobre Dios, el 3ro es sobre las fiestas, el 4to es sobre los padres…”, escucho. Inmediatamente pienso que no. El 3ro es sobre el nombre de Dios y el 4to es sobre el sábado, y es por este mandamiento que los judíos no trabajan los sábados. Hay cosas judías que hacemos en casa. Luego supe por qué, pero esa es otra historia. El caso es que levanto la mano y explico lo que sé de los mandamientos. La catequista me dice que no, que así como ella lo dijo es que está en la Biblia, pero le respondo que eso es inexacto.
—Está en la Biblia católica, hay varias biblias —aclaro—. De hecho, la versión original de la Biblia es de los judíos e incluso los protestantes la tienen así. Lo que pasa es que un Papa, hace mucho tiempo, decidió que ellos podían ajustar la Biblia e hicieron una propia.
—Bueno, hay que hacer lo que dice el Papa —me dice la catequista.
—Depende de a quién le quieras hacer caso; porque si la Biblia vino directamente de Dios, como usted dijo, ningún humano puede cambiar lo que Dios hizo, eso lo dicen siempre en las misas…
En su cara no veo la simpatía de siempre. Se produce un silencio y cambian el tema. Me siento de nuevo y me pregunto por qué no le gustaría lo que dije si eso está en los libros. Yo no inventé nada, allí está escrito y cualquiera puede verlo.
Pese a todo, voy a hacer la primera comunión. Debo usar algunas cosas que mi papá tiene en una caja: una vela muy grande, un adorno dorado para uno de mis brazos y una cruz grande de oro y perlas, todo eso para unas fotos. La verdad me parece incómodo. Al llegar con Pablo, el cura, me da mucha risa al verlo y le digo refiriéndome a eso de comulgar:
—Esta no es mi primera vez, eso pasó hace mucho.
Ambos nos reímos.
—Es que tú eres especial, tigre —me dice.
A veces, Pablo me dice “tigre”.
Mi abuela me regala un pequeño radio a pilas. “Para que escuches música siempre”. Es amarillo. Me parece algo brillante el color; no lo escogería, la verdad, pero le doy las gracias. Ya aprendí que, para que la cara no le cambie a la gente conmigo, es mejor decir lo que esperan o lo que otros dicen en situaciones similares, así que pienso en todas esas opciones antes de responder. Aunque no siempre. A veces igual caigo mal.
Este radio tiene una cinta negra que me permite colgarlo de la manilla de la ventana cuando voy a hacer tareas en la mesa o en la silla tipo pupitre que me compró mi papá. Es verde y se pliega, es muy práctica, y es como estar en la escuela, así que me gusta.
El radio también lo escucho de noche. Duermo en la parte de abajo de una litera, mientras arriba lo hace uno de mis hermanos. Tarde, cuando ya debería estar durmiendo, consigo a alguien que habla bastante, dando opiniones y pidiendo que llamen también a opinar. No sé si puedo llamar siendo un niño, así que disfruto escuchándolo.
También consigo un programa que se llama Reencuentro de medianoche, conducido por una señora llamada Isa Dobles. Su voz me parece cálida y a veces hace comentarios como los míos. Me cayó bien de inmediato.
A este programa sí me atreví a llamar días después.
En medio de la noche, con todas las luces apagadas en la casa, me levanto muy suavemente de la cama. No quiero que arriba se sienta nada y salgo del cuarto con mucho cuidado. Caminar de puntillas siempre ha sido muy fácil para mí y hasta divertido. Me voy a la sala, llego al teléfono. Hay tono, pongo mi dedo en el disco… marco siete números que tenía en la mente. Me escondo tras la cortina junto al teléfono, porque creo que así me veré menos. Doy las buenas noches y en unos minutos estoy al aire. Saludo y mi voz se escucha en la radio. Es una maravilla. La señora Isa me saluda y escucha lo que yo tenía que decir. Era algo sobre ser buenas personas y cuidar nuestro ambiente… Al terminar, ella me pregunta:
—¡Oye! ¿Cuántos años tienes tú?
¡Oh, oh! Se me hace un nudo en la garganta y le respondo:
—Acabo de cumplir 10.
