Ya no les fue posible seguir actuando en el escenario político nacional e internacional con la careta de “demócratas”. Ya la careta no cabía en aquel rostro desfigurado. Las caretas han caído y el rostro está al descubierto.
Sí, el rostro del “socialismo del siglo XXI”, de “la revolución bolivariana”, de la “democracia participativa y protagónica” quedó nítidamente descubierto, asumió su verdadera identidad: el de la dictadura corrupta, asesina e inhumana.
Eso fue desde su origen, y en su esencia, el “movimiento bolivariano”. Una logia militar ambiciosa del poder total para la concupiscencia. Una logia a la que se asociaron para medrar todos los grupos políticos de la izquierda (desde los moderados hasta los más radicales), ofreciéndole cuadros, y una narrativa y modelo político económico, con el cual justificar su ilimitada ambición de poder.
La logia, con su comandante a la cabeza, asumió plenamente el discurso y la acción política del populismo marxista latinoamericano.
La narrativa obsoleta de Eduardo Galeano y su panfleto Las venas abiertas de América Latina se convirtieron en la base del discurso del movimiento “cívico militar” que tomaba el poder, aprovechando los mecanismos de la democracia representativa.
La convocatoria a la Asamblea Constituyente de 1999 y el cierre del antiguo Congreso de la República fue la punta de lanza del nuevo autoritarismo, que disfrazado de “democracia participativa y protagónica” destruía la democracia, y sentaba las bases de esta dictadura abierta que hoy padecemos.
Entonces, pocos levantábamos la voz para hacer frente a aquel “huracán revolucionario” que demolía instituciones y sembraba la semilla del odio, la polarización y el envenenamiento del alma nacional.
Recuerdo, como si fuera hoy, el día que formalmente cerraron el Congreso bicameral. Una avalancha de adulantes de diversos sectores se apersonaron en la sede del Palacio Federal Legislativo para festejar aquel evento. Casi que arrollado por la turba, pude fijar mi posición como vocero de mi bancada parlamentaria. Expresé entonces “con el cierre de este Congreso democrático y plural, comienza el establecimiento de las bases de lo que será la nueva dictadura venezolana”.
Prácticamente nadie pareció preocuparse por aquella advertencia. Eran los tiempos de la avasallante popularidad del comandante y pocos nos atrevíamos a levantar una voz disidente.
Ahí comenzó toda la armazón de la estructura autoritaria. La misma recibió un aliento extraordinario con la explosión de los precios en el mercado internacional del petróleo, que hizo superpoderoso al comandante presidente, hasta el punto de convertirse en el nuevo mesías latinoamericano.
Mientras hubo popularidad y dinero, y no estaba en juego el poder, la camarilla chavista permitió un espacio de juego democrático. Obviamente, sin perder su naturaleza abusadora, ventajista, corruptora y corrompida de uso del dinero y de los bienes del Estado para avasallar a sus oponentes. Pudimos asistir a elecciones en las que los sectores democráticos ganábamos curules parlamentarios, alcaldías y gobernaciones. Las ganábamos pero igual, al día siguiente aparecía la esencia antidemocrática de la camarilla desmantelando las entidades, sustrayéndoles competencias y recursos, designando gobernantes paralelos. En fin, una fórmula con la que expresaban: reconocemos el resultado electoral, pero igual los saboteamos y los reducimos a su mínima expresión.
Era obvio que una camarilla tan inepta y perversa iba a producir un daño inmenso a la nación, y que progresivamente los venezolanos irían despertando de las dosis de anestesia populista que el difunto presidente Chávez les había inoculado.
La muerte del comandante, la destrucción de la economía por él impulsada, la pérdida de popularidad y la ya presente hecatombe social liquidó la base de apoyo popular que había tenido hasta ese momento el socialismo castrochavista.
Al producirse la elección de la Asamblea Nacional en diciembre de 2015, con la derrota contundente de la revolución, se produce el punto de quiebre que lleva a los cabezas de la camarilla a cargarse los pocos elementos democráticos que habían guardado. Decidieron quitarse la careta y asumir sin rubor alguno el anacrónico gorilismo, ya sufrido en nuestro continente.
La caída de las máscaras ha sido ocasión propicia para que sectores de la antipolítica sientan el monopolio del acierto estratégico, respecto a la forma de asumir el proceso autoritario en boga.
Ciertamente, desde los primeros días de ejercido el poder de la camarilla roja, hemos tenido importantes aportes a la caracterización del partido gobernante. Tarea no muy difícil para quienes avezados en el estudio de la historia, de la filosofía, el derecho, la economía y la ciencia política, venían observando la deriva al autoritarismo del gobierno chavista.
El eje central de las discrepancias se ha presentado a la hora de abordar la estrategia para enfrentar esa deriva.
Hay quienes, desde muy temprano, buscaron soluciones por la vía rápida, llegando incluso a la acción de fuerza.
Otros buscamos agotar hasta la última instancia el camino electoral, pacífico y constitucional. Conscientes de la naturaleza abusadora, ventajista, fraudulenta y violenta de la camarilla, hicimos todo el esfuerzo para lograr el cambio político.
La cúpula roja decidió cerrar el camino electoral desde el momento en que confiscó el derecho al referéndum revocatorio, establecido en el artículo 72 de la vigente Constitución.
Y lo ha ratificado con la emboscada del pasado 20 de mayo.
Hoy el pueblo venezolano y la comunidad democrática del mundo han aceptado que el régimen venezolano es una dictadura criminal que está afectando severamente la vida de una noble nación. Así quedó consagrado en la OEA el lunes.
Hoy el rostro de los autócratas está descubierto. La máscara democrática ha sido arrancada por la turbulencia de un pueblo indignado.
Ahora el esfuerzo unitario de la sociedad venezolana debemos colocarlo por encima de cualquier postura parcial, para lograr el rescate de la democracia.
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