Diego Rísquez fue por mucho tiempo una rara avis de la cinematografía venezolana. Al menos en ese tránsito de su trabajo creativo que se inicia con A propósito de Simón Bolívar y Poema para ser leído bajo el agua, sus primeros filmes de cortometraje hechos en Súper 8, y concluye con Karibe kon-tempo, la última de sus películas experimentales.
Lento, pictórico, silente y alegórico
Durante este período, de 1976 a 1995, que podríamos llamar su etapa alegórica, Rísquez es un cineasta absolutamente libre. No está sujeto a escuela alguna. Le da rienda suelta a sus caprichos estéticos. Y comienza a cimentar lo que, a la larga, se convertirá en un programa personal de reconstrucción del imaginario histórico venezolano a través de filmes sobre sus figuras legendarias y su iconografía fundamental.
Desde el comienzo, su creación se hace a contracorriente, o mejor, al margen de los rasgos definitorios de la naciente cinematografía venezolana que encuentra sus primeras señales de identidad en Cuando quiero llorar no lloro, de Mauricio Walerstein, Soy un delincuente, de Clemente de La Cerda, y La quema de Judas, de Román Chalbaud. Un cine que nace marcado por una estética de lo popular urbano, contemporáneo, entusiasmado por el relato de acción, comprometido con una perspectiva política crítica de izquierda e, irrefrenablemente, ruidoso y parlanchín.
Ninguno de esos ingredientes lo encontramos en la apuesta que comienza a jugar Rísquez. Su cine va por otro camino. Es lento. En extremo. Y silente. Hasta la mudez. No lo tienta la seducción “chaulbaudiana” por las pensiones, los burdeles y las cuevas de malandros. Todo lo contrario: es, casi que rebuscadamente, preciosista, pictórico y de época, apasionado por el cuidado del detalle estético, los frescos murales y la emotividad del paisaje geográfico.
No recurre a estrellas de la actuación, prefiere que sus personajes los representen actores no profesionales. Y, lo más decisivo en términos sociológicos, es un cine que no pretende denunciar nada ni a nadie. Sin guerrilleros, malandros y prostitutas, como la opinión pública de las décadas 1970 y 1980 había estigmatizado, no sin razón, las temáticas dominantes en el cine nacional de entonces.
Más que historias de acción, o la puesta en escena de relatos que siguen las normas de la dramaturgia cinematográfica clásica, sus películas son una secuencia de escenas pictóricas, de cuadros plásticos, con los que el autor pretende entrar en comunión con nuestro inconsciente colectivo. No dialoga con los hechos, pretende hacerlo con su sustrato emocional y estético.
Por esa razón quizás, su versión del “padre de la patria” en Bolívar Sinfonía Tropikal no es la del personaje napoleónico, viril y apolíneo al que nos acostumbró el culto forjado en el siglo XIX por los dictadores militares. Su Bolívar anda sin pedestal, es un soñador y delirante, extraviado entre los accidentes geográficos extremos de la geografía gran colombiana.
Por la misma razón, los conquistadores de Amérika Terra Incógnita no son una horda de genocidas hechos a imagen y semejanza de Las venas abiertas de América Latina, sino sagas de aventureros deslumbrados por un nuevo paisaje, humanidad inédita y una fauna llena de enigmas deslumbrantes. Ambos filmes, los más acabados de ese período, más que historias lineales del descubrimiento de la geografía amazónica venezolana por los europeos o de la gesta independentista de Bolívar, son secuencias de alegorías, murales en movimiento, juegos florales posmodernos.
Bautizó sus películas de entonces A propósito de la luz tropikal, Karibe kon-tempo, Amérika Terra Incógnita, Orinoko Nuevo Mundo. En esos títulos, y en el uso caprichoso de la K, se puede adivinar la materia prima de su creación. Una obra que pareciera alertarnos que no lograremos comprendernos plenamente a nosotros mismos si no nos reencontramos con el imaginario resultante del encuentro entre la desconcertada mirada europea y el universo originario, la naturaleza y la cultura, que los conquistadores encontraron en este mundo nuevo al que las palabras y patrones de la vieja Europa no alcanzaban a explicar con propiedad.
