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La rendición de la izquierda: dieciséis tesis sobre elitismo, nueva censura y relación con la extrema derecha

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Pan y circo, maltrato mayoritario y entretenimiento alternativo. Es cierto que el poder siempre ha intentado hacer idiotas a sus súbditos para gobernarlos mejor. Durante décadas del pasado siglo, la izquierda representó la voluntad política de resistirse a esta cretinización de masas, también en su posterior versión de clase media. Se ha señalado a veces que el último progresismo, cada día más dogmático y puritano por su influencia estadounidense, es muy ajeno a aquella voluntad de resistencia cultural. Hace tiempo que la izquierda se vendió, y el fenómeno no es tan grave en las cuestiones económicas como en la banalidad de la separación capitalista, en el aislamiento individual y el posterior despotismo de las conexiones. Para combatir esta estrategia de alienación circulatoria, a la izquierda actual le falta algo básico: la relación con el trauma real, con una realidad popular que a la casta hegemónica que nos gobierna le parece demasiado grosera e incorrecta. La disolución de la resistencia humanista y comunal en la izquierda ha venido después de una traición a la fortaleza vital y utópica de los pueblos, una ambivalencia moral que fue amada por nuestros clásicos, de Machado a Zambrano, de Erice a Anguita, de García Calvo a Labordeta.

1) Complicidad progresista

No solo en España, hay aberrantes iniciativas neoliberales que solo las puede emprender la izquierda, con su manto de impunidad progresista: meternos en la OTAN, someternos a la estupidez burocrática europea y desmantelar el sector primario, legislar la sexualidad de los cuerpos... Recordemos el caso del gobierno de Tsipras, forzando la humillación griega. Lo mismo ocurre con la aversión actual al populismo turco, iraní o venezolano. Lo mismo con la satanización de una quinta parte de la tierra, Rusia. Solo el elitismo orgulloso de un Sánchez puede decir de Putin: «Basta con verlo para saber que no pertenece a nuestro mundo de valores». Con similar soberbia, el grupo PRISA puede despreciar con eficacia europea, en el México de López Obrador, el mensaje que Jiménez Losantos no logra vender con sus «dictaduras bolivarianas». Necesitaríamos un populismo democrático, un Michael Moore español, un Gala joven y agresivo que, desde un progresismo relativo y respetuoso con la ambivalencia de las tradiciones, pueda descender a una saludable incorrección popular.

2) “Antisistema”, insulto del capitalismo alternativo

Hay al menos dos registros de convergencia en esta modernidad eclesiástica que nos envuelve a derecha e izquierda. De un lado, un odio a la existencia común e «impolítica», a la sucia realidad popular y a la fortaleza de sus convicciones. Pasolini ya lo dijo todo al respecto. Del otro, acentuado por la influencia cultural estadounidense, un desprecio «democrático» hacia las otras culturas, Latinoamérica incluida. Tildadas rápidamente como naciones despóticas, de China y Rusia ni se puede hablar. Los brotes esporádicos de racismo, en Valencia y en todas partes, en el fútbol y en Israel, solo son la punta de iceberg de un desprecio de fondo que el entero arco parlamentario occidental, más en el norte frugal que en el sur, sostiene con la boca pequeña. De un tiempo a esta parte todos compiten por ver quién está más centrado en la correcta foto del sistema. De hecho, junto con la reiteración de la palabra negacionista, antisistema se ha convertido en un insulto temible usado por todas las facciones.

