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Poemas de Kaira Vanessa Gámez

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Por KAIRA VANESSA GÁMEZ

Ojos Negros

Soy del reino donde la noche se abre repentinamente.

hanni ossott

 

¿Qué de mí alberga ese rostro

incipiente y minúsculo

asido a la inmundicia

de La paz y el encanto?

 

Respiro su pavor

desde la noche ausente

del futuro.

 

Es oscura el aura de la quebrada.

La brisa arrastra tus apellidos

me los deshace.

 

Yo no pedía el silencio.

 

Cúbrete, abuela

por favor, revístete.

 

El tiempo oscuro

engulle las sombras

de mi patria.

Intuyo Un Río

un borde

y en mí misma

un andar que fue de aquí

antes de ti.

 

El suelo me devuelve mi cuerpo.

 

Parece mía

la voz oculta entre las piedras.

He Venido Sin El Alba

a ofrecer la sola letra, a saber desde dónde.

 

Tranquila

los mapas no revelan al que va.

 

Vine sola

buscando

lo que en mi voz se ahuyenta.

Exequiel

En el nombre del Padre

te bautizo dormida

unjo el agua del río que se lleva la casa.

Blanca, va lejos

y tú con ella, mallando los espantos.

De madrugada juntas sus restos

la rehaces.

Me quedo

para verte acoplar

el bahareque desnudo que alojó a mi familia.

Tú no lo sabes

desconoces mi rostro transeúnte

anochecido

no sabes que mis nombres no llegaron

a emerger del río

que aún se lleva la casa.

¿Qué fuerza agita en sus aguas

este rumor de sombra?

¿Quién secuestra su vieja lengua

para llamarte?

 

El tío

serena evocación de la abuela.

 

No

no soy yo la casa

ni tu nombre

pobremente soy quien te sumerge

en una oración clara

 

en las aguas

donde sanas

la mañana casi sorda

de mi madre.

Bisabuela

¿Fue tu hermana, Exequiel?

¿Fue tu hermana quien dejó lo oscuro en mi garganta?

¿Es de ella este velo hondo hacia ninguna parte

la penosa voz de naufragio

bajo la cama?

¿Fue en la borradura de su nombre donde comenzó mi libro?

¿De qué es madre un lugar vacío

en la memoria?

 

Escribo con las manos de la abuela

un silencio remoto

que llora

una región que, como yo

no se pertenece.

 

María del Carmen

voz jamás oída de mí. Otra.

 

Tal vez ella también

ignorara

mi nombre.

Mireya

La tormenta olvida sus vehemencias

sobre los diecisiete años de piel callada.

Abdica, como un beso clemente, al tocar su cuerpo.

 

Los ojos de la niña que pare

rasgan la oscuridad en la que están todos los ojos.

En su rostro pequeño: la verde savia de la noche —coagulada—

un nido posterior a la medianoche y anterior al amanecer.

 

Los ojos de mi madre hablan despacio

diluyen el lenguaje de la madrugada.

Con el silencio hundido en sus raíces

cantan

y se conduelen de la noche

como si por ella quisieran

suturarse a sí mismos.

 

Mi madre es de la noche su herida vigilante.

El sol se levantará siempre después de ella.

Luis

Tengo una herida siempre verde

que reconoce el filo

del nombre oculto en la neblina.

amelia biagioni

 

Tu nombre no nombra la historia

de la ciénaga

que muere en mis ojos.

 

No has sido tú.

No fuiste.

 

Cada noche

amanece en mi cuerpo

un decir

que no te nombra.

Dejarla

y a mí con ella

en el desván

en la conciencia de las Matheus

—por nuestro bien—

 

para que coma

y me duela

cada letra.

José

Mil novecientos treinta y cuatro.

 

Nace el padre

su caída

la mirada de todos mis tíos

mi paso

 

hacia Cojedes.

 

Los Matute son los dueños de su cielo

de la lengua en la que Amalia desvaría

junto a un niño

que aún no es José

 

o mi hijo.

 

De los Matute

no llevo el nombre

pero lo que nazca de mí

 

ya lo tiene.

El antes tiembla

por mi causa en esta hoja.

 

 

Me avergüenza no poder oír.

Su nombre.

Fotos que no existen

escamotean la penumbra de mi memoria.

Ya casi no revuelvo los cajones

—arruinados

por mi codicia—.

 

Sé de un hábito roto

una mirada huérfana

una lengua humana

silente entre las cartas.

 

Urjo por serme audible

pero hay en ti lugares

que no pueden decirse.

 

No siento miedo cuando me hablas de las monjas

no siento miedo

cuando me hablas

solo vuelvo a los cajones

para despertar

de mis pesadillas.

los hombres que me rodean se suicidan

disuelven sus voces en cerveza

desafían con su muerte al ojo de la casa

toman mi mano

no hay nadie más que pueda llevarme a casa

que pueda.

 

De vez en cuando

como un silbido deforme

alguno aún retorna desde su renuncia

desfigurados por la edad de su miedo

intentan hablarme.

Los reconozco

porque han perdido sus lenguas

algo tras sus rostros

los ha dejado vacantes.

 

En el lugar más hondo de mi casa

bebe otra estirpe de criaturas sin palabras.

 

En algún momento fueron hombres

ya dejarán de intentarlo.

Digo en el diván

—He soñado contigo.

 

Silencio en mi silencio.

 

—Volábamos en un avión sin asientos ni tripulantes.

Al borde, la tempestad más mía y tus manos

ofreciéndome un vale para saltar en paracaídas.

 

Intento retomar el hilo de la explicación

pero insistes

espejándome

 

—Vale-para-caídas.

 

Me niego.

No puedo decir nada sobre eso.

 

Temo ser el abismo

que respira en mi cuerpo.

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