Por NICOLÁS MELINI
No puedo ni debo comenzar a escribir sobre Ernesto Pérez Zúñiga sin recordar que es un viejo gran amigo. Los que como yo le conocen saben que se trata de un ser especial tanto por su elegancia como por su saber hacer. Es una de esas personas que, desde el liderazgo, tratan de ser justas y no cejan en el empeño de perseguir la verdad. No es poco, en un mundo en el que los valores más sólidos parecen haberse diluido tanto, sustituidos por valores trampa o por valores que no lo son. Ernesto Pérez Zúñiga es la voluntad de mejora de todo aquello que, por razones de profesión o de amistad, entra a formar parte de su cometido. Estas, claro, son características propias de un líder. Ahora que tanto se denuestan las jerarquías, no hay más que tener como referencia a alguien como Ernesto para comprender la importancia de que los mejores se encuentren al frente, simplemente porque los mejores, como Ernesto, nos hacen mejores a los demás.
He tenido la suerte de ser testigo lector, a lo largo de los años, de su trabajo como narrador y poeta. Todavía recuerdo cuando sacó su libro de cuentos, Las botas de siete leguas y otras maneras de morir (2002), previamente a su primera novela, Santo diablo (2004). El editor de Punto de Lectura no estaba seguro de publicar el libro porque era de cuentos y los cuentos no se vendían, pero Ernesto porfió: claro que se vendería, había que creer en que aquel primer libro de narrativa suyo se vendería, y consiguió la publicación. Por aquellas mismas fechas de 2002 había obtenido el Premio Comunidad de Madrid de poesía, lo que le llevó a publicar en Visor su libro de poemas Calles para un pez luna. Aunque Ernesto Pérez Zúñiga ya había publicado algunos libros antes, yo tengo la sensación (tal vez condicionada porque fue entonces cuando lo conocí) de que allí comenzó su carrera literaria y de que es en esos tres libros —cuentos, poemas y novela— donde se encuentra el verdadero germen del escritor que hemos ido descubriendo a lo largo de los últimos 20 años. El cuentista dio paso al novelista, no ha vuelto a incidir en el género breve, pero la poesía se mantuvo y la novela se convirtió en su género. A Santo diablo siguieron las novelas El segundo círculo (2007), El juego del mono (2011), La fuga del maestro Tartini (2013), No cantaremos en tierra de extraños (2016) y Escarcha (2018). Y a Calles para un pez luna siguieron los libros de poemas Cuaderno del hábito oscuro (2007) y Siete caminos para Beatriz (2014). La publicación de sus libros de poemas se espació, prevaleció la novela, pero su poesía es el núcleo duro de su palabra e irradia la misma impronta de autor que su ficción, algo que resulta excepcional entre los narradores-poetas o poetas-narradores de la actual literatura en español. Para mí que esa impronta se despliega a partir de esos primeros libros de los primeros años del siglo XXI, y lo hace desde una raíz que es la literatura en español de nuestra tradición (Garcilaso, Góngora, Quevedo, La Celestina, El Lazarillo, El Quijote, y, por supuesto, El marqués de Bradomín de Valle-Inclán y Valle-Inclán en su conjunto, García Lorca, Onetti, Mateo Díez…), para, poco a poco, libro a libro, ir ganando una simplicidad que engrandece sus obras, al mismo tiempo que incorpora otras influencias a su núcleo de tradición literaria, como sucede en El segundo círculo con Dante y La divina comedia, y en No cantaremos en tierra de extraños con el western del cine clásico estadounidense.
Ernesto Pérez Zúñiga es un novelista de personajes que se adentran en la niebla, que se sitúan al borde de la realidad o donde la ficción es un precipicio. Allí adonde sus personajes miran, siempre hay un atisbo de algo, un aquello por descubrir, una fuente de verdad luminosa pero terrible que atrae al personaje y, con él, al lector. Al otro lado del precipicio al que se enfrentan el autor y sus personajes se encuentra, acaso, la verdad, el conocimiento más terrible, la ambivalencia de las cosas, el bien y el mal. No cantaremos en tierra de extraños —novela suya que he venido a recomendarles aquí— no es un western porque lo diga su autor en una nota de agradecimientos al final de la edición, sino porque se siente desde la primera página y luego en cada una de ellas, aunque se enmarque en otro contexto histórico, la posguerra española, y suceda en otros territorios, Francia y España, que el western cinematográfico. En la novela, la violencia se desata y las balas silban sobre nuestras cabezas y suceden los héroes con toda su épica y los villanos con toda su maldad, y el amor mueve a los sanos de espíritu, y los celos y el resentimiento a los canallas. El maestro que ya es Ernesto Pérez Zúñiga consigue que vivamos un tiroteo sin una sola descripción, solo con el diálogo:
“—Otra vez, ¿Manuel?
—Mientras me dan a mí no os dan a vosotros.
—Tienes más vidas que un gato. ¿Dónde ha sido ahora?
—No es nada, otra vez en el brazo izquierdo. Puedo disparar. La bala no está dentro.
—¿Quieres que te la venda, papá?
—No, cariño, quiero que te agaches mucho, pégate a la nieve.
—¿Nos van a matar, por qué nos quieren matar?
—No llores, cielo, no nos va a pasar nada. Túmbate.
—Aquí vienen. Dispara a los caballos.
—De acuerdo, Doc.
—Le has dado, coño, qué tiro.
—Pobre bicho.
—Pero el hijo de puta se levanta.
—Ahora utilizará el caballo para cubrirse.
—El otro desmonta.
—Dale
—Es muy difícil con esta herramienta, están muy lejos. Ellos, en cambio, tienen fusiles. Pero no se atreven a asomarse.
—Hija mía, escucha, ¿ves aquellos árboles? Corre hasta allí y después no pares.
—Sí, buena idea, es el momento. La frontera está ahí, detrás de ese bosque.
—No llores, corazón, haz lo que te estoy diciendo.
—No, papá, yo me quedo contigo.
—Dispara, Doc, que no la vean. ¡Correo te he dicho!
—Dispara tú también, Manuel. Vacía el cargador, que no levanten la cabeza.
—Hijos de puta, ni se os ocurra asomar ahora.
—Hostia, le has dado al otro caballo. Hoy alguien dispara por ti.
—Se me han acabado las balas.
—Recarga.
—No dejes tú de disparar.
—Están acojonados. ¿Cómo va Bea?
—Está entrando en el bosque. Lo va a conseguir.
—Cuidado, ahí aparece uno. Baja la cabeza, me cago en todo.”
Y así continúa la escena, sin una sola acotación, tan sencilla y magistralmente que uno la vive. No fue el cine el que inventó eso de vivir las historias, sino la literatura. Tampoco lo de verlas, sino la literatura. Hay más imaginación en la palabra que en la imagen.
Tal vez 20 años de escritura no sea nada, pero son muchos los escritores que en 20 años hacen toda su obra, y a Ernesto Pérez Zúñiga, previsiblemente, por fortuna, todavía le quedan por delante los mejores años de escritura. Los primeros 20 los ha aprovechado con creces. Animémosle a que siga así, haciendo el camino.
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