Por mucho que la martirizada Bajmut no sea otra cosa que una ciudad más en la disputada provincia de Donetsk, de Ucrania, le cabe el dudoso honor de que sobre ella haya gravitado la ofensiva rusa de los últimos meses. Una ofensiva lenta, cuyos resultados se han medido en manzanas –me pregunto qué diría Rommel de esta curiosa unidad de medida– pero que, convenientemente publicitada por el Kremlin, ha jugado un importante papel en la campaña que de verdad importa al presidente Putin: la destinada a mantener viva la esperanza del pueblo ruso.
Por eso, no es de extrañar que las recientes retiradas del Ejército de Putin en los flancos de la ciudad, de un valor táctico solo relativo pero magnificadas por un airado Prigozhin a quien no auguro una vida larga, hayan obligado al Kremlin a intensificar los bombardeos de las ciudades ucranianas. A falta de buenas noticias del frente, esa es la única carta que le queda por jugar para satisfacer a los descontentos con la marcha de la guerra, que en Rusia, al menos en los espacios informativos dominados por las redes de Telegram, son legión.
Fracasada la torpe campaña contra la infraestructura energética ucraniana –sin que, por cierto, conste ninguna víctima mortal a causa del frío– surge la pregunta: ¿qué bombardear ahora? No sirve el frente, donde los objetivos son móviles, están dispersos y rara vez justifican el coste de los misiles más sofisticados. Donde, además, no hay cámaras de televisión para mostrarlos al mundo. Si hay que dar al pueblo ruso esperanzas de victoria, tiene que ser en las ciudades.
¿Recibirá Ucrania los aviones F-16?
Pero bombardear ciudades solo porque sí es un crimen de guerra. Es necesario buscar un pretexto. ¿Qué hay en ellas que pueda justificar un ataque de misiles? La respuesta, o al menos parte de ella, es interesante. Junto a la industria de defensa, de importancia limitada porque Ucrania depende del exterior para casi todo; junto a los depósitos de armamento, en su mayoría imaginarios, están los misiles antiaéreos que defienden las propias ciudades. Son, por supuesto, blancos legítimos. De hecho, siguiendo la doctrina militar occidental, estos misiles deberían haber sido el principal objetivo de los ataques rusos desde los primeros días de la guerra.
Hace pocos días hemos sido testigos del enfrentamiento, medio oculto entre la niebla de la guerra, entre una batería de Patriot y una salva de misiles de distintos tipos lanzados para neutralizarla. Según los rusos –de quienes nada se puede creer, porque solo quien tiene cosas que ocultar amordaza a la prensa– unos pocos misiles bastaron para destruir la batería. Según los ucranianos, los Patriot derribaron los seis misiles hipersónicos Kinzhal lanzados ese día. Unos misiles que, por cierto, no son la panacea: tienen sus ventajas, pero también sus inconvenientes. Según fuentes norteamericanas, una de las dos baterías de Patriot de que dispone Ucrania sufrió daños menores que no restringen su funcionamiento.
Quédese el lector con la versión que le pida el cuerpo, porque es irrelevante: si siguen los ataques a las baterías de Patriot, bien defendidas pero relativamente vulnerables ante ataques por saturación por su limitada movilidad, habrá ocasiones en que ganen unos y otras en las que ganen los otros. La guerra es así. En número suficiente, las lanzas zulúes derrotaron a los rifles británicos en Isandlwana.
¿Cómo interceptar a los Mig-31?
La verdadera respuesta a los misiles rusos, desde el punto de vista militar, no puede estar solo en la defensa antiaérea. Si así fuera, estaríamos ante un enfrentamiento desequilibrado –yo diría que repugnantemente injusto, aunque la guerra casi siempre lo sea– en el que los rusos solo pueden perder sus misiles mientras que los ucranianos se juegan sus vidas. Es, por así decirlo, como un combate entre un individuo armado con una espada y otro que solo cuenta con un escudo.