3) Narcisismo de masas

Se debe repetir que subsisten dos percepciones de lo que es la democracia, al margen incluso de las ideologías políticas. Sumergidas, existen dos intuiciones muy distintas de lo que somos. Mayoritaria dentro de este sistema dirigido por minorías, una entiende la democracia como un conjunto gigantesco de leyes que debe entrar en los resquicios de la vida, amenazando lo que antes se llamaban «libertades individuales» y catalogando de tiránico al mundo exterior. Del sexo al suicidio, de la alimentación a la natalidad, de la salud a la educación de los hijos, sobran ejemplos escandalosos de esta ferocidad biopolítica. Insultamos fácilmente a las «teocracias» exteriores, pero desde una empoderada biocracia occidental donde cualquier vitalidad independiente ha sido liquidada, subsumida en red. Otra orientación hoy menor, libertaria en el sentido clásico, entiende la democracia como la actitud de no depender de las instituciones e inventar localmente cómo vivir, qué hay que sentir y pensar cada día. Para esta sensibilidad democrática, defendida por Emerson y otros, la vitalidad queda fuera del relativismo de las instituciones, igual que Dios. Es obvio que esta comprensión, que no entiende la democracia como un régimen sino como una actitud primeramente fiel a un absoluto existencial, está hoy amenazada por el conductismo masivo que ha encontrado en los medios y las redes un poder equiparable a los totalitarismos de antaño. Solo que disperso, pues hoy las dictaduras encubiertas se ejercen personalizadas, mimando los estilos de vida en una especie de narcisismo de masas. Todo el mundo quiere salir en la foto, pero cada cual con su falda, su minoría o su corbata favorita. Es un escándalo que hoy resulte tan fácil saber las películas que no se van a ver, las noticias que no se van a escuchar, los libros que no se van a leer.

4) El cielo elitista de la agenda europea

Hace poco oímos a un artista decir que «desconfiaba» de la palabra libertad. La idea era que se debe cumplir una canonizada normativa, sin demagógicos experimentos silvestres. Está todo dicho. Ayuso no tenía más que retomar la palabra libertad, al modo escénico de los políticos, para conseguir arrasar a una izquierda antifoucaultiana que se ha hecho el harakiri con la corrección virtual y el moralismo pequeñoburgués. Antes de resistir en una laberíntica realidad popular, el progresismo triunfal ha creído superarla subiéndose al cielo elitista de la agenda europea. La peluquería de Úrsula von der Leyen, su permanente sonrisa ingrávida, contra el feísmo de los cuerpos comunes. Si Inglaterra es una nación pérfida, que lo es, no será debido a rebelarse contra este clasismo en el Brexit. Quizá no tanto en Francia o Italia, pero la obediencia española al dictado de esta casta de neopijos con sueldos de vértigo es clamorosa. Preguntémonos: ¿Por qué la derecha ignora a Han, por qué la izquierda odia a Badiou? ¿Por qué Boric, Feijóo o Sánchez desprecian en bloque a Maduro? Aparte de discutibles medidas políticas de este último, es su gesto populista el que resulta repugnante. Mientras tanto, la corte entera de vegetarianos que nos gobierna ama a Haneke: es decir, atiende a los bordes siniestros que nos hacen presentables. Dios quiera que Lula, AMLO y otros abran pronto las puertas de un populismo democrático que deje de satanizar a los pueblos.

5) Hartos de policía política

Sin duda, la derecha española tiene serios retos por delante. En primer lugar, la cuestión de la fortaleza internacional de un Estado acomplejado, fortaleza que ha de ser compatible con la variedad lingüística y cultural de esta vieja nación. Por otro lado, la relación con Latinoamérica, que desde Suárez y González está en un estado penoso debido a una patética vanidad europeísta. Un reto más es cómo ponerle freno a un capitalismo depredador de origen estadounidense para mantener una sensibilidad social. Esto al margen de la rentable precariedad, y de la demagogia minoritaria que complementa a la precariedad. Lejos de lo que decía hace poco un mediocre intelectual jugando a psicoanalista de masas, el común de las gentes no vota a la derecha «en contra de sus intereses», obedeciendo a una forma sadomasoquista de goce. Los profesores, acomodados en sus departamentos, ignoran que la gente común no ha recibido del sistema más que desprecio, obstáculos normativos y miseria económica. Los jóvenes votan a Vox porque el sistema nos les ofrece nada más que una miserable demagogia gestual. Y porque la actualidad progre es, además de aburridísima, extremadamente policial. Se pasa el día dictando normas de conducta para los cuerpos, cuando son las almas las que están arrasadas. Asomémonos alguna vez al consumo de ansiolíticos, al índice de suicidios.