—¿10 años? ¿Y tú no crees que deberías estar durmiendo ya, niño?
—Bueno, según mis papás sí, pero no tengo sueño. Siempre duermo tarde. Y aquí todos duermen y a mí me gusta la radio, así que en la noche la escucho. Y hace semanas la conseguí a usted y me gustó como habla. Y hoy quise decir algo que era importante.
—Está bien —me concedió ella—. Fue muy bonito lo que dijiste, pero debes tener permiso para estar despierto a esta hora y usar el teléfono.
—Está bien, gracias. Su programa me gusta. Feliz noche.
La verdad nunca pedí permiso, seguí escuchándola y llamando cada vez que podía. También me atreví a llamar a otros programas. Me llegaron a decir que les parecía muy tierno que yo llamara, y que era muy maduro para mi edad. Llegó a haber gente que preguntaba por mí y me mandaban saludos también.
Un día, visitando a mi mamá en el trabajo, unas hermanas cubanas que trabajaban con ella, me dijeron:
—¡Oye, niño! ¡El que llama a los programas de Isa eres tú! Anoche te escuchamos y nosotras nos dijimos que claro que eras tú. Se ve que a Isa le gustan tus llamadas, siempre habla muy bien de ti y dice que ojalá hubiera más niños así. Hasta tienes tus fans en el programa.
Empalidecí al verme descubierto. No pensé que alguien que me conociera pudiera escucharme y reconocerme. Mi mamá quedó con la boca abierta, claramente sorprendida. Y la otra hermana le dijo:
—Chicaaa, tremendo locutor que tienes en la casa. ¡Ese niño está escapaooo!
Mi mamá solo me vio y me dijo que después hablábamos, pero nunca mi papá ni ella me dijeron nada.
Seguí escuchando programas de radio y me convertí en invitado permanente de un programa que hacía el equipo de producción de RCR todas las tardes. Después de mucho pedir permiso, me dejaron ir. Tenía 12 años. Sabía tomar autobuses y cómo llegar a la emisora.
Llegué a la recepción y me anuncié. Me vieron de arriba abajo y llamaron a quien me recibiría. Por las escaleras bajó una mujer blanca, de cara redonda, sonriente y con una gran melena negra. Se llamaba Rosa y cuando me saludó yo no me lo creía. Estaba en la radio y me atendía una modelo.
Subimos a una oficina. Allí conocí a Marie, otra mujer blanca, flaca, de ojos claros y muy vivos, y con un bello cabello rubio. Tenía una hermosa sonrisa y me recibió con cariño. También conocí a Yuly, una mujer morena, flaca, de melena negra. Estaba sorprendido, no sabía que en la radio trabajaban modelos. Al final, en una oficina aparte, estaba un señor alto, de lentes, con una cola en el cabello y cara muy seria. Era Víctor, el jefe.
Llegar a su oficina era como ir al Olimpo, así que todos lo hacían con tacto. Me vio y me dio la bienvenida.
—Explícale cómo comportarse —ordenó, se paró y se fue.
—Tranquilo, él es así —me dijo Rosa, poniendo su mano en mi hombro—. ¡Vamos a bajar, ya es hora!
Y así fuimos todos a la cabina. Era como un sueño estar allí. Era la radio desde donde escuchaba a esta gente en mi casa, en mi radio amarillo de pilas. Y ahora yo estaba allí.
Cada uno de ellos siguieron siendo mis amigos. Por alguna razón, me ha sido mucho más fácil relacionarme con los adultos, podemos hablar de todo —bueno, creo que no de todo, sé que hay cosas que hablan conmigo o cerca de mí—. Pero mis principales amigos son adultos, a excepción de algunos compañeros de la escuela y del plan vacacional.
Los adultos me entienden mejor, aunque no todos. Algunos me dicen que hablo mucho, o que hablo de más, o que digo cosas que no debería. Me dicen que tendría que estar jugando. Pero es que me aburro fácilmente; para mí es mejor leer o imaginarme cosas. En mi mente puedo crear mundos o ver lo que leo como en las películas.
Aunque hay gente que me ve con cariño, la mayoría siempre tiene cara de no entenderme o de que no les gusto por alguna razón. No lo entiendo, soy un niño, no creo estar haciendo algo malo, pero aun así eso pasa. Incluso, a veces en mi casa no me siento aceptado.