¿Cómo interceptar a los Mig-31 que, desde territorio ruso, lanzan impunemente los Kinzhal hipersónicos sobre las ciudades ucranianas? Otro oscuro incidente, también envuelto en la niebla de la guerra, nos da una posible clave. Según informan numerosos blogueros rusos en Telegram, hace pocos días, sobre la región rusa de Briansk, fueron derribados dos cazas rusos y dos helicópteros. ¿Quién fue el responsable? ¿Se cayeron solos, como se hundió el Moskva? ¿Los derribó la defensa aérea rusa por error? ¿Fue Ucrania, que en un alarde de audacia llevó algunos de sus mejores misiles tierra-aire hasta la mismísima frontera con Rusia?
Quédese otra vez el lector con la respuesta que le haga más feliz, porque lo importante no es lo que ocurrió –una mera anécdota– sino lo que tiene que pasar: los bombarderos rusos no deberían poder actuar impunemente, y el único medio eficaz de que podría disponer Ucrania para limitar su libertad de acción es llevar la batalla aérea más allá de sus fronteras. Para eso, claro, es necesario contar con aviones de combate de mayor radio de acción que el Mig-29, y ese es el problema que Occidente tiene que resolver si quiere ver algún día el final de esta guerra.
Ucrania no perseguiría a los Kinzhal con aviones F-16
Las razones para negarle a Zelenski los aviones que necesita son claras: pueden ser usados para atacar territorio ruso. Pero no se trata solo de eso. Aunque Ucrania se comprometiera a no hacerlo, y aunque de verdad quisiera cumplir su promesa, la batalla aérea difumina las fronteras. Si Ucrania tiene aviones F-16 y quiere darles un papel en la defensa de sus ciudades, no los va a dedicar a perseguir a los Kinzhal en vuelo. Será inevitable que, si no en el suelo ruso, se produzcan combates en su espacio aéreo. El riesgo de escalada –y sería ingenuo engañarse sobre esto– sería altísimo… y, sin embargo, cada vez más líderes occidentales empiezan a entornar la puerta que, hasta hace pocos días, estaba herméticamente cerrada.
Después de la reciente gira europea de Zelenski, el Reino Unido y los Países Bajos son quienes llevan ahora la iniciativa de lo que se ha dado en llamar «coalición del F-16», rememorando el esquema de reparto de cargas y responsabilidades –nadie quiere quedar señalado por la decisión– que ha logrado llevar a Ucrania los carros de combate Leopard. Pero en Francia, el propio Macron se ha mostrado dispuesto a adiestrar a los pilotos ucranianos en aviones modernos de procedencia occidental, lo que sin duda abre interesantes posibilidades si fuera preciso encontrar alternativas al avión norteamericano.
La puerta, como hemos dicho, solo está entornada. ¿Qué hace falta para que se abra? ¿Quién tiene la llave? En primer lugar, el propio Putin. Si sigue bombardeando las ciudades ucranianas, inevitablemente dará lugar a titulares que provocarán que esta línea roja, como otras anteriores, termine por difuminarse. En segundo lugar, el presidente de los EE.UU. Después de todo, se trata de aviones de diseño norteamericano. No se dará el paso de cedérselos a Ucrania sin que Washington participe en la iniciativa, y a Biden, por el momento, no le parece necesario correr ese riesgo.
Rusia apuesta por el cansancio de Occidente
Quizá Biden tenga razón. Pero, por desgracia para Rusia, Putin sigue apostando, contra toda evidencia, por el cansancio de un Occidente que cada vez apoya a Ucrania de forma más decidida. Es posible que en el Kremlin se hayan creído su propia propaganda y vuelvan a cometer los errores de evaluación que les han llevado al callejón sin salida en el que se encuentran hoy. Es posible que, aislados de la realidad por las autocráticas maneras del dictador, no se den cuenta de que cada bombardeo de Kiev –van nueve este mes– acerca el momento en que incluso los más prudentes entre los líderes occidentales se verán obligados a dar luz verde a las peticiones de Zelenski.
Por lo pronto, y a la espera de lo que ocurra, los pilotos ucranianos comenzarán en breve su adiestramiento en aviones occidentales. Bueno sería que fuera innecesario.
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