6) Patologizar a las mayorías

La izquierda ha sido la vanguardia, tan artificial como la IA, en esta clonación virtual de la clase política. Baste decir que se permite acusar de radical y reaccionario a cualquier pesimismo que arroje dudas sobre la bondad teológica del Bienestar. A veces parece que la izquierda hegemónica no ha hecho más que aportar sangre fresca al capitalismo: derribar los últimos tabúes, incentivar la autopercepción, cuidar el aislamiento ecológico de los cuerpos, dictar unas leyes donde todo pueda ser elegido y construido, deconstruir las tradiciones populares… Despatologizando las minorías, la nueva izquierda woke ha sido audaz en patologizar la mayoría, la heterosexualidad femenina y masculina, el ansia de natalidad, el gusto por la carne, por la caza o la música popular.

7) Izquierda punitiva

En las recientes elecciones santiaguesas tenía gracia comprobar cómo el cartel de la izquierda socialista tenía literalmente un aire de derechas con un señor bien peinado, su sonrisa leve y emblema conservador tipo «Santiago Vai»… A la vez, el cartel de la derecha tenía un aire más jovial y desenfadado, con un joven candidato sonriente y medio despeinado. La izquierda se ha apalancado en un universo de control punitivo donde toda espontaneidad representa un riesgo de pecado. No es tan extraño que mucha gente normal, jóvenes incluidos, asocien a la izquierda con un régimen disciplinario que, además, «no da de comer». Y no lo hace porque, como máximo, está vinculado al cuidado elitista de lo alternativo y a la miseria de los subsidios mayoritarios. Más la interdependencia obligatoria, claro. Pero esta, mucho antes de la pandemia y de Sánchez, es el disfraz para una intromisión estatal que roza lo aberrante. Cuando un pequeño empresario, joven propietario de una granja de vacas, dice que vivimos en una dictadura plagada de normas, donde no se puede dar un paso sin pedir permiso, rellenar un sinfín de papeles y pagar, está hablando de una vergonzosa realidad sumergida que ha sido impuesta por la casta democrática. Es obvio que cierto PP es parte de una sordera estatal donde, con distintas ideologías y sensibilidades sociales, la posibilidad independiente de la riqueza sigue amenazada. Mientras los críticos de su gestión oficial eran acusados de negacionistas, la pandemia fue el laboratorio político para una gobernanza bovina cuyo miedo interactivo que va a costar mucho revertir.

8) La gestión obediente

Difícilmente podemos tener esperanzas en una clase política que se ha entregado de tal modo a la inercia correcta del sistema. Es difícil hacerlo peor que esta élite sectaria que solo se ocupa de los temas minoritarios en boga. En todas las cuestiones clave, incluida Europa, el papel de EE.UU. y la demonización de las culturas exteriores, la izquierda dice lo mismo que la derecha, aunque con la boca pequeña. La mera gestión no vende, se decía ayer, para explicar la victoria reciente de la derecha española. Así debía ser, primando también las ideas. Además, ¿qué gestión, la del reciclado de basuras y el bienestar animal? ¿La de los derechos del sexo sentido o el moralismo monjil del «Solo sí es sí»? ¿La gestión de las limosnas europeas para comprar la obediencia de las poblaciones, esta precariedad de una España de camareros? ¿La gestión del envejecimiento de la población, de la entrada de esclavos baratos, del vaciado programado de media nación?

9) Un moralismo esterilizado

Espectáculo aparte, Ana Iris Simón o Juana Dolores han dicho algunas verdades. El mimo de lo alternativo se corresponde con una furiosa demonización de las mayorías. La caza y los toros, la carne animal, la paternidad, la descendencia y la heterosexualidad son muy malas. Así como cualquier penetración, frente a las ventajas del onanismo en un joven que debe ser autosuficiente. ¿No es esto ultracapitalista? Para la moral empoderada es tóxico todo lo que no viene esterilizado y envasado. ¿Podrá recuperar el PSOE, a poco de las elecciones, la fuerza política y utópica de una ideología socialista que ha orillado hace mucho para aupar la tecnocracia de la agenda europea? Marx ya ironizó sobre este asunto. Y también Deleuze: «¿Cuándo la socialdemocracia no ha dado la orden de disparar si la miseria amenazaba con salir de su gueto?». Pero como la derecha se ha centrado en un aire de clase media, la violencia del sistema es cubierta por el narcisismo medio que nos une. El mensaje es la interactividad, el medio es el masaje. Todos queremos ser visibles, pues el orgulloso «primer mundo» tiene pánico a quedarse a solas con las afueras. El adelgazamiento de lo comunitario a manos del nuevo socialismo de corte científico ha sido una auténtica desgracia antropológica. Es obvio que necesitamos otro materialismo, una espiritualidad política atenta de nuevo al claroscuro de las afueras.