¿Alguna vez te has imaginado tener que ser alguien completamente diferente para que el resto de la gente, incluso tu familia, se sienta bien contigo?
Imagina por un segundo que te gusta el silencio, y que eventualmente algún sonido no te incomode pero que muchos de los que encontramos en el ambiente sean capaces de alterarte e incluso lastimarte. Imagina un momento que la forma en la que tu cerebro funciona no es la misma que la de todos, algo como en la computación: lo que hacemos en Windows, no es igual que en Linux; llegamos al mismo resultado, pero por diferentes vías, con otros tiempos y diferente imagen.
Hoy cuando despertaste, ¿qué hiciste? Tomaste tu teléfono, quizá encendiste el televisor, fuiste a bañarte o simplemente te fuiste a la ventana a fumar. Todos hacemos cosas diferentes. ¿Entonces por qué la diferencia de alguien debe llamar la atención?
Nuestro mundo es una vorágine de estímulos que pueden ser dañinos para algunos. Sí, dañinos. No es solo una preferencia. Piensa qué harías si la voz de alguien que amas te hiciera sentir incómodo, o si el roce sobre la piel te disgustara. No sabes por qué, pero eso es lo que sientes. No puedes cambiarlo, no tienes cómo sentir diferente, no hay nada que puedas tomar que arregle esto y no es tu decisión ser así.
Un color cualquiera, una textura, un olor puede llegar a afectar tanto un organismo al punto de paralizarlo, desconectarlo o, peor aún, hacerlo explotar en un momento. ¿Por qué? No lo sabemos. Imagina que eres tú y por un minuto piensa en cómo te sentirías si algo así te pasara, si no supieras por qué, si todos a tu alrededor lucieran diferente y si ni siquiera tú puedes entender qué está pasando. Si esto no es suficiente, piensa que todos a tu alrededor parecen estar molestos, incómodos o fastidiados contigo, con tus diferencias, con lo que te pasa.
Eres esa piedra en el zapato que molesta al caminar.
¡Hay que hacer algo! Pero, ¿qué?
¿Qué tal si actúo igual a todos y solo ignoro a esa mente que se lastima con tantos estímulos? ¿Se puede?
¡Sí!
Pero tiene un precio, como todo.
Todos los efectos que produce el ambiente a tu alrededor siguen contigo, te seguirán alterando, te seguirán lastimando, pero tú estarás allí con una sonrisa, pretendiendo ser igual y tratando de vivir como los demás, aunque eso signifique reprimirte a ti mismo. Aunque a veces explotes: porque como una olla de presión, la tensión dentro se hizo insostenible…
¡Bienvenido a mi mundo!
¿Leíste sobre ese niño de 3 años que haló la sotana de un sacerdote para exigir una hostia? ¿O a uno de 9 años hablando de la situación económica de un país con alguien de 25? Mejor aún, ¿uno de 10 años escuchando radio a medianoche y participando vía telefónica en ese programa que escuchaba? ¿O a uno de 11 leyendo el libro 4 crímenes, 4 poderes para dormir?
“¡Que ocurrente!”. “Ese es un viejo prematuro”. “Ya llegó el insoportable”. “¡Que echón es!”. “Ahí está el sabelotodo”.
No, nada de eso. Este niño no escogió pensar así y muchos menos actuar de esa manera. Él mismo no sabía ni entendía por qué era diferente. Nadie supo lo que le pasaba y, por supuesto, nadie le ayudó a entenderse, a sentirse mejor o, al menos, a poder hablar.
Y hoy, 30 años después, estoy descubriendo, al fin, de qué se trata todo esto.
O bueno, eso estoy tratando…
Tengo 42 años. Hace 1 año fui diagnosticado con trastorno del espectro autista grado I, lo que antes era conocido como síndrome de Asperger. Soy médico cirujano, con estudios posteriores y entrenamientos en diversas áreas.
Ya conozco el porqué de tantas cosas, las que he contado y las que aún tengo por contar.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Esta historia fue producida en el curso Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias, dictado a profesionales de la salud en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.
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