No hay duda de que con el paso del tiempo la locura y las aventuras grotescas se multiplican en todo el planeta. Y no me refiero a las identidades ideológicas fascistas que crecen por aquí y por allá: Italia, Israel, España, Hungría, Rusia, Polonia, Bielorrusia, y sobre todo la Norteamérica trumpista… para solo citar algunos países suficientemente desarrollados, grandecitos, como para comportarse al menos decentemente, humanamente. No, me refiero a casos rayanos en la locura, los gags tragicómicos más impensables que ahora menudean por aquí y por allá, de diversas ideologías, aunque entre uno y otro espacio haya siempre un vínculo posible. Chaplin no creo que haya tenido que esforzarse demasiado para parodiar maravillosamente al asqueroso y demencial Adolfo Hitler.
El escándalo reciente de Colombia, el más reciente, el del embajador en Venezuela, Armando Benedetti, es para el mejor palco. Y para mí es difícil de entender del todo, hasta hoy miércoles en que proso estas líneas.
Pero antes me voy a dar un pequeño reconocimiento porque pienso que fui uno de los primeros venezolanos que, sin previo conocimiento, señaló la personalidad alocada, narcisista, adulona, tramposa, canalla del embajador que tanto estruendo estaba causando a su llegada al país. Además, me imaginaba lo que significaría la mezcla con los muchachos del barrio, la banda de Miraflores y adyacencias. Y la cosa ha resultado aparatosamente absurda, pero tiene un lado humorístico que no habría por qué no disfrutar si padecemos tanto en este sombrío país.
Y eso que -repito- no entiendo bien el acontecimiento en cuestión, y mira que he leído mucho al respecto y confieso que sin poder controlar ese cierto deleite. Y, esperando, que probablemente pueda haber novedades todavía mayores que las habidas, por ejemplo, que el embajador enloquecido confiese unos pecados electorales terribles, cometidos por los tres actores mayores del peculiar acontecimiento, según propia amenaza.
Lo que no entiendo es, por ejemplo, que si la empleada doméstica de Benedetti era sospechosa de haberlo robado, se la pasó a su entonces fraternal asistente, Laura Sarabia, la ahora poderosísima prima donna del gobierno, y supuestamente esta fue robada por la misma empleada e investigada al margen de la ley, pero Benedetti, créalo, la volvió a contratar para cuidar a su familia en Caracas. Muy raro. Pero es una trama lateral, al parecer secundaria.
Pero la historia mayor es que durante la campaña electoral eran un trío fraternal e inseparable y por último victorioso. Aquí hay un montaje muy torpe porque si bien sabemos que Sarabia pasó al más alto poder y a Benedetti lo mandaron a Venezuela, a entenderse con Maduro, no sabemos por qué si era el segundo en la jerarquía. Sino que en su furia desatada y sin límites (se compara con un tigre y con Bin Laden), por teléfono grabado, al parecer solo alega que lo dejaron sentado en el palacio de gobierno, esperando cuatro horas, el mayor desprecio. Y como si fuera poco con rinitis. Falta en este montaje demasiado laxo y vacío, torpeza guionista, que aunque quede claro que su asistente de antaño lo desplazó en el afecto de Petro y pasó a ser discretamente relegado, considerándose el as del triunfo electoral y a la señora Sarabia una segundona, no se dan razones de este desamor, a su parecer injusto y vil.
Y el gran suspenso. Amenaza, igualmente grabado y público, con revelar un secreto secretísimo de la campaña electoral que acabaría con los tres, suicida pues en lo que a él concierne. Y que, también parece ser que se refiere a alguien que dio unos millones para la campaña. Que ha de ser bicho muy sórdido para tanto tapujo y que hace pensar a muchos en el narco que tanto florece en nuestro país hermano.
Agreguemos que el canciller de Colombia da por bueno el que el embajador se ha confesado consumidor de drogas, por tanto no hay que creerle nada. También podría ser, una desmedida dosis.
En definitiva, un entretenido espectáculo.
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