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¿Es posible contrarrestar el avance chino?

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En febrero de este año Joe Biden fue terminante cuando, con motivo del episodio del globo aerostático chino que se presumía observaba las ciudades norteamericanas aseveró: “China amenaza nuestra soberanía. Decidimos actuar para proteger a nuestro país. Y lo hemos hecho”. En efecto, el globo fue destruido por aviones de caza del Departamento de Defensa… pero el acto, sin duda, fue puramente retaliatorio.

La realidad es que Washington ha sido defensivo frente a China y, al menos en lo atinente a su presencia en Latinoamérica, la carga de proactividad norteamericana ha sido muy poca. La Casa Blanca comienza ahora a percatarse de que China ha estado ocupando los espacios nacionales que Estados Unidos no ha sabido solidarizar a lo largo de los últimos años en su propio detrimento.

De acuerdo con un reporte del Servicio de Investigación del Congreso de Estados Unidos -órgano no partidista que sirve a los comités del Congreso con información relevante sobre temas de interés para el legislativo y ejecutivo- las actividades del Dragón Rojo en nuestra región no tienen como objetivo desafiar a Estados Unidos directa o militarmente. Ello es lo que explica la indolencia de los Estados Unidos frente a un eventual avance chino. Existe en ambos partidos la convicción de que, en el área militar, China no ejerce, ni tiene dentro de sus prioridades ejercer una influencia en los países del patio trasero de Estados Unidos. El liderazgo de Estados Unidos en ese terreno no se encontraría, pues, en juego.

En el Departamento de Estado consideran verdad de fe que el compromiso de China con los países de la región, a pesar de haber crecido significativamente desde inicios de este siglo, no va más allá del financiamiento y participación en obras de infraestructura, además del importante comercio que se genera en los dos sentidos. Con ambas cosas China se asegura una cierta fidelidad de los gobiernos, pero lo que los separa de conseguir una coerción externa de significación son las profundas diferencias políticas, sociales y culturales y las barreras del idioma con las que China se topa en las naciones centro y suramericanas.

Sin embargo, para esta hora ya es evidente que las deudas con el gigante asiático que penalizan los presupuestos de un número creciente de países del área son suficientes para conseguir que la mano de los delegados latinoamericanos en eventos de las instituciones internacionales se alce a favor de las tesis chinas.

Por todo lo anterior, es imperativo un cambio de orientación en la diplomacia de Washington hacia la región en el futuro inmediato. Ya se habla no de anudar las relaciones bilaterales con nuevos empréstitos ni comercio creciente –China indefectiblemente terminará por sobrepasar los volúmenes de comercio que exhibe Estados Unidos con sus socios latinoamericanos– sino, por ejemplo, emprender una tarea generalizada de subsidios a actividades de significación económica y social en países que lo necesitan desesperadamente.

Ello es esencial para todos y, por igual, para las corrientes izquierdizantes y “progre” que recorren Latinoamérica. Sería esta una forma de incentivar la sintonía con Estados Unidos y poner los vientos a soplar a su favor.

Pero la realidad es que haría falta mucho más que esto. La Casa Blanca debe  preocuparse seriamente de contrarrestar la influencia tecnológica que China, sin mostrarlo mucho, está desplegando dentro de nuestras fronteras.

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