10) Esclavos con papeles

Necesitamos otra sensibilidad, que también se haría notar en la manida cuestión de la emigración. Uno de los argumentos que está detrás de la postura alegremente sensible en el asunto, aunque sostenida por quienes viven en urbanizaciones blindadas, es la necesidad de captar mano de obra barata para los trabajos que los españolitos de última hornada ya no quieren hacer. Así pues, necesitamos esclavos con papeles democráticos. Y además, también necesitamos vientres de alquiler, pues los hijos únicos de las blancas feministas no van a pagar la pensión de sus padres, los viejos españoles de mañana. Y hay otra cuestión oscuramente racial: para los progres defensores del universalismo militarizado de los Derechos Humanos, es normal que los africanos quieran venir en masa, al fin y al cabo quieren escapar de sus depauperados «países de mierda». También en este punto, el racismo humanista de la izquierda virtual ha renovado la vieja furia de la derecha real.

11) El “jardín europeo” y la carne asada de los otros

Lo queramos o no, se abre un nuevo relativismo político, un mundo multipolar donde nuestros hipócritas valores ilustrados, responsables de una inmensa explotación con matanzas, son cada día más discutidos. Hace casi veinte años, para sostener sus aspiraciones mayoritarias, la vanguardia minoritaria ya estaba mirando hacia otro lado cuando Baudrillard escribió: «Si ya no podemos escenificar nuestra propia muerte es porque estamos muertos. Y estas son la indiferencia y la abyección que planteamos como reto a los otros: el desafío de envilecerse a su vez, de negar sus propios valores, de mostrarse al desnudo, de confesarse, de admitir; en definitiva, de responder mediante un nihilismo como el nuestro. Procuramos arrancarles todo esto a la fuerza, mediante la humillación en las celdas de Abu-Ghraib o la prohibición del velo en las escuelas. Pero eso no nos asegura la victoria: es preciso que vengan por su propio pie, que se autoinmolen en el altar de la obscenidad, de la transparencia, de la pornografía y de la simulación mundial; que pierdan sus defensas simbólicas y emprendan por sí  mismos el camino del orden liberal, la democracia y el espectáculo integrales» (La agonía del poder). ¿Alguien da más? La materia prima de una «jungla» triturada, dice Baudrillard contra el socialista Borrell, sigue regando el «jardín» europeo. Este es el trasfondo de la sonrisa casi perpetua de Trudeau, Rishi Sunak o Sanna Marin: gracias a la carne de los otros, la sangre no volverá a correr en nuestras calles. Lástima que unos cuantos millones de franceses, quizá también de italianos y alemanes, no estén exactamente de acuerdo.

12) Proclamas angelicales, ferocidad sumergida

La división de la izquierda del PSOE, también dentro del propio partido, expresa el localismo personalizado en el que se basa el globalitarismo, donde las proclamas angelicales no pueden ocultar la lucha feroz por el poder entre las distintas castas y sus cabezas visibles. Hay alguna gente buena en todas partes, pero no es fácil encontrar en Podemos, en cargos elevados del actual PP o PSOE, personas con una mínima sensibilidad popular y dispuestas a mancharse para cambiar las cosas. En este pánico elitista a la sencillez: ¿sería posible entre nosotros un José Mujica? No beber ni fumar con frecuencia va unido a tampoco sentarse en un bar con gente que bebe y fuma. ¿Puede permitirse esta «vida sana» una taxista, un tractorista, una prostituta? En el sur hemos calcado un exclusivismo europeo, de origen furiosamente protestante, que le da la espalda a la gente corriente.

