Por lo general suelo entregarme a lo que, a falta de una denominación más precisa o exacta, se me ocurre llamar «reflexiones intempestivas» a la manera del pensador alemán Friedrich Nietszche. Las más de las veces son pensamientos o mejor dicho, formas larvarias de informes de pensamientos que se me insinúan o manifiestan al modo de un tic tópico que se muestra aparentemente inconexo pero insistente que viene y se retira de mi cabeza cada cierto fragmento de tiempo, digamos cada media hora o tal vez un poco más. Eso que presiento es un anteproyecto de idea que se resiste a abandonarme y que, antes por el contrario, insiste y persiste en tomar posesión de mis áreas neuro-psico-motrices de pensamiento, termina por obserderme y someter mi voluntad intelectual a los por lo general caprichosos vaivenes e ires y venires de la intempestiva y desapariciente idea que no tengo la más mínima duda tambien ella lucha denodadamente por colonizar mis territorios del pensar y de aprehender lo real por intermedio de mis capacidades aprehensión neurocerebral.
El carácter y naturaleza intempestiva de mis obsesiones del pensar se columpia pendularmente de temas abstractos y metafísicos, tales como el origen de Dios, el tiempo, el discurrir del hombre sobre la tierra, los sueños y sus impactos y huellas sobre la vida cotidiana del hombre, la angustia de saberse finito y transitorio en este puntito azul que llamamos planeta Tierra, el amor, la esperanza, el desasosiego que causa la certeza de la precariedad del ser inexorablemente orientado al no ser.
Sé, lo sé con meridiana claridad, que el acto de pensar consiste en desatar nudos hipotéticos sobre lo que en determinado momento estimo es la realidad o lo que considero es para mí eso que mis congéneres denominan «realidad». En la medida que me abandono al rumiar una idea, cualesquiera ella sea, algo en mi interior empieza a experimentar pequeños quiebres o disoluciones. Lo que en un comienzo del asedio a la idea se me presenta cual algo sólido y coherente u homogéneo el mismo proceso del pensar se va encargando de someter a la duda dudante implacable y sin tregua. El proceso de pensar ocurre en mi según un peculiar itinerario psíquico-mental que arranca más o menos así: estoy echado en un mueble imaginando el incesante fluir de las aguas del río de mi infancia y las imágenes se desplazan por mi mente sin orden ni concierto, sin una aparente concatenación lógica, mi espíritu alza vuelo hasta parajes aparentemente olvidados que yo creía en mi incorregible ingenuidad olvidadas; entonces la noción de agua, de tiempo, de inexorabilidad movimiental se activa en mi mente como un efecto disparador de imágenes asociadas o conexas a un cierto devenir que me implica y en el cual me siento inevitablemente involucrado o compelido a pensarme en/concordancia con dichas imágenes referidas. Por ejemplo, cuando pienso en el río, por asociación de imágenes correlativas al cuerpo de aguas que no se repiten nunca a sí mismas, mi mente se exilia de mí y se avienta a lejanos parajes que bien pudieran estar en las orillas del Tigris o del Eufrates, también suelo pensar el río incesante de Heráclito, o en el río indomable de mi adolescencia, mi Orinoco soberbio e indómito y en sus infinitos brazos del alucinante Delta que pugna con denuedo por ir a la mar océana que es el morir.
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