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Vienen los chinos

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El gran André Breton confesaba que le gustaban las películas muy malas (sic), se había hecho un verdadero erudito en ese detritus que conmovía su cerebro surrealista. Como si fuera poco solía comer, lo que se llama comer, durante la función produciendo una generalizada y sonora protesta en el resto de los espectadores y que él ignoraba olímpicamente. No en vano se es el Papa de uno de los movimientos artísticos, y humanistas, más importante de los últimos dos siglos. Bueno, resulta que entre tanto retorcimiento fílmico, la obra mayor, la consideró una en que un chino construye una máquina con la que logra reproducirse a sí mismo sin ningún límite y provisto de este artefacto inefable, divino seguramente, decide conquistar el mundo.

En vano los ejércitos del planeta trataron de combatirlo. Moría, naturalmente, por millones, pero el aparato reponía con creces su persona que conquistaba cada vez más países y países. La escena más maravillosa –posiblemente de la historia del cine- según el visionario escritor, era la cara del presidente Roosevelt cuando ve que entra a su oficina el chino seguido ad infinitum de sí mismo. Para no ir más lejos, la película era una metáfora de dos ideas circulantes, la cantidad inmensa de chinos existentes que algún día serían un evidente y real peligro para el planeta, y el mito de que todos los chinos son iguales físicamente.

Cuando oigo hablar del Camino de  la Seda, una manera de construir muy sui generis, por tierra, agua y aire, un sendero para llevar a todo el planeta la mercancía de todo género que produce el ahora gigante y poderosísimo país, me acuerdo de la película de Bretón. Lamento que no veré la escena cumbre, soy cinéfilo, en que el inagotable chino entre en la Casa Blanca y se tope con el desconcertado Joe Biden de turno. Pero tengo la sensación de que mi nieta, Luciana, alcanzará a verlo.

Con respecto a la igualdad de los chinos, muy frecuentes aquí, cuando eran pobres y se dedicaban a las lavanderías y los restaurantes –estos comederos llegaron a ser más venezolanos que los criollos y la lumpia superó al pabellón. Se decía que cuando alguno moría pasaban de contrabando otro igualito. Nuestro gran urbanista Marco Negrón me dijo un día que en nuestro adorable país, adorable sobre todo ahora, el mejor indicio, el más científico, de que un pueblo se convertía en ciudad era la aparición de un restaurante chino. No lo dudé un instante. Valga esto también como una premonición de lo que ha de venir.

Con respecto a los chinos hechos en serie. Y nosotros para ellos. Estábamos un día en Corea del Norte, cuando éramos ñangaras, Pedro Espinoza, Eloy Torres y el que escribe, más diferentes físicamente difícil, visitando un kínder que era el mejor del mundo –allá todo es lo mejor del mundo y todo lo hizo entonces Kim Il-sung–. Los carajitos no cesaban de reír y cuchichear. Hasta que le preguntamos a nuestra guía (las coreanas son preciosas y dulces) de qué hablaban los críos. Ella se sonrojó, bajó la vista y dijo: que ustedes son igualitos y tienen ojos de vaca. Un nuevo desquite entre asiáticos y occidentales, que contará.

Todos estos cuentos algo tontos, para decir amenamente, lo que los teóricos andan diciendo, que lo que viene es el match entre Estados Unidos y China por la corona mundial y que vaya usted a saber qué pasa con tantos jugueticos nucleares y querellas por lo que va a ir dejando para repartir el cambio climático y de qué lado va a ser más inteligente la inteligencia artificial. Y muchos apuestan a los de los ojos rasgados.

 

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