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El futuro ayer y hoy

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NIETO

Es difícil hablar del futuro en política sin sonar cursi. Cuando Yolanda Díaz anunció la candidatura con la que se presentará a las elecciones generales, dijo que «el futuro es una obra abierta», algo que es a la vez incomprensible y una tautología. El columnista Juande Ávila parodió en Twitter a la candidata de Sumar: «Compañeras y compañeros, hay que recuperar el futuro. Lo hemos perdido y puede estar por ahí, en cualquier sitio, el pobre, pasando frío y calamidades». El concepto es solo un recurso retórico, un sonajero que agitan los líderes políticos en campaña. Es una tradición democrática. El progreso ha sido durante mucho tiempo la ideología oficial de las democracias liberales. El futuro iba a ser siempre mejor. Pero ahora esta idea ya no resulta tan convincente. Para muchos jóvenes, el futuro no es una ‘obra abierta’, es una obra de terror. Más de la mitad de los españoles cree que las nuevas generaciones vivirán peor que sus padres; los jóvenes están aterrados, y con razón, por el cambio climático (como dice David Rieff, «¡imagina ser joven y temer que ya te estás quedando sin tiempo!»); hay economistas convencidos de que estamos contrayendo unos niveles de deuda impagables en el futuro; y hay demógrafos avisando de que el futuro de nuestra pirámide poblacional hará insostenible nuestro estado de bienestar (no habrá suficientes trabajadores para sostener a tantos pensionistas) y provocará conflictos intergeneracionales.

La política contemporánea no parece capaz de enfrentarse a esos retos. En primer lugar, porque es intrínsecamente cortoplacista y presentista. El calendario del político contemporáneo no es solo el ciclo electoral, que cada vez es más corto; es el ciclo mediático, que es aún más corto. Los gobiernos contemporáneos simplemente administran el presente más inmediato. Se dedican a apagar fuegos, a intentar resolver una crisis (normalmente comunicativa) tras otra. Su lenguaje es el de la excepcionalidad, pero su interés está puesto en lo más superficial. Su rol no es proactivo sino reactivo: todo transcurre tan rápido que el político se dedica a reaccionar o responder ideológicamente a fenómenos que no puede moldear. Hay políticos que parecen ‘influencers’ o ‘tuiteros’: observan los problemas y los comentan en directo.

En segundo lugar, las democracias liberales se crearon en otro mundo: sin hiperglobalización, internet, transacciones financieras instantáneas o flujos migratorios masivos. No están adaptadas a la realidad contemporánea acelerada. Como dice el politólogo Jan Zielonka, están desincronizadas con respecto al tiempo (los procesos son más rápidos que nunca) y el espacio (la política sigue atada a los Estados nación en una época en la que los problemas son cada vez más transnacionales). Esto no tiene por qué ser necesariamente negativo. Los procedimientos de la democracia liberal son lentos porque no buscan solo la eficiencia, sino también la representación. La rendición de cuentas, los equilibrios de poderes, los contrapesos y garantías, pero también la participación y deliberación ciudadanas no son cuestiones instantáneas. Al mismo tiempo, la falta de adaptación de las democracias a su época provoca impotencia y, sobre todo, las deslegitima.

Una buena manera de explicar esta desincronización es analizar el contexto en el que se creó el estado de bienestar moderno, uno de los mejores inventos de las democracias liberales. Fue ideado en una época previa a la hiperglobalización y los grandes flujos migratorios, de capital y de trabajo. No existía el problema de las deslocalizaciones y la competencia fiscal entre países. Y, como ha escrito el economista Branko Milanovic, su modelo se basaba en «una supuesta comunidad de conducta o, dicho de otro modo, en una homogeneidad cultural y a menudo étnica». Hoy el mundo es muy diferente. El estado de bienestar se creó para redistribuir la riqueza en Estados nación relativamente homogéneos y autárquicos, no para convivir en un capitalismo financiarizado y altamente endeudado y globalizado.

Si aceptamos que las democracias liberales buscan un equilibrio entre representación y eficacia, nos encontramos hoy, entonces, con lo peor de los dos mundos: democracias con problemas de legitimidad y confianza (según el último Eurobarómetro de la Comisión Europea, 90% de los españoles desconfía de los partidos, 78% del Congreso y 73% del Gobierno) y, al mismo tiempo, ineficaces e incapaces de regular o intervenir efectivamente en la realidad. En un contexto así, es normal que el futuro nos provoque tanta ansiedad.

La solución, sin embargo, no debería ser elegir una de las partes del contrato y descartar la otra. Hay quienes dicen que para enfrentarnos a retos del futuro como el cambio climático necesitamos líderes que puedan mirar a largo plazo sin molestarse por la democracia. Pero ya conocemos la erótica del poder. Como escribió lord Acton, el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Además la acumulación de poder en un líder no garantiza que se preocupe por el largo plazo. Los gobiernos actuales promueven cada vez más un relato de excepcionalidad y se arrogan más poderes para gestionar el presente más inmediato, no para tomar medidas ambiciosas mirando al futuro. Hay sinófilos que defienden el modelo chino como la mejor opción: sus horizontes son más amplios que los de las democracias liberales. Pero el modelo chino (vendido como la cesión de libertades y democracia a cambio de prosperidad) no es como lo pintan. No solo es muy arriesgado basar tu legitimidad exclusivamente en los resultados (en los momentos de crisis tu única manera de mantener la estabilidad es la represión), es que los resultados no son tan buenos como parecen: China tiene unos niveles de desigualdad parecidos a los de la Rusia oligarca y solo basta con ver su gestión caótica del Covid para comprobar que tampoco sabe gestionar mejor que nosotros las crisis, por no hablar de que es responsable de más del 30% de las emisiones de CO2 de todo el mundo.

Quizá la solución está en el otro lado, en el de la democracia. Cuando se acusa a los líderes políticos de cortoplacismo se defienden diciendo que los ciudadanos también se preocupan solo por su futuro inmediato. Es algo cuestionable. Muchos no pueden pensar en el futuro porque están demasiado ocupados sobreviviendo en el presente. Como decían los ‘chalecos amarillos’ en Francia, las elites se preocupan por el fin del mundo y nosotros por el fin de mes. Quizá, como dice Jan Zielonka, «nuestra resistencia a abrazar el cambio en beneficio del futuro se deba a deficiencias democráticas. Si no confiamos en que la democracia dé los resultados esperados, es poco probable que respaldemos proyectos de futuro».

Los incentivos de nuestra política fomentan el cortoplacismo, la endogamia, la guerra cultural y mediática, la captura de rentas políticas y económicas; los partidos políticos están sumergidos en un bucle autorreferencial, solo les preocupa su reputación y se dedican al control de daños para evitar la rendición de cuentas. La distancia entre los representantes y los representados es enorme. Cuando cambie esto, quizá los ciudadanos vuelvan a confiar en la política para pensar en el futuro.

Artículo publicado en el diario ABC de España

 

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