Tal vez de allí su fascinación por la K. En ese desplante, creo adivinar, generaba una especie de ardid semántico para cambiar el sentido de aquello que nombraba. Porque, por ejemplo, “Caribe”, con la C castellana, suscita evocaciones muy distintas a “Karibe”, con la K usada por los primeros etnógrafos que trasladaron los fonemas de las lenguas indígenas al alfabeto español. La K remite a Kamarata, Kanavayén o Kukenán, los nombres de nuestros grandes ríos y montañas sagradas de la Amazonia venezolana. A una memoria perdida en el tiempo.
Históricos, geniales y outsiders
Lo seducía la memoria histórica. Por esa razón, entre los años 2000 y 2015, en la que podemos considerar su etapa de crónica historiográfica, la que va de Manuela Sáenz, la Libertadora del Libertador a El malquerido, se dedica a indagar en la vida de otros personajes claves de nuestra historia y nuestros imaginarios.
Primero, se las ve con Miranda, el pionero de la emancipación americana. Luego, con Reverón, el artista outsider, el loco de la casa, el genio que abandonó el mundo palaciego oficial de las bellas artes para dejarse cobijar por la luz del Karibe en su refugio de Macuto. Y, al final, Felipe Pirela, el bolerista de América, ídolo y mártir de la bohemia caribeña, del show business internacional.
En esta etapa sus películas tienen guiones con relatos estructurados como manda la industria. Sus personajes los encarnan actores profesionales: inolvidables Beatriz Valdez en Manuela… y Luigi Sciamanna en Reverón. Sigue cuidando sus puestas en escena. Preciosistas como, al final de Manuela, la casa incendiándose a orillas del mar. O alucinadas y juguetonas, como en el inacabado lenguaje, casi de cómics, de Miranda.
Pero, hay que advertirlo, esta preocupación por nuestros grandes personajes de la política, las artes y el espectáculo, nada o poco tienen que ver con el santuario de héroes impolutos de la historia oficial cultivada desde el siglo XIX por el poderío político militar.
Miranda es un derrotado que termina sus días encarcelado. Reverón un alucinado que rompe los moldes del buen burgués y se extravía en los laberintos de artista maldito. Y, aunque no quiso abordar a fondo el dilema homosexual de Pirela, estamos ante la historia de un personaje exitoso pero con final trágico. Se trata de seres que son a un mismo tiempo outsiders y triunfadores convertidos, al final de sus vidas, en fracasados o extraviados. Como el país de hoy, podríamos agregar.
Entre el hecho histórico y la interpretación alucinada
Diego Rísquez ya no está. No ha transcurrido tiempo suficiente para evaluar con distancia crítica la representatividad de su obra fílmica. Pero tres cosas me quedan claras.
Una, que fue el creador de un universo y un discurso cinematográfico propio que nos permite hablar hoy de una “estética Rísquez” con un sello autoral muy evidente. Dos, que fue el pionero de una metodología de interpretación de nuestra historia y nuestra cultura por vía de la indagación en las representaciones visuales, en las libretas de los viajeros coloniales y en los pintores creadores de la nacionalidad –Tito Salas, Arturo Michelena, Cristóbal Rojas– para hurgar cognitivamente en un espacio de lo no dicho. De lo que no logramos pronunciar con palabras.
Ahora que la polarización política y la decadencia nacional lo marcan todo, cuando constatamos que muchos de los pioneros del nuevo cine nacional llevaban oculta tras sus espaldas un hacha para contribuir a la destrucción de la democracia para luego convertirse en sacerdotes fílmicos de su entierro, constatamos que Diego fue en perspectiva un cineasta muy honesto.
Es la tercera idea, no se prestó para ser predicador activo ni en contra de la democracia ni a favor del militarismo que la sustituyó. Porque, al final, emulando aquella frase de Cien de años de soledad en el momento de creación de Macondo, nuestro autor se acercó a sus temas con el candor de quien cree que el mundo es tan reciente que ni siquiera se debe saber aún cómo nombrarlo.
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