13) Neopijos

Vivimos bajo el dictado de veganos espirituales. ¿No es sospechoso que un líder socialdemócrata de Klagenfurt o Pozuelo hable inglés, la lengua del imperio global, de manera tan fluida? Ellas y ellos, a quienes apenas podemos imaginar llorando ante el cadáver de sus respectivas madres. Uno de los problemas políticos de Sánchez, al margen de que se esté de acuerdo o no con lo que dice y hace, es parecer un perfecto marciano, distante y envarado, entre los imperfectos habitantes de su vieja nación. Casi como Macron, con su sonrisa y su reloj carísimos en medio de una Francia harta. Parece que el papel del penúltimo poder político europeo, en su alternancia complejamente bipartidista, ha sido vaciar las naciones reales, hacer el vacío en torno a ellas. Ya en la Transición, el Partido Comunista era mucho más atento a las tradiciones populares, religión incluida, que esta élite de neopijos que vino de las filas del último progresismo.

14) Trump como coartada

Después de las elecciones, Sánchez no hace ninguna autocrítica seria. Solo la huida hacia adelante, acelerada: la amenaza de Trump, de las dos Españas y de la «extrema derecha», etcétera. ¿Van a tener razón otra vez Tiqqun y el Comité Invisible?: si el sistema no puede ofrecer nada afirmativo, pues es histéricamente antivitalista, solo se  puede salvar por sus enemigos. Ahora bien, Trump no es Belcebú, digan lo que digan los medios hegemónicos. Viajó a Corea del Norte, cosa que jamás haría el soñoliento Biden. Mantuvo bajo mínimos las tradicionales agresiones militares de la nación elegida por Dios. Incluso ahora promete acabar con la sangría de Ucrania en «dos días». Aunque la promesa sea demagógica e incumplible, no está mal que un candidato la haga. El propio Trump tiene mejor relación con el mexicano AMLO, que le echa de menos, que la actual administración demócrata.

15) ¿Podemos excluir a la «extrema derecha»?

Por otra parte, el referente de Vox no es Trump, sino Marine Le Pen, a quien El País (cosa que nunca haría con Abascal) dedicó hace poco una entrevista de dos páginas enteras. Muy distinta a su padre, entre otras cosas Marine Le Pen decía: «No somos de extrema derecha, nunca lo hemos sido». Y también: «Si esta guerra la gana Rusia será una catástrofe… Si la gana Ucrania, será la Tercera Guerra mundial». Tal como está la coyuntura, con una Europa enfangada en la estupidez sectaria de cuño angloamericano, ¿podemos permitirnos el lujo de prescindir de lo que hemos llamado hasta ayer «extrema derecha»? Obviamente, esta pregunta es incómoda. La cuestión es si hoy podemos seguir en la noria de los mantras habituales, con una inercia que ha convertido a España en una nación terciaria de subsidios y a la UE en una burocracia elevada, pero a costa de sus poblaciones.

16) Nueva “Ley del silencio”

Finalmente está el asunto, cada día más falso y opresivo, de la «libertad de expresión». Ejemplificado, pongamos por caso, en una joven que no puede presentar en la universidad un libro sobre su proceso de detransiciónharta del callejón sin salida a la que le ha llevado la medicina puntera para cambiar de sexo. Y esto porque la «asamblea de estudiantes» se lo impide, intentando agredirla físicamente. De hecho tiene que huir, sin poder hablar, escoltada. ¿No es hora de acabar con esta nueva ley del silencio, con la tiranía de unas exquisitas minorías policiales? Abandonando el amor por las criaturas terrenales, la derecha ya no parece creer en Dios. Tampoco la izquierda cree en los pueblos. Son dos caras de un idéntico nihilismo neoliberal, mundialmente binario, que nos ha hecho tan tristes. Se impone un nuevo relativismo ideológico y político que regrese a lo absoluto de otra espiritualidad, un opio del pueblo que nunca debimos dejar que nos arrebatasen.


Ignacio Castro Rey es filósofo, crítico de cine y arte, gestor cultural y profesor. Ha escrito ensayos como Lluvia Oblicua (Ed. Pretextos 2020), Mil días en la montaña (Roxe de Sebes) y Votos de riqueza (Madrid, 2007).

Artículo publicado en el diario Vozpópuli de España